IX
Llegó la Navidad y, aparte de la misa solemne y de las fastidiosas felicitaciones de convecinos y domésticos y de los trajes nuevos para todos, no sucedió nada de especial. Pero aquel frío de veinte grados bajo cero, la ausencia de viento y el sol resplandeciente y cegador de día y la luz de las estrellas por la noche impulsaban la necesidad de celebrar de algún modo la fecha.
Al tercer día de fiestas, después de comer, toda la familia se dispersó por las habitaciones; eran los instantes más aburridos de la jornada. Nikolái, que por la mañana había visitado a algunos vecinos, se quedó dormido en el saloncito de los divanes; el viejo conde descansaba en su despacho; Sonia permanecía sentada ante la mesa redonda de la sala y copiaba un dibujo; la condesa hacía un solitario; Nastasia Ivánovna, el bufón, con cara triste, se había reunido con dos viejas junto a la ventana. Natasha entró en la sala; se acercó a Sonia, miró lo que estaba haciendo, luego se acercó a su madre y se detuvo, sin decir nada.
—¿Por qué andas como un alma en pena? ¿Qué necesitas?— preguntó la condesa.
—Lo necesito a él… Ahora, en este momento, lo necesito— dijo Natasha gravemente y con los ojos brillantes.
La condesa levantó la cabeza y miró fijamente a su hija.
—No me mire, mamá, no me mire. Acabaré por llorar.
—Ven, quédate un poco conmigo— dijo la condesa.
—Mamá, lo necesito a él. ¿Por qué yo he de consumirme así?
Su voz se cortó. Las lágrimas brotaron de sus ojos y para ocultarlas se volvió bruscamente y salió de la sala. Atravesó el saloncito de los divanes y se detuvo allí; reflexionó unos instantes y se dirigió a la habitación de las doncellas. La criada vieja regañaba a una joven que acababa de entrar corriendo del patio, llena de frío.
—¡Ya está bien de juegos!— decía. —Cada cosa a su tiempo.
—Déjala, Kondrátievna— intervino Natasha. —Ve, Mavrushka, ve.
Y dejando que saliera la muchacha, Natasha se dirigió a la antecámara. Un criado viejo y dos jóvenes estaban jugando a las cartas; interrumpieron la partida y se levantaron cuando entró ella: “¿Qué puedo hacer con ellos?”, se preguntó Natasha.
—Sí, Nikita, ve, por favor… (“¿dónde lo puedo enviar?”). Sí, ve al corral y tráeme un gallo; y tú, Misha, tráeme avena.
—¿Como cuánto?— preguntó Misha alegremente y de buena gana.
—Ve, ve rápido— dijo el viejo.
—Fiódor, tú tráeme un poco de yeso.
Al pasar delante del bufet mandó que se preparase el samovar, aunque no era la hora.
El mayordomo, Foka, era el hombre más hosco de toda la casa. A Natasha le gustaba probar su autoridad sobre él. Foka no la creyó y fue a preguntar si era verdad.
—¡Vaya con la señorita!— dijo Foka, fingiendo que se enfadaba con ella.
Nadie en la casa daba tantas órdenes ni tanto trabajo como la joven. No podía ver a nadie quieto sin mandarle algo. Parecía querer probar si alguno se resistía, se enfadaba con ella. Pero todos cumplían sus órdenes con más placer que las de cualquier otro.
“¿Qué haré? ¿Adónde puedo ir?”, pensaba Natasha, caminando lentamente por el pasillo.
—Nastasia Ivánovna, ¿qué nacerá de mí?— preguntó al bufón que iba a su encuentro, vestido con la chambra de siempre.
—Pulgas, saltamontes y cigarras— respondió él.
“Dios mío, Dios mío, siempre lo mismo. ¿Adónde ir? ¿Qué puedo hacer?” Subió rápidamente la escalera, en busca de Vogel, que vivía en el piso alto con su mujer. En casa de Vogel estaban dos institutrices y tenían sobre la mesa platos con pasas, nueces y almendras. Las institutrices hablaban sobre dónde era más barato vivir, si en Moscú u Odesa. Natasha se sentó, estuvo un rato escuchando la conversación con rostro serio y pensativo y después se levantó.
—La isla de Madagascar— dijo. —Ma-da-gas-car— repitió, pronunciando distintamente cada sílaba; y sin responder a las preguntas de Mme Schoss acerca de lo que decía, salió de la habitación.
