XV

Cuando Kutúzov aceptó el mando de los ejércitos se acordó del príncipe Andréi y le ordenó que se presentara en el Cuartel General.

El príncipe Andréi llegó a Tsárevo-Záimishche el mismo día y el mismo momento en que Kutúzov revistaba por primera vez las tropas. Se detuvo en la aldea cerca de la casa del pope, donde se encontraba el carruaje del general en jefe, y se sentó en un banco junto al portalón esperando al Serenísimo, como todos llamaban ahora a Kutúzov. En el campo, al otro lado de la aldea, se oía tan pronto el sonido de la música militar como el rugido de una muchedumbre que gritaba “hurras” al nuevo general en jefe. A diez pasos del príncipe Andréi había dos asistentes, un mayordomo y un correo, que se aprovechaban de la ausencia de su señor y del buen tiempo. Un teniente coronel de húsares, de baja estatura, moreno, de gran bigote y largas patillas, llegó a caballo hasta el portalón y preguntó al príncipe Andréi si el Serenísimo se alojaba allí y si volvería pronto.

El príncipe Andréi contestó que no era del Estado Mayor del Serenísimo y que acababa de llegar. Entonces, el teniente coronel de húsares se dirigió a un asistente engalanado, quien, con ese peculiar desdén con que hablan a los oficiales los asistentes de los generales en jefe, contestó:

—¿Quién? ¿El Serenísimo? Sí, vendrá en seguida seguramente. ¿Qué desea usted?

El teniente coronel sonrió levemente bajo sus bigotes al escuchar aquel tono, echó pie a tierra, dio las riendas del caballo a su ordenanza y se acercó a Bolkonski con un ligero saludo. El príncipe le dejó sitio en el banco y el teniente coronel se sentó a su lado.

—¿También usted espera al general en jefe? Dicen que recibe a todo el mundo. ¡Gracias a Dios! Porque con los salchicheros todo iba de mal en peor. Por algo Ermólov ha pedido que lo promuevan a alemán. Tal vez ahora los rusos podamos hablar también. El demonio sabe lo que hacían. No sabían más que retroceder y retroceder. ¿Ha hecho usted la campaña?— preguntó.

—He tenido ese placer— replicó el príncipe Andréi; —no sólo de tomar parte en la retirada, sino de perder en ella todo cuanto tenía y me era más querido, sin hablar de las fincas y de la casa paterna… He perdido a mi padre, muerto de dolor. Soy de Smolensk.

—¡Ah!… ¿Es usted el príncipe Bolkonski? ¡Encantado de conocerlo! Soy el teniente coronel Denísov, más conocido por el nombre de Vaska.

Y Denísov estrechó la mano de Bolkonski, mientras examinaba su rostro con peculiar cordialidad:

—He oído hablar de la muerte de su padre…

Y tras un leve silencio, prosiguió:

—¡Ésta es una verdadera guerra de escitas! Todo eso está muy bien, pero no para quienes reciben los golpes… Conque usted es el príncipe Andréi Bolkonski— y movió la cabeza. —Me alegra muchísimo conocerlo— añadió y con una sonrisa triste volvió a estrecharle la mano.

El príncipe Andréi conocía a Denísov por lo que Natasha le había contado acerca de su primer pretendiente. Ese recuerdo lo trasladó, de un modo agradable y doloroso a la vez, a las penosas sensaciones olvidadas últimamente, aunque seguían existiendo en el fondo de su corazón. Los últimos días había experimentado tantas y tan dolorosas sensaciones (el abandono de Smolensk, su visita a Lisie-Gori y la reciente noticia de la muerte de su padre) que los antiguos recuerdos, si volvían a él, ya no tenían la fuerza de antaño.

Para Denísov el nombre de Bolkonski evocó el recuerdo de un pasado lejano y poético cuando él, después de la cena y las canciones de Natasha, se había declarado a una chiquilla de quince años, sin saber, a ciencia cierta, lo que hacía. Sonrió rememorando aquellos tiempos y su amor a Natasha, y al momento volvió a lo que ahora lo preocupaba de modo exclusivo y apasionado: un plan de campaña ideado por él mientras servía en los puestos avanzados de la retaguardia. Había presentado ese plan a Barclay de Tolly y ahora deseaba proponérselo a Kutúzov. Su proyecto se basaba en el hecho de que la línea enemiga se extendía demasiado y que, en vez de atacar de frente, cerrando el paso a los franceses, había que actuar cortando sus comunicaciones.

Empezó a exponer su proyecto al príncipe Andréi.

—Es imposible que defiendan toda esa línea. No pueden hacerlo. Yo respondo de que la romperé si me dan quinientos hombres. Que la rompo es cosa segura. No hay más que un sistema: la guerra de guerrillas.

Denísov se puso en pie y ayudándose de gestos explicó su proyecto a Bolkonski.

Estaba en plena exposición cuando gritos indistintos, incoherentes, más extendidos, mezclándose con la música y las canciones, llegaron hasta ellos desde el lugar de la revista. Toda la aldea se llenó de gritos y el trote de caballos.

