VI
El viejo conde volvió a casa. Natasha y Petia prometieron no tardar; pero, como era temprano aún, la caza prosiguió. Hacia media tarde, los perros fueron llevados a un barranco cubierto de árboles jóvenes. Nikolái, desde un sembrado, veía a todos sus cazadores.
Enfrente de Nikolái se extendía el verde centeno de otoño y estaba allí un cazador suyo, solo en una hoya tras el ramaje de un avellano. Acababan de soltar los perros y Nikolái reconoció el ladrido peculiar de Voltom, uno de los suyos; otros tan pronto ladraban como callaban y volvían a ladrar. Poco después, en el barranco, se anunció la aparición de un zorro y toda la jauría se lanzó revuelta a los sembrados, apartándose de Rostov.
Nikolái veía a los picadores con gorros rojos por el borde del barranco; veía también a los perros, y a cada momento esperaba que apareciese el zorro en el lado opuesto.
El montero que estaba escondido en la hoya soltó a los perros y Nikolái vio entonces un extraño zorro rojizo, de patas cortas, que con la cola flotante corría rápido sobre el campo verde. Los perros se lanzaron en su persecución. Se acercaron. El zorro, agitando su gruesa cola esponjosa, daba vueltas en círculos cada vez más estrechos; un perro blanco desconocido se lanzó sobre la presa; lo siguió otro, negro; hasta que todo se hizo una confusión. Después los perros, formando como una estrella con sus cuartos traseros, y casi sin moverse, quedaron inmóviles. Dos cazadores acudieron allí, uno de gorro colorado y otro, un desconocido, de caftán verde.
“¿Qué es eso? ¿De dónde ha salido ese cazador? —pensó Nikolái—. No es de los hombres del tío.”
Los cazadores se adueñaron del zorro y permanecieron un buen rato de pie. Junto a ellos estaban los caballos ensillados y los perros tumbados. Los cazadores agitaban los brazos y hacían algo con el zorro. Resonó desde allí la llamada del cuerno: la señal convenida para notificar una disputa.
—Es un cazador de Ilaguin, que se está peleando con nuestro Iván— explicó el palafrenero a Nikolái. Éste lo envió en busca de sus hermanos y con ellos se dirigió al lugar donde los monteros reunían a los perros. Algunos cazadores corrieron al lugar de la disputa. Nikolái bajó del caballo y esperó con Natasha y Petia nuevas sobre el incidente.
El que se había peleado, sin dejar de la mano el zorro, se aproximó a su amo. Lejos todavía, se quitó el gorro e intentó hablar con respeto. Pero estaba pálido y jadeante, y su rostro llameaba de cólera. Traía un ojo tumefacto, pero seguramente ni se había dado cuenta.
—¿Qué ha pasado?— preguntó Nikolái.
—¡Están cazando sobre los rastros de nuestros perros! Ha sido mi perra gris la que ha cogido al zorro… ¡No quieren entrar en razón! Querían llevarse la pieza, pero lo aticé y bien con ese mismo zorro. Aquí lo tengo bien sujeto. ¡A lo mejor esto le gusta más!— dijo el cazador, echando mano al puñal, como si todavía hablase con el contrario.
Sin entrar en conversación con el cazador, Nikolái rogó a su hermana y a Petia que lo esperaran allí y se dirigió a donde estaban los de Ilaguin.
El cazador victorioso se mezcló con los demás cazadores y, rodeado por sus amigos, volvió a contar lo sucedido.
Lo ocurrido era lo siguiente: Ilaguin, con quien los Rostov estaban reñidos y sostenían un pleito, estaba cazando en terrenos que, por derecho de costumbre, pertenecían a los Rostov; y ahora, como a propósito, había ordenado a los suyos que se acercaran al coto donde estaban cazando los Rostov y había permitido que un cazador suyo lanzara a los perros detrás de una pieza no levantada por ellos.
Nikolái no había visto nunca a Ilaguin, pero, ignorando como siempre el término medio, guiándose por los rumores que corrían acerca de la violencia y la arbitrariedad de aquel terrateniente, lo detestaba con toda su alma y lo consideraba su peor enemigo. Encolerizado y nervioso, se acercó, sujetando fuertemente la fusta, dispuesto a los actos más enérgicos y peligrosos.
Tan pronto como salió del bosque vio a un corpulento señor con gorro de castor, montado en un hermoso caballo negro, que venía hacia él acompañado de dos caballerizos.
En vez del enemigo que pensaba, Rostov encontró en Ilaguin a un respetable y cortés caballero que sentía grandes deseos de conocer al joven conde. Al acercarse Nikolái, Ilaguin se quitó el gorro de castor y manifestó que lamentaba mucho lo sucedido y que daría orden de castigar al cazador que se había permitido entrometerse en la cacería del vecino; por último, rogó a Nikolái que lo considerase amigo y le ofreció sus terrenos para la caza.