Petia estaba también arriba, con su preceptor, preparando unos fuegos artificiales que iban a encender por la noche.
—¡Petia! ¡Petia!— gritó Natasha. —¡Llévame abajo!
El chiquillo corrió hacia ella y le ofreció la espalda. Natasha montó encima, ciñó con sus brazos el cuello de su hermano y Petia comenzó a correr.
—No, no hace falta… la isla de Madagascar— dijo saltando al suelo y bajó las escaleras.
Como si acabara de recorrer su reino, habiendo probado su poder, convencida de que todos se le mostraban sumisos, pero que, sin embargo, seguía tan aburrida como antes, Natasha volvió a la sala, tomó su guitarra, se sentó en un rincón oscuro, detrás de un pequeño armario, y comenzó a pulsar las cuerdas con una frase de ópera que había oído en San Petersburgo, en compañía del príncipe Andréi. Para los oyentes, los acordes que salían de la guitarra no tenían sentido alguno, pero en la imaginación de Natasha la frase musical hacía revivir numerosos recuerdos. Permanecía sentada detrás del pequeño armario con los ojos fijos en la franja de luz que caía de la despensa y recordaba. Se quedó abstraída en sus recuerdos.
Sonia, con una copa en la mano, atravesó la sala. Natasha la miró, miró la puerta sin cerrar de la despensa y le pareció que ya había visto antes a Sonia, con la copa y la luz que salía de allí. “Sí, todo eso ocurrió antes que ahora y fue exactamente igual”, pensó Natasha.
—Sonia, ¿qué estoy tocando?— gritó Natasha, deslizando su dedo sobre el bordón.
—¡Ah! ¡Estás aquí!— dijo con sobresalto Sonia. —No lo sé. ¿La Tempestad?— preguntó tímidamente, con temor de equivocarse.
“Sí, se estremeció exactamente lo mismo. Se acercó igual que ahora y también sonrió con timidez… ¡Todo eso fue exactamente así! Y yo pensé… entonces, que le faltaba algo.”
—No; es el coro de Los Aguadores, ¿lo oyes?— terminó cantando el tema del coro para que Sonia lo recordara. —¿Adónde ibas?— preguntó después.
—A cambiar el agua de la copa. Me falta poco para terminar el dibujo.
—Tú siempre estás ocupada, yo no sé— dijo Natasha. —¿Dónde está Nikolái?
—Creo que duerme.
—Ve a despertarlo, Sonia. Dile que lo llamo para cantar— y se quedó pensando en el significado que podía tener lo sucedido; y sin resolver el problema y sin mínimamente lamentarlo, se trasladó de nuevo con la imaginación al tiempo en que estaban juntos y él la miraba con ojos de enamorado.
“¡Oh, que venga! ¡Que venga cuanto antes! Tengo tanto miedo de que no llegue… y lo principal es que me hago vieja. Ya no encontrará en mí lo que hay ahora. Puede suceder que llegue hoy, que llegue ahora. A lo mejor ha llegado ya y está en la sala, esperándome. Quizá llegara ayer y lo he olvidado.” Se levantó, dejó la guitarra en su sitio y pasó a la sala. Toda la familia estaba sentada en torno a la mesa de té, con los preceptores, las institutrices y los huéspedes.
Los criados permanecían en pie, atentos al servicio, pero no estaba el príncipe Andréi.
—¡Ahí tenemos a Natasha!— dijo Iliá Andréievich al verla entrar en la sala. —Ven, siéntate a mi lado.
Pero Natasha se detuvo junto a su madre y miró a su alrededor, como si buscara algo.
—Mamá, démelo, démelo en seguida— y una vez más se esforzó por contener las lágrimas.
Se sentó en su sitio, prestando oído a la conversación de las personas mayores y de Nikolái, que también había acudido a la mesa. “Dios mío, Dios mío, las mismas caras, las mismas conversaciones, papá sostiene su taza como siempre y sopla de la misma manera”, pensaba, sintiendo con horror la repulsión que nacía en ella contra la familia por ser todos como eran siempre.
Después del té, Nikolái, Sonia y Natasha pasaron al saloncito de los divanes, a su rincón favorito, donde, como siempre, se iniciaban las conversaciones más íntimas.