VIII
Si la historia estudiara fenómenos externos, la enunciación de esa ley sencilla y evidente nos bastaría y podríamos acabar nuestro razonamiento. Pero la ley de la historia tiene que ver con el hombre. Una partícula de materia no puede decir que no siente necesidad alguna de la atracción o repulsión y que tal ley no es cierta. Pero el hombre, que es el objeto de la historia, dice claramente: soy libre y por eso no estoy sometido a las leyes.
Aunque no de modo expreso, en cada momento de la historia se advierte el problema del libre albedrío.
Y todos los historiadores serios llegan, en contra de su voluntad, a ese punto. Todas las contradicciones, la oscuridad de la historia, el camino falso por el que avanza esa ciencia, tienen su origen en la imposibilidad de solucionar este problema.
Si la voluntad de cada hombre fuese libre, es decir, si el hombre pudiera obrar a su antojo, la historia se reduciría a una sucesión de casualidades incoherentes.
Y si sólo un hombre de entre millones de semejantes y en el curso de mil años estuviese en condiciones de obrar a su antojo, o sea, como le diese la gana, es evidente que un solo acto libre de ese hombre, contrario a las leyes, destruiría la posibilidad de existencia de cualquier ley para toda la humanidad.
Y si existiese siquiera una ley que dirigiese las acciones de los hombres, no podría haber libre albedrío, ya que las voluntades de todos los hombres deberían someterse a esa ley.
En esa contradicción radica el problema del libre albedrío, que desde los tiempos más remotos ha preocupado a las mentes más privilegiadas de la humanidad y que desde entonces se plantea, como antaño, en toda su inmensa importancia.
El problema es el siguiente: si consideramos al hombre como objeto de observación desde cualquier punto de vista —teológico, histórico, ético o filosófico—, encontramos la ley general de la necesidad, a la que está sometido como todo lo existente. Y si lo examino partiendo de mi propio yo, como algo de que soy consciente, me siento libre.
La conciencia es la fuente de un autoconocimiento completamente aislado e independiente de la razón. A través de la razón el hombre se observa a sí mismo; pero se conoce a sí mismo a través de la conciencia.
El uso de la razón y la observación son imposibles si no hay conciencia.
Para comprender, observar, razonar, el hombre debe ante todo reconocerse como ser viviente, cosa que no puede hacer sin sentirse capaz de volición, es decir, sin reconocer su propia voluntad. Y el hombre conoce esa voluntad, que constituye el sentido de su vida, y no puede conocerla sino libre.
Si analizándose a sí mismo el hombre observa que su propia voluntad está siempre dirigida por la misma ley (ya sea la necesidad de nutrirse, de activar la mente, o cualquier otra cosa), no puede comprender esa orientación siempre igual de la propia voluntad sino como una restricción. Lo que no es libre no puede ser limitado. El hombre considera que su voluntad está restringida, porque la concibe como libre solamente.
Cuando alguien dice: No soy libre, y yo levanto y bajo mi brazo, todos comprenden que esta ilógica respuesta es la prueba indiscutible de la libertad y la manifestación de una conciencia no sometida a la razón.
Si esta conciencia de la libertad no fuese una fuente de autoconocimiento separada e independiente de la razón, estaría sometida al razonamiento y a la experiencia. Pero en realidad, tal dependencia no se produce nunca ni es concebible.
Una serie de experiencias y de razonamientos demuestran a cada hombre que él, como objeto de observación, está sometido a determinadas leyes, a las que obedece y contra las que una vez conocidas nunca lucha: la ley de la gravitación universal o de la impenetrabilidad. Pero esa misma serie de experiencias y razonamientos le demuestra que la libertad absoluta de la cual tiene conciencia es imposible, que cada acto suyo depende de su organismo, de su carácter y de los factores que actúan sobre él. Mas el hombre no se somete nunca a las deducciones de estas experiencias y razonamientos.
El hombre sabe por la experiencia y la razón que la piedra cae de arriba abajo; lo cree indiscutiblemente y, en todos los casos, espera el cumplimiento de la ley que ha conocido.
Pero, aun sabiendo de modo igualmente indiscutible que su voluntad está sometida a diversas leyes, no lo cree ni puede creerlo.
Por muchas veces que la experiencia y la razón le demuestren al hombre que, en las mismas circunstancias, si su carácter no ha cambiado, volverá a hacer lo que hizo; cuando por milésima vez aborde en las mismas circunstancias y con el mismo carácter una acción que terminará siempre del mismo modo; se sentirá seguro, como antes de cualquier experimento, de poder actuar como quiera. Todo ser humano, salvaje o culto, pese a todas las pruebas irrefutables presentadas por el razonamiento y la experiencia de que es imposible proceder de modo diferente en las mismas condiciones, siente que sin esa absurda idea (que es la esencia misma de la libertad) no puede imaginarse la vida.