—¡Es él en persona!— exclamó un cosaco que hacía la guardia a la entrada de la casa.

Bolkonski y Denísov se acercaron al portalón donde había un pequeño grupo de soldados —la guardia de honor— y vieron a Kutúzov, que sobre un caballo bayo de escasa alzada avanzaba por el camino. Lo acompañaba un nutrido séquito de generales. Barclay iba casi a su lado. Una muchedumbre de oficiales corría detrás y a los lados, gritando “¡hurra!”.

Los ayudantes de campo, adelantándose, entraron al galope en el patio. Kutúzov espoleaba impaciente el caballo, que avanzaba con cierta lentitud bajo su peso, inclinaba sin cesar la cabeza y llevaba continuamente la mano a su gorro blanco de caballero de la Guardia (con ribete encarnado y sin visera). Cuando llegó junto a la guardia de honor, que le presentó armas, compuesta por gallardos granaderos, casi todos condecorados, los miró durante unos instantes en silencio, con atenta mirada, y se volvió hacia el grupo de generales y oficiales que lo rodeaban. De pronto, su rostro adquirió una expresión socarrona y encogió los hombros con gesto de extrañeza.

—¡Retroceder! ¡Retroceder siempre con hombres como éstos!— dijo. —Bueno, hasta la vista, señores— y dirigió su caballo hacia el portalón, pasando por delante del príncipe Andréi y Denísov.

—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!— gritaron a sus espaldas.

Desde la última vez que el príncipe Andréi lo viera, Kutúzov había engordado más, estaba más adiposo e inflado; pero su ojo blanco, la cicatriz y la expresión de cansancio en su rostro y en toda su figura, que él conocía tan bien, seguían siendo los mismos. Llevaba su levita de uniforme (de una delgada bandolera pendía la fusta) y se balanceaba pesadamente sobre su bravo caballito.

—Uf… uf… uf…— resopló quedamente al entrar en el patio. Se leía en su rostro la alegría del hombre que piensa descansar después de las fatigas de la parada militar. Sacó el pie izquierdo del estribo y pasó con dificultad la pierna sobre la silla, basculando todo su cuerpo y arrugado el rostro por el esfuerzo; dobló la rodilla, carraspeó y se apoyó en los brazos de los cosacos y ayudantes que lo sujetaban.

Se ajustó la levita, miró en derredor con los ojos entornados, que detuvo en el príncipe Andréi sin reconocerlo al parecer, y se encaminó con su paso desigual hacia la entrada.

—Uf… uf… uf…— resopló de nuevo y miró una vez más al príncipe Andréi. Al cabo de unos segundos, la vista de aquel rostro debió unirse al recuerdo de su persona (como es frecuente en los ancianos). —¡Hola, príncipe! ¿Qué tal? ¡Bienvenido, querido! Vamos…— dijo con aire cansado, sin dejar de mirar en derredor; y subió los peldaños del zaguán, que rechinaron bajo su peso.

Se desabrochó la levita y tomó asiento en el banco que había en el porche.

—Dime, ¿cómo está tu padre?

—Ayer supe que había muerto— respondió brevemente el príncipe Andréi.

Kutúzov miró al príncipe Andréi con ojos asustados y muy abiertos; después se descubrió e hizo la señal de la cruz.

—¡Dios lo tenga en su gloria! ¡Que se cumpla su voluntad con todos nosotros!— suspiró profundamente. Después guardó silencio. —Lo quería y estimaba, y comparto tu dolor con toda mi alma.

Abrazó al príncipe Andréi, estrechándolo fuertemente contra su orondo pecho, y lo retuvo así mucho tiempo. Cuando volvió a separarse de él, Bolkonski notó que los inflados labios de Kutúzov temblaban y brillaban lágrimas en sus ojos. Suspiró y se apoyó con ambas manos en el banco para levantarse.

—Vamos, vamos adentro y hablaremos— dijo.

Pero en aquel instante, Denísov, que se arredraba tan poco ante los jefes como ante el enemigo, subió decididamente los peldaños del zaguán, con ruido de espuelas, a pesar de que varios ayudantes trataran con severos susurros de impedírselo. Kutúzov, con las manos apoyadas en el banco, miró con disgusto a Denísov, quien se presentó y manifestó que debía comunicar a Su Excelencia algo de gran importancia para el bien de la patria. Kutúzov lo miró con ojos cansados y con un gesto de contrariedad, retiró las manos del banco y cruzándolas sobre el vientre repitió:

—¿Por el bien de la patria? Bien, ¿qué es? Habla.

Denísov se ruborizó como una muchacha (resultaba extraño ver sonrojado aquel rostro bigotudo, maduro y propenso a la bebida). Comenzó a exponer con decisión su proyecto de cortar la línea enemiga de operaciones entre Smolensk y Viazma. Denísov había vivido mucho tiempo en aquella región y la conocía bien. Su plan parecía indiscutiblemente bueno, gracias sobre todo a la convicción con que lo exponía. Kutúzov miraba hacia sus pies y de vez en cuando echaba alguna ojeada hacia el patio de la isba vecina, como si de allí esperara algo desagradable. Y de la isba a la que Kutúzov miraba mientras Denísov exponía su proyecto salió, en efecto, un general con una cartera bajo el brazo.

