XXXIII
La acción principal de la batalla tuvo lugar en un espacio de dos kilómetros y medio, entre Borodinó y las fortificaciones de Bagration. (Fuera de ese espacio, hacia el mediodía, los rusos pusieron en acción la caballería de Uvárov; por otra parte, más allá de Utitsa, se produjo el choque de Poniatowski con Tuchkov, pero fueron dos acciones aisladas y débiles en comparación con lo que estaba ocurriendo en el centro del campo de batalla.)
Entre Borodinó y las fortificaciones de Bagration, cerca del bosque, en un terreno descubierto y visible por ambas partes, la acción principal de la batalla se desenvolvió del modo más sencillo y sin artificio alguno. La batalla comenzó por un cañoneo recíproco de cientos de cañones.
Luego, cuando el humo se hubo extendido por todo el campo, protegidas por ello, a la derecha (del lado de los franceses), las divisiones de Dessaix y Compans atacaron las fortificaciones izquierdas rusas; y por la izquierda, los regimientos del virrey avanzaron sobre Borodinó.
El reducto de Shevardinó, donde se encontraba Napoleón, estaba a un kilómetro de las fortificaciones rusas y a más de dos, en línea recta, de Borodinó. Por eso, Napoleón no podía ver lo que estaba sucediendo allí, tanto más que el humo de las descargas, confundiéndose con la niebla, lo cubría todo. Los soldados de la división de Dessaix, que avanzaban hacia las primeras posiciones rusas, sólo fueron visibles cuando descendieron al barranco que los separaba de las fortificaciones rusas. Después, el humo de la fusilería y artillería se hizo en esas posiciones tan denso que ocultó por completo la otra vertiente del barranco. A través del humo podía distinguirse algo negro, probablemente soldados, y, a veces, el resplandor de las bayonetas. Pero desde el reducto de Shevardinó era imposible distinguir si avanzaban o estaban inmóviles, si eran rusos o franceses.
El sol se levantó luminoso y lanzaba sus rayos oblicuos directamente al rostro de Napoleón, que miraba las fortificaciones protegiéndose los ojos con la mano. El humo cubría las posiciones contrarias, y tan pronto parecía que era el humo el que se movía como que eran soldados los que avanzaban. De vez en cuando, entre el ruido de las descargas, se oían gritos, pero era imposible comprender lo que ocurría.
Napoleón, de pie en el altozano, miraba a través de un anteojo; por el pequeño objetivo veía humo y hombres: unas veces los suyos y otras los rusos. Pero al mirar a simple vista no se daba cuenta de dónde estaba lo que acababa de ver.
Bajó del túmulo y se puso a caminar de un lado a otro. De cuando en cuando se detenía a escuchar el cañoneo y volvía los ojos hacia el campo de batalla.
Era imposible comprender lo que sucedía; no ya desde el sitio donde se hallaba Napoleón, ni desde el túmulo donde estaban algunos de sus generales, sino en las mismas avanzadas, donde tan pronto se veían, juntos como separados, rusos y franceses, soldados muertos y vivos, hombres espantados o enloquecidos. Durante varias horas, entre ininterrumpidas descargas de fusiles y cañones, tan pronto aparecían los rusos en aquel lugar como los franceses; bien soldados de infantería como de caballería. Aparecían, disparaban, chocaban unos contra otros, gritaban y retrocedían sin saber qué hacer.
Desde el campo de batalla galopaban continuamente hacia Napoleón los ayudantes que él había mandado y oficiales de órdenes de sus mariscales, que le traían informes sobre la marcha de los acontecimientos. Informes que eran falsos en su totalidad, pues en plena batalla es imposible decir qué ocurre en un momento determinado, además de que muchos de aquellos ayudantes no llegaban al verdadero terreno del combate, sino que transmitían lo que habían oído a otros, y aparte de que, mientras recorrían los dos o tres kilómetros que los separaban de Napoleón, las circunstancias habían cambiado y la noticia que llevaban ya era falsa. Un ayudante llegó de parte del virrey anunciando la caída de Borodinó y el puente de Kolocha en manos francesas. Preguntó a Napoleón si daba la orden de atravesar el río. El Emperador ordenó que sus tropas se situaran en la otra orilla y esperaran allí. Pero no sólo cuando Napoleón daba esa orden, sino también cuando el ayudante salía de Borodinó, el puente había sido recobrado de nuevo por los rusos, que lo habían incendiado, hecho en el cual había participado Pierre al comienzo mismo de la batalla.
Otro ayudante, pálido y asustado, anunció a Napoleón que el ataque de las fortificaciones había sido rechazado, que Compans fue herido y Davout muerto. En realidad, mientras comunicaban esto al ayudante ese sector fue conquistado por otra unidad y Davout no estaba más que ligeramente herido. Guiándose por esos falsos informes, Napoleón daba órdenes que ya habían sido cumplidas antes de que él las hubiera dado o que no podían llevarse a cabo.
Los mariscales y generales que estaban más cerca del campo de batalla pero que, como Napoleón, no intervenían en ella y sólo raras veces se ponían al alcance de las balas tomaban decisiones sin consultar para nada al Emperador hacia dónde y desde dónde debían disparar, hacía dónde debía dirigirse la caballería y en qué dirección debían huir los soldados. Pero esas órdenes, igual que las de Napoleón, se ejecutaban pocas veces y muy parcialmente. De ordinario, ocurría lo contrario de lo que habían ordenado. Los soldados a los que se mandaba avanzar, al verse bajo el fuego de metralla retrocedían rápidamente; los que tenían orden de permanecer en sus puestos, cuando veían aparecer inesperadamente a los rusos, unas veces retrocedían y otras se echaban adelante, y la caballería francesa perseguía al enemigo sin haber recibido orden de hacerlo. Así, dos regimientos de caballería atravesaron el barranco de Semiónovskoie y, apenas subieron la pendiente opuesta, volvieron grupas a todo correr y regresaron a sus posiciones. Lo mismo hacían los soldados de infantería, avanzando a veces hacia un punto completamente distinto del que se les había ordenado.
Todas las órdenes para mover los cañones, desplazar las tropas de infantería, disparar o lanzar la caballería contra los rusos procedían de los jefes de unidad, que no pedían consejo, no ya a Napoleón, sino ni siquiera a Ney, Davout o Murat.
No tenían miedo al castigo por no cumplir una orden o haberla dado por su propia iniciativa, puesto que en un combate está en juego lo que el hombre más aprecia: su propia vida, y unas veces parece que la salvación está en la fuga y otras en el avance. Esos hombres procedían de acuerdo con el momento presente en el ardor de la pelea; y, en realidad, todos esos movimientos hacia delante y hacia atrás no mejoraban ni empeoraban la situación. Todas aquellas incursiones y choques recíprocos apenas los perjudicaban, ya que el daño, la muerte y la mutilación los causaban los proyectiles y las balas que volaban por todo el espacio donde esos hombres se movían alocadamente. Tan pronto como salían del espacio donde volaban proyectiles y balas, los jefes que estaban detrás de ellos los reorganizaban, recurriendo a la disciplina, y por el influjo de dicha disciplina los introducían de nuevo en la zona del fuego en la cual (debido al miedo a morir) olvidaban la disciplina y se movían por el casual estado de ánimo de la muchedumbre.