I

Transcurrieron siete años después de 1812. El agitado mar de la historia de Europa había vuelto a sus cauces. Parecía apaciguado, pero las fuerzas misteriosas que movían a la humanidad (misteriosas porque ignoramos las leyes que gobiernan sus movimientos) proseguían su acción.

Aunque la superficie del mar de la historia pareciera inmóvil, la humanidad avanzaba sin descanso como el movimiento del tiempo. Se formaban y se descomponían diversos grupos de engarces humanos. Se gestaban las causas de la formación y disgregación de los Estados y los desplazamientos de los pueblos.

Aquel mar no se gobernaba como antes, impulsado de una orilla a la otra, sino que bullía en profundidad. Los personajes históricos ya no eran, como antes, llevados por las olas de un extremo a otro; ahora parecían girar en un mismo sitio. Esos personajes, que antes iban a la cabeza de grandes ejércitos y reflejaban el movimiento de las masas mediante órdenes de guerra, marchas y batallas, ahora reflejaban ese movimiento de ebullición mediante consideraciones políticas y diplomáticas, o por medio de leyes y tratados…

Los historiadores llamaron reacción a esa actividad de los personajes históricos.

La actividad de los personajes históricos que dio origen a la llamada reacción fue severamente condenada por los historiadores. Todos los personajes conocidos de aquel entonces, empezando por Alejandro y Napoleón, hasta Mme de Staël, Focio, Schelling, Fichte, Chateaubriand y demás, son juzgados por ese severo tribunal y se justifican o condenan según hayan contribuido al progreso o a la reacción.

A juzgar por sus relatos, Rusia vivió también en aquel tiempo una reacción, de la que el principal responsable fue Alejandro I, el mismo Alejandro I que, según los historiadores, había sido el principal promotor de las reformas liberales en su reinado y de la salvación de Rusia.

En la actual literatura rusa no hay nadie, del colegial al sabio historiador, que no arroje su piedra contra Alejandro por los errores cometidos durante su reinado.

“Debía haber obrado así y así; en tal caso, actuó bien, en el otro, mal. Obró perfectamente al comienzo de su reinado y durante 1812 mal; al conceder a Polonia una Constitución, al constituir la Santa Alianza, al confiar el poder a Arakchéiev, al alentar a Golitsin y el misticismo, y estimular más tarde a Shishkov y a Focio. Procedió mal al ocuparse personalmente de los asuntos del ejército, al disolver el regimiento Semiónovski, etcétera.”

Sería preciso emborronar decenas de folios para enumerar todos los reproches que le hacen los historiadores, convencidos de conocer cuál es el bien de la humanidad.

Pero ¿qué significan esos reproches?

Los actos de Alejandro I que merecen la aprobación de los historiadores, es decir, las iniciativas liberales al comienzo de su reinado, la lucha contra Napoleón, la firmeza demostrada en 1812 y la campaña de 1813, ¿no derivan acaso de unas mismas fuentes? ¿No fueron acaso la herencia genética, las peculiaridades de su educación y la vida, que hicieron que Alejandro I fuera así, dando origen a los actos por los que merece la reprobación de los historiadores: la Santa Alianza, la restauración de Polonia y la reacción de 1820?

¿Qué le reprochan principalmente?

Le reprochan que un personaje histórico como él, persona colocada en el peldaño más alto posible del poder humano, en quien convergían como en un foco de luz cegadora todas las demás luces históricas, personaje sometido a las más fuertes influencias del mundo de la intriga, de las mentiras, lisonjas, la autosuficiencia inseparables del poder; persona que sentía gravitar sobre sus hombros, a cada instante de su vida, la responsabilidad de cuanto ocurría en Europa; persona no ficticia sino viva, un hombre que como todo ser poseía sus costumbres, pasiones, aspiraciones al bien, a la belleza y a la verdad; no le reprochan el carecer de virtud (los historiadores no le reprochan eso), sino que su concepción sobre el bien de la humanidad no fuera hace cincuenta años la misma que hoy puede tener cualquier profesor que desde su juventud se haya dedicado a la ciencia, es decir, a la lectura de libros y tesis, anotando en un cuaderno lo aprendido.

Pero aunque supongamos que Alejandro I, hace cincuenta años, se hubiera forjado una idea errónea sobre el bien de los pueblos, debemos suponer, en contra de nuestra voluntad, que el historiador que así juzga a Alejandro será, pasado cierto tiempo, injusto en sus opiniones acerca de lo que es el bien de la humanidad. Hipótesis tanto más natural y necesaria cuando se comprueba que, observando el desarrollo de la historia, de año en año, con cada nuevo escritor se modifica el criterio acerca de cuál es el bien de la humanidad, de tal manera que lo que parecía un bien hace diez años ahora es un mal, o viceversa. Más aún. En la historia encontramos opiniones diametralmente opuestas acerca de lo que es bueno y de lo que es malo. Así, unos afirman como un acierto y un mérito de Alejandro el haber dado una Constitución a Polonia y organizar la Santa Alianza; otros, en cambio, se lo reprochan.

No puede decirse si ha sido útil o dañosa la actuación de Alejandro y Napoleón, ya que no podríamos explicar por qué fue útil ni por qué dañosa. Si esa actuación disgusta a alguien, se debe a que no concuerda con su limitada concepción de lo que es bueno. Si la conservación de la casa de mi padre en Moscú en 1812, o la gloria de los ejércitos rusos o la prosperidad de la Universidad de San Petersburgo o de otras universidades, o la libertad de Polonia, o el poderío de Rusia y el equilibrio y progreso europeos, me parecen bien, debo reconocer que la actuación de cada personaje histórico tenía, además de estos objetivos, otros mucho más generales e inaccesibles para mí.

Pero supongamos que la así llamada ciencia tenga la posibilidad de conciliar esas contradicciones y posea para los personajes históricos y los acontecimientos una medida fija de lo bueno y de lo malo.

Supongamos que Alejandro I hubiera podido hacerlo todo de manera distinta. Que hubiese podido, siguiendo las indicaciones de quienes lo acusan y pretenden conocer el objetivo final del movimiento de la humanidad, obrar según el programa de los populistas, de la libertad, la igualdad y el progreso (me parece que no hay nada más nuevo) que le hubieran ofrecido sus impugnadores de hoy; supongamos que hubiera sido posible ese programa y que Alejandro se hubiera ajustado a él. ¿Qué habría sido entonces de la actuación de todos aquellos hombres que se oponían a los gobernantes de la época, de una actuación que, según los historiadores, era buena y útil? Esa actuación no habría existido; no habría habido vida; no habría habido nada.

Si se admite que la vida humana puede ser dirigida por la razón, se destruye la posibilidad misma de la vida.

Guerra y paz
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