Y no podría vivir porque todas las aspiraciones de los hombres, todas sus exigencias, no son más que aspiraciones a incrementar su libertad. La riqueza y la pobreza, la gloria y el anonimato, el poder y la sumisión, la fuerza y la debilidad, la salud y la enfermedad, la instrucción y la ignorancia, el trabajo y el ocio, la saciedad y el hambre, la virtud y el vicio, no son más que un grado mayor o menor de libertad.
No podemos imaginarnos a un hombre privado de libertad, a menos que esté privado de vida.
Si el concepto de libertad es para la razón una contradicción carente de sentido, como la posibilidad de realizar dos actos diversos al mismo tiempo y en las mismas condiciones o como un fenómeno sin causa, esto prueba solamente que la conciencia no está sometida a la razón.
Esa conciencia de la libertad inquebrantable, irrefutable, no sometida a la experiencia ni a la razón, reconocida por todos los pensadores y sentida por todos los hombres sin excepción, conciencia sin la cual es imposible concebir al ser humano, constituye por sí sola otro aspecto del problema.
El hombre es una criatura del Dios todopoderoso, infinitamente bueno y omnisciente. ¿Qué es, entonces, el pecado, cuyo concepto se deriva de la libertad del hombre? Se trata de un problema de la teología.
Los actos del ser humano están sometidos a las leyes generales, inmutables, estudiados por la estadística. ¿En qué consiste la responsabilidad del hombre frente a la sociedad, concepto bajo el cual reconocemos que el hombre es un ser libre? Se trata de un problema del derecho.
El hombre actúa de acuerdo con su carácter innato y las influencias que recibe. ¿Qué es, pues, la conciencia y el conocimiento del bien y del mal de los actos que se derivan de su libertad? Se trata de un problema de ética.
El hombre, en relación con la vida común de la humanidad, está sometido a las leyes que determinan esa vida. Pero ese mismo hombre, al margen de tal vínculo, parece libre. ¿Cómo ha de considerarse la vida pasada de los pueblos y de la humanidad: como resultado de la actividad libre o no libre de los hombres? Se trata de un problema de la historia.
Sólo en nuestra época, tan segura de sí misma por la divulgación de la ciencia, gracias a un arma poderosa contra la ignorancia como la difusión de la imprenta, el problema del libre albedrío se ha situado en un terreno donde no puede existir como problema. En nuestros días, la mayoría de los hombres calificados como progresistas, es decir, una muchedumbre de ignorantes, considera que los trabajos de los naturalistas, que se ocupan de un solo aspecto del asunto, es la solución de todo el problema.
No hay alma ni libertad porque la vida de un hombre se manifiesta en movimientos musculares, condicionados por la actividad nerviosa; no hay alma ni libertad porque, en un cierto período desconocido de tiempo, el hombre descendió del mono. Así dicen y escriben esos hombres, sin sospechar siquiera que hace miles de años todas las religiones y todos los pensadores no sólo reconocieron, sino que ni siquiera negaron, esa ley de la necesidad que tan celosamente intentan probar ahora por medio de la fisiología y de la zoología comparada. No ven que en esta cuestión el papel reservado a las ciencias naturales se reduce a servir de instrumento para esclarecer un solo aspecto de esa cuestión, ya que desde el punto de vista de la observación, la razón y la voluntad no son más que secreciones cerebrales y el hombre, según leyes generales, pudo descender de animales primitivos en un período desconocido; todas esas teorías se limitan a esclarecer una faceta del problema reconocido desde hace miles de años por todas las religiones y teorías filosóficas: que el hombre, desde el punto de vista de la razón, está sometido a la ley de la necesidad. Pero nada de eso supone el menor progreso hacia una solución del problema, que tiene un lado opuesto basado en el conocimiento de la libertad.
Que los hombres han descendido del mono en un período incierto es tan comprensible como el decir que fueron hechos con un puñado de barro en determinada época (en el primer caso la incógnita es el tiempo; en el segundo, el origen). Y la pregunta acerca de cómo concuerda la conciencia de libertad en el hombre con la ley de la necesidad a la que está sometido no puede tener respuesta adecuada ni en fisiología ni en zoología comparada, porque en la rana, en el conejo o en el mono no podemos observar más que actividad muscular y nerviosa, y en el hombre es evidente, además de ello, la conciencia.
Los naturalistas y sus seguidores, que creen poder resolver este problema, se parecen a los albañiles que, llamados para estucar un muro de la iglesia, en ausencia del capataz y llevados por su celo cubrieron de yeso las ventanas, las vidrieras e imágenes, las columnas y hasta los muros sin terminar, contentos de que, desde el punto de vista de su oficio, todo hubiera quedado uniforme y bien alisado.