III
La así llamada guerra de guerrillas comenzó con la entrada del enemigo en Smolensk.
Antes de que esa guerra fuera oficialmente aceptada por el gobierno ruso, miles de enemigos —merodeadores rezagados, patrullas destacadas en busca de forraje— habían muerto a manos de los cosacos y campesinos, que mataban a aquellos hombres instintivamente, lo mismo que los perros acaban con un perro rabioso.
Denís Davídov, con su instinto ruso, fue el primero en comprender la importancia de aquella terrible arma que, sin cuidarse de las reglas del arte militar, aniquilaba a los franceses. A él corresponde la gloria de haber realizado los primeros intentos de regular ese método de guerra.
El primer destacamento guerrillero de Davídov fue instituido el 24 de agosto, y a continuación se organizaron otros muchos. Conforme avanzaba la campaña, tanto mayor se hacía el número de aquellos destacamentos.
Los guerrilleros aniquilaban al gran ejército por partes. Recogían las hojas que se desprendían del árbol seco del ejército francés y no pocas veces sacudían el tronco. En octubre, cuando los franceses corrían hacia Smolensk, se contaban ya por cientos las partidas, de importancia y características diversas. Algunas habían adoptado todos los métodos de un ejército regular, con infantería, artillería, Estado Mayor y ciertas comodidades posibles en la vida de campaña. Otras eran cuerpos especiales de cosacos y caballería; existían pequeños grupos mixtos, de infantes y jinetes, o los formados por campesinos y terratenientes, a los que nadie conocía. Cierto sacristán convertido en jefe de una de esas partidas hizo a lo largo de un mes cientos de prisioneros; y la mujer de un stárosta, llamada Vasilisa, mató a centenares de franceses.
Los últimos días de octubre fueron los más intensos en esa guerra de guerrillas. Había pasado ya aquel primer período en que los propios guerrilleros, asombrados de su audacia, temían a cada instante caer en manos del enemigo, ser rodeados por él y se ocultaban en los bosques, sin casi apearse de sus caballos. La campaña había adquirido ya perfiles más claros y todos sabían perfectamente lo que se podía hacer contra los franceses y hasta qué límite debían arriesgarse. Ahora, sólo los jefes de destacamentos importantes que, con sus Estados Mayores, según las reglas, se tenían a distancia y perseguían a los franceses creían aún imposibles muchas cosas. En cambio, los pequeños grupos guerrilleros que desde hacía tiempo se habían lanzado al campo y seguían al enemigo muy de cerca encontraban muy factible aquello que los jefes de los destacamentos grandes no se atrevían siquiera a pensar. Y los cosacos y campesinos, que husmeaban entre los franceses, lo creían ya todo posible.
El 22 de octubre, Denísov, jefe de un grupo de guerrilleros, se hallaba con todo su destacamento en lo más agitado de la campaña. Desde la mañana estaba con su partida en marcha, a través de los bosques que bordeaban el camino, en seguimiento de un gran convoy francés con caballería y prisioneros rusos. Este convoy se había separado del resto del ejército y, con fuerte escolta —según noticias de exploradores y prisioneros—, se dirigía hacia Smolensk. No sólo Denísov, sino Dólojov (que figuraba también como comandante de una pequeña partida), que seguía de cerca a Denísov así como otros jefes de destacamentos grandes, con Estado Mayor, tenían puesta la vista en aquel convoy. Todos conocían su existencia y, como decía Denísov, estaban al acecho.
Dos jefes de destacamentos grandes, uno polaco y el otro alemán, cada uno por su parte y casi al mismo tiempo, propusieron a Denísov que se uniese a ellos para atacar el convoy.
—No, amigos, nos arreglaremos solos— se dijo Denísov después de leer la invitación.
Y escribió al alemán que, a pesar de su vivo deseo de hallarse bajo las órdenes de tan glorioso y célebre general, se veía obligado a rechazar tal honor puesto que se encontraba ya bajo el mando del general polaco. Al polaco escribió lo mismo, diciéndole que ya estaba a las órdenes del alemán.
Denísov tenía la intención, sin informar de ello a sus jefes superiores, de unirse a Dólojov para atacar y conquistar el convoy con sus reducidas fuerzas. El convoy había salido el 22 de octubre desde la aldea de Mikúlino rumbo a la de Shámshevo. A la izquierda había grandes bosques, que a veces llegaban al borde mismo del camino y otras se separaban más de un kilómetro. Ya internándose en la espesura, ya apareciendo en sus lindes, Denísov avanzó durante todo el día con sus hombres sin perder de vista a los franceses.
Por la mañana, no lejos de Mikúlino, en un lugar donde el bosque se acercaba al camino, los cosacos del grupo de Denísov se habían apoderado de dos furgones franceses atascados en el barro. Estaban cargados de sillas de montar y los llevaron al bosque. Después de eso, hasta la tarde, el grupo siguió, sin atacar a los franceses. Había que dejarlos llegar a Shámshevo sin asustarlos. Allí se unirían a Dólojov, que debía llegar hacia el atardecer para cambiar impresiones en la casa del guardabosque (a un kilómetro del poblado); al amanecer pensaban lanzarse inesperadamente sobre los franceses, por ambos flancos, hacer prisioneros y retirarse de una vez.
Detrás, a dos kilómetros de Mikúlino, donde el bosque bordeaba el camino, dejaron un grupo de seis cosacos encargados de avisar inmediatamente si aparecían nuevas columnas francesas.
De la misma manera, delante de Shámshevo, Dólojov reconocería el camino para saber a qué distancia se encontraban las otras tropas enemigas.
Se suponía que eran mil quinientos los hombres que custodiaban el convoy. Denísov contaba con doscientos y Dólojov podría tener otros tantos. Pero a Denísov no lo inquietaba la superioridad numérica del contrario. Lo único que aún necesitaba saber era con qué tropas iba a encontrarse. Para ello necesitaba capturar una lengua (es decir, alguien de la columna enemiga). En el ataque de la mañana, para desatascar dos furgones, todo se había hecho tan rápidamente que no quedó vivo ni un solo francés: sólo un muchacho, un tambor, salvó la vida, pero nada podía decir en concreto sobre las tropas que formaban la columna.
Denísov creía peligroso atacar por segunda vez; no era oportuno inquietar a toda la columna; por esta razón envió a Shámshevo a un mujik de su grupo, Tijón el Mellado, para que capturara, si era posible, a cualquiera de los aposentadores franceses destacados en el pueblo.