Natasha, temerosa de que su hermano hiciera algo terrible, lo seguía de cerca. Y al ver que ambos adversarios se saludaban amigablemente se acercó a ellos. Ilaguin alzó aún más su gorro de castor para saludar a Natasha y, con una sonrisa amable, dijo que la condesa se parecía a Diana, debido tanto a su pasión por la caza como a su belleza, de la que había oído hablar mucho.
Ilaguin, para reparar la falta de su cazador, insistió en que Rostov pasara a su vedado, distante un kilómetro de allí, donde, según él, pululaban las liebres. Nikolái aceptó y el grueso de los cazadores, aumentado al doble, siguió adelante.
Para llegar a los terrenos de Ilaguin había que atravesar los campos sembrados. Los amos iban juntos. El tío, Nikolái e Ilaguin miraban furtivamente a sus respectivos perros, buscando inquietos en las otras jaurías a los posibles rivales de los suyos.
Rostov quedó especialmente admirado por la estampa de una perra no demasiado grande, delgada, pero de músculos de acero, morro fino, ojos saltones y negros. Nikolái había oído hablar de los perros de raza de Ilaguin y en este magnífico ejemplar de hembra veía una rival de su Milka.
En medio de una seria conversación acerca de las cosechas, entablada por Ilaguin, Rostov señaló a la perra:
—¡Magnífico ejemplar! ¿Es veloz?— preguntó displicente.
—¿Ésa? Sí, es una buena perra. Caza bien— respondió Ilaguin con tono indiferente mirando hacia su hermosa Erza, por la cual un año antes había dado a un vecino tres familias de siervos. —Así pues, conde, ¿este año no recogen mucho grano?— preguntó, reanudando la conversación. Y estimando que sería cortés corresponder a la atención del joven, miró los perros de Rostov y escogió a Milka, que le llamó la atención por la anchura de lomo.
—Esa de manchas negras es buena, ¿verdad?— dijo.
—Sí; no está mal. Corre bastante— replicó Nikolái. “¡Ah, si saltara una liebre! Ya te enseñaría yo lo que vale esta perra”, pensó; y volviéndose a su palafrenero prometió un rublo a quien levantara una liebre en su guarida.
—No comprendo— siguió Ilaguin —por qué otros cazadores son tan celosos de las piezas que cobran y de los perros ajenos; por lo que a mí toca, le diré, conde, que lo que me divierte es pasear en una compañía tan agradable como ustedes… ¿Qué más se puede desear?— y se descubrió de nuevo ante Natasha. —Pero eso de contar las piezas muertas me tiene sin cuidado.
—Sí, claro.
—O disgustarme porque otro perro, y no el mío, sea quien cobra la pieza. Lo que me divierte es ver la caza. ¿No es verdad, conde? Además, yo creo…
—¡Ho-ho-ho!— se oyó en esto el prolongado grito de un ojeador, que se había detenido. Estaba en una ladera y, levantando la fusta, repitió su largo grito: —¡Ho-ho-ho!
El grito y la fusta en alto querían decir que veía una liebre encamada.
—Parece que ha visto una— dijo Ilaguin con indiferencia. —¿Probamos, conde?
—Sí, claro… probaremos juntos— respondió Nikolái, viendo en Erza y en el rojo Rugai del tío dos rivales con los cuales no había tenido ocasión de enfrentar sus perros.
Mientras se acercaba a la liebre, con su tío e Ilaguin, Nikolái pensó: “¿Y si mi Milka queda en ridículo?”
—¿Es grande?— preguntó Ilaguin acercándose al cazador que había visto la liebre; y con cierta inquietud miró y silbó a su Erza.
—¿Y usted, Mijaíl Nikanórovich?— preguntó al tío.
El interpelado, que caminaba con gesto de mal humor, le respondió:
—¿Cómo voy a meterme yo en eso? Ustedes, las cosas claras y adelante, pagan un pueblo por cada perro: son animales de mil rublos. Midan ustedes las fuerzas, que yo me conformo con mirar. ¡Rugai!— gritó a su perro, —¡Rugáiushka!— repitió, expresando sin querer con ese diminutivo su cariño al perro y la esperanza que en él depositaba.
Natasha sentía la emoción oculta de los dos viejos y de su hermano, y ella misma estaba nerviosa.
El cazador seguía en la ladera con la fusta en alto; los amos se acercaron al paso; apartaron a las jaurías de la liebre; también los cazadores habituales se apartaron respetuosos. Todos se movían lentamente y en silencio.
—¿Hacia dónde mira?— preguntó Nikolái, acercándose a cien pasos del cazador que la había visto primero.
Pero antes de que el otro tuviera tiempo de contestar, la liebre, presintiendo la helada del día siguiente, saltó fuera de su madriguera.