—¿Qué, ya está terminado? —preguntó Kutúzov interrumpiendo a Denísov en medio de su exposición.

—Sí, Alteza Serenísima— respondió el general.

Kutúzov sacudió la cabeza, como diciendo: “¿Cómo puede un hombre solo hacer tanto?”, y siguió escuchando a Denísov.

—Doy mi palabra de honor de oficial ruso— decía Denísov —de que cortaré las comunicaciones de Napoleón.

—¿Es pariente tuyo el jefe de intendencia Kiril Andréievich Denísov?— lo interrumpió Kutúzov.

—Es mi tío, Alteza.

—¡Vaya! Éramos amigos— comentó alegremente Kutúzov. —Bueno, bueno, querido; quédate aquí, en el Estado Mayor, y mañana hablaremos.

Despidió con un movimiento de cabeza a Denísov, se volvió y alargó la mano hacia los documentos que le traía Konovnitsin.

—¿No se dignaría Su Alteza entrar en la habitación?— dijo el general de servicio con aire descontento. —Hay que examinar los planos y firmar algunos documentos.

Un ayudante de campo que acababa de salir informó de que en la casa todo estaba dispuesto; pero, al parecer, Kutúzov quería entrar en su casa después de haber resuelto todo; frunció el ceño.

—No; di, querido, que pongan una mesita y aquí lo veré— dijo. —Tú no te vayas— agregó dirigiéndose al príncipe Andréi.

El príncipe Andréi se quedó en el porche, escuchando al general de servicio.

Durante el informe el príncipe Andréi entrevió al otro lado de la puerta un bisbiseo de mujeres y el crujido de unas faldas de seda. Miró varias veces hacia allí y vio a una hermosa mujer gruesa, sonrosada, vestida con un traje de seda rosa y un pañuelo violeta en la cabeza, que sostenía una bandeja y esperaba evidentemente la entrada del general en jefe. En voz baja, el ayudante de Kutúzov explicó a Bolkonski que aquella mujer era la dueña de la casa, la mujer del pope, que tenía intención de ofrecer a Kutúzov el pan y la sal. Su marido había salido al encuentro del Serenísimo con la cruz, en la iglesia, y ella lo recibía en casa. “Es muy guapa”, añadió el ayudante con una sonrisa. Kutúzov se volvió al oír estas palabras. Escuchaba el informe del general de servicio (que versaba sobre lo crítico de las posiciones de Tsárevo-Záimishche), igual que había escuchado a Denísov, como escuchara siete años atrás las decisiones del Consejo Superior de Guerra en vísperas de Austerlitz. Escuchaba por la sencilla razón de que tenía orejas y porque, a pesar del algodón que le taponaba una, no podía por menos de oír; pero resultaba evidente que nada de cuanto pudiera exponer el general de servicio podía sorprenderlo o interesarlo, puesto que ya conocía todo lo que iba a decirle. Escuchaba porque no podía hacer otra cosa, como no podía evitar asistir a un tedéum en acción de gracias.

Cuanto había dicho Denísov era justo y sensato. Cuanto ahora decía el general de servicio era aún más justo y sensato; pero Kutúzov, evidentemente, despreciaba los conocimientos y la inteligencia y sabía que algún otro factor iba a decidir el éxito de la campaña, algo al margen de la inteligencia y el saber.

El príncipe Andréi observaba atentamente la expresión del rostro del general en jefe; pero pudo ver tan sólo aburrimiento y curiosidad por lo que significaban los susurros de las mujeres detrás de la puerta, y el deseo de guardar las apariencias. Era notorio que Kutúzov despreciaba la inteligencia, el saber y hasta el sentimiento patriótico expresado por Denísov, pero no los despreciaba con la inteligencia, ni el saber, ni con el sentimiento (ya que ni siquiera intentaba expresarlos), sino por un motivo distinto. Los despreciaba por sus años y su experiencia de la vida. La única orden que dio por su cuenta durante el informe se refería a los actos de merodeo llevados a cabo por las tropas rusas. Al término del informe, el general de servicio presentó al Serenísimo un escrito para indemnizar, a petición de un terrateniente, por permitir a los soldados segar en sus campos avena verde, haciendo responsables de estos hechos a los jefes militares.

Kutúzov chasqueó los labios y sacudió la cabeza al escuchar aquel asunto.

—¡Al fuego! ¡Échalo al fuego! Y de una vez por todas te lo digo, amigo mío; echa al fuego todos los escritos que se refieran a eso. Que sieguen el trigo, que quemen la leña y les sirva de provecho. No lo ordeno ni lo autorizo, pero tampoco puedo castigarlo. No puede ser de otro modo: cuando se corta leña ya se sabe que vuelan astillas.

Miró de nuevo el escrito y añadió, sin dejar de mover la cabeza:

—¡Oh, ese formulismo alemán!

Guerra y paz
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