Los galgos se lanzaron en su persecución desde las alturas; otros acudían desde todas partes. Los cazadores encargados de las jaurías detuvieron a sus animales, mientras que los encargados de los galgos azuzaban a los suyos. El impasible Ilaguin, Nikolái, Natasha y su tío se lanzaron al galope sin saber adonde, procurando no perder de vista a los perros y a la liebre, vieja y rápida, que corría a pequeños saltos, atenta a los gritos y ruidos que de todas partes le llegaban. Saltó unas cuantas veces, un poco perezosa al principio, dejando que los perros se acercaran y, por último, tras haber elegido bien la dirección y comprendiendo el peligro que se le venía encima, bajó las orejas y salió disparada a increíble velocidad. Iba por un sembrado, pero más allá había un terreno de malezas encharcadas. Los dos perros del cazador que había sido el primero en ver la liebre eran los más próximos y se lanzaron en su persecución. Pero aún se encontraban lejos cuando apareció la roja Erza de Ilaguin, que llegó a la altura de la liebre y, creyendo poder hacer presa en la cola, dio un salto en falso y salió rodando. La liebre enarcó el espinazo y siguió más veloz todavía. Tras Erza saltó la negra y ancha Milka, aproximándose veloz a la liebre.
—Milushka, preciosa— se oyó la voz triunfante de Nikolái.
Milka estaba a punto de caer sobre la liebre y apoderarse de ella; pero la pasó de largo: la liebre había frenado en seco. De nuevo la hermosa Erza acortó el espacio, tratando, para no errar otra vez el golpe, de hacer presa en una pata trasera.
—¡Erzinka, hermanita!— gritaba lloroso Ilaguin con la voz descompuesta.
Pero Erza no atendió las súplicas de su amo; en el mismo instante en que parecía que ya la tenía en su poder, la liebre se escabulló hábilmente y apareció en el límite de las malezas y el sembrado. De nuevo Erza y Milka, como dos caballos emparejados, reanudaron la persecución. La liebre parecía más segura en la linde y a los perros no les era tan fácil acercarse a ella.
—¡Eh, Rugai! ¡Rugáiushka! ¡Las cosas claras y adelante!— gritó entonces una nueva voz.
Y el rojo Rugai, el perro macho, rojo y jorobado del tío, estirándose y arqueando el espinazo, corrió hasta alcanzar a los otros dos animales y los dejó atrás, acercándose con velocidad increíble a la liebre y lanzándola a los matorrales de las charcas; aún atacó otra vez con más rabia entre los sucios hierbajos, hundido hasta las corvas; únicamente se vio cómo caía rodando, sin soltar la liebre, todo cubierto de fango. Un segundo después lo rodeaban los otros perros y a los pocos instantes todos los jinetes se hallaban junto a aquel remolino. El tío, el único feliz, descabalgó y cobró la liebre. La sacudió para que cayera la sangre y miró inquieto, con los ojos errantes, sin saber qué hacer de sus pies y sus manos, mientras hablaba sin darse cuenta de sus palabras y sin dirigirse a nadie: “Vaya, vaya… esto sí que es un perro… Los ha vencido a todos, a los de mil rublos y a los de uno… Esto sí que es un perro —y miraba en derredor, jadeante e irritado, como insultando a alguien, como si los demás fueran sus enemigos, como si todos lo hubiesen ofendido y sólo ahora hubiese podido justificarse—. Ahí tienen los perros de mil rublos”.
—¡Toma, Rugai!— añadió. —¡Te lo has ganado!— y echó al perro una pata que había cortado a la liebre.
—Estaba cansada; ha corrido tres veces ella sola— dijo Nikolái, sin oír a nadie y sin fijarse en si los demás lo escuchaban o no.
—Pero, ¡eso es cazar de través!— comentó el palafrenero de Ilaguin.
—¡Sí, de esa manera, en cuanto ella falló, cualquier perro vulgar lo consigue!— decía Ilaguin, jadeante por la emoción y la carrera.
Natasha, entretanto, entusiasmada y alegre, chillaba de tal manera que aturdía a los cazadores; a su modo expresaba lo mismo que los demás manifestaban con palabras. Y sus chillidos eran tan estridentes que en otras circunstancias ella misma se habría avergonzado y los demás habrían quedado estupefactos. El tío colgó la liebre del arzón y, como reprochando a todos no se sabe qué y con el aire de no querer hablar con nadie, montó de nuevo y marchó solo. Los demás se separaron malhumorados y ofendidos, y sólo pasado bastante tiempo lograron recobrar el aire de fingida indiferencia. Largo tiempo estuvieron mirando a Rugai que, manchada de barro la joroba y con el aire tranquilo de un vencedor, seguía tras el caballo de su amo haciendo tintinear la plaquita de su collar.
A Nikolái le pareció leer en la expresión del perro: “Soy como los demás cuando no se trata de cazar, pero, entonces, no me perdáis de vista”.
Cuando, al cabo de un buen rato, el tío se acercó a Nikolái y le dirigió la palabra, el joven se sintió halagado de que, después de lo sucedido, se dignara todavía hablar con él.