XI
Cada cual se hizo cargo rápidamente de su caballo, le apretó la cincha y ocupó su puesto. Denísov permanecía junto a la garita, dando las últimas órdenes. La infantería pasó delante, chapoteando en el barro, y desapareció rápida entre los árboles, aprovechando la niebla matinal. El capitán de cosacos dio órdenes a los suyos. Petia, impaciente por ponerse en marcha, sujetaba por las riendas a su caballo. Se había lavado con agua fría y su rostro ardía, especialmente los ojos; un escalofrío le recorría la espalda. Todo su cuerpo se estremecía con un temblor rápido y regular.
—¿Está todo listo?— preguntó Denísov. —Vengan los caballos.
Cuando los trajeron, Denísov se enfadó con el cosaco porque la cincha del suyo estaba floja. Después montó. Cuando Petia puso el pie en el estribo, su caballo intentó morderle la pierna, como hacía siempre, pero él montó ágilmente, sin sentir el peso de su cuerpo, miró a los húsares que detrás de él ya se habían puesto en marcha y se acercó a Denísov.
—Vasili Dmítrievich… Le ruego por Dios… que me confíe un mando— dijo.
Denísov parecía haberse olvidado de Petia. Lo miró.
—Lo único que te pido— dijo con severidad —es que me obedezcas en todo y no te metas donde no debas.
Después, en todo el camino, Denísov se mantuvo en silencio sin dirigirle la palabra. Clareaba en el campo cuando llegaron al lindero del bosque. Denísov cambió algunas palabras en voz baja con el capitán y los cosacos desfilaron delante de él y de Petia. Cuando pasaron todos, Denísov espoleó al caballo y fue cuesta abajo. Entre resbalones, apoyándose en las patas traseras, las bestias con sus jinetes descendieron hacia la vaguada. Petia marchaba junto a Denísov. El temblor de su cuerpo iba en aumento. La luz era más intensa y sólo la niebla ocultaba los objetos lejanos. Cuando llegaron abajo Denísov se volvió e hizo un gesto con la cabeza al cosaco que estaba junto a él:
—¡La señal!— dijo.
El cosaco levantó el brazo y sonó un disparo. Inmediatamente se oyó el galopar de los caballos que iban delante, gritos por todas partes y nuevos disparos.
En el instante mismo de comenzar el galope de los caballos y los primeros gritos, Petia sacudió un fustazo al suyo y a rienda suelta, sin hacer caso de Denísov que le gritaba procurando detenerlo, se lanzó hacia delante. Le parecía que en el instante de dar la señal se había hecho pleno día. Corrió hacia el puente detrás de los cosacos. Al llegar, tropezó con un rezagado y siguió adelante. Algunos hombres —evidentemente franceses— cruzaron el camino de derecha a izquierda. Uno de ellos cayó en el fango, a los pies del caballo de Petia.
Cerca de una isba se agrupaban varios cosacos haciendo algo. En medio del grupo se oyó un terrible grito. Cuando llegó allí, lo primero que vio Petia fue el rostro de un francés, pálido y temblando su mandíbula inferior, que sujetaba el asta de una pica apuntada a su pecho.
—¡Hurra!… ¡Muchachos!… ¡Ya son nuestros!…— gritó Petia mientras su caballo galopaba a rienda suelta a lo largo de la calle.
Delante se oían disparos. Los cosacos, los húsares y los andrajosos prisioneros rusos, que acudían corriendo de ambos lados del camino, gritaban de manera incoherente. Un francés joven de rostro enrojecido y colérico, con capote azul y la cabeza descubierta, se defendía de los húsares con la bayoneta. Cuando llegó Petia el francés ya había caído. “Vuelvo a llegar tarde”, cruzó por su mente; y corrió al lugar donde más nutrido era el tiroteo. Los disparos partían del patio de la casa señorial donde estuvo por la noche con Dólojov. Los franceses se defendían detrás de la valla del jardín y, apostados entre los numerosos y espesos arbustos, disparaban contra los cosacos que se habían reunido cerca del portalón. Al acercarse Petia vio entre el humo de la pólvora a Dólojov, quien, con rostro pálido de tinte verdoso, gritaba:
—¡Dad la vuelta! ¡Esperad a la infantería!
—¿Esperar?… ¡Hurra!— gritó Petia.
Y sin aguardar un instante se lanzó al galope hacia el sitio de donde venían los disparos y donde el humo de la pólvora era más intenso.
Sonó una descarga. Silbaron unas balas vacías en el aire y otras acertaron en el blanco. Los cosacos y Dólojov irrumpieron en el patio detrás de Petia. En medio de la humareda algunos franceses arrojaban sus armas y otros salían de entre los arbustos hacia los cosacos o bien huían cuesta abajo en dirección al estanque. Petia seguía galopando por el patio de la casa, y en vez de sujetar las bridas movía extrañamente los brazos y se ladeaba cada vez más. El animal se detuvo de golpe al tropezar con una hoguera casi apagada y Petia cayó pesadamente sobre la tierra húmeda. Los cosacos vieron cómo se estremecían sus brazos y piernas, aunque la cabeza permanecía inmóvil. Una bala la había atravesado.
Después de haber parlamentado con un oficial superior francés, que había salido de la casa con un pañuelo atado a la espada manifestando que se rendían, Dólojov bajó del caballo y se acercó a Petia, que permanecía inmóvil con los brazos extendidos.
—¡Está acabado!— dijo frunciendo el ceño y salió al encuentro de Denísov, que en aquel momento llegaba a la puerta.
—¿Muerto?— gritó Denísov, al ver a lo lejos el cuerpo de Petia en aquella postura sin vida que tan bien conocía.
—¡Está acabado!— repitió Dólojov, como si le causara un gran placer pronunciar esas palabras. Y se dirigió con paso rápido a los franceses, que estaban rodeados de cosacos a pie. —¡No haremos prisioneros!— gritó a Denísov.
Denísov no contestó; se acercó a Petia, echó pie a tierra y con manos temblorosas volvió hacia sí el rostro ya pálido del joven, manchado de sangre y barro.
“Estoy acostumbrado a comer algún dulce… son unas pasas excelentes… Coman, señores, coman…”, recordó.
Los cosacos se volvieron extrañados al oír aquel ruido, semejante al ladrido de un perro, con que Denísov se separó del cadáver, se aproximó a la cerca y se apoyó en ella.
Entre los prisioneros rusos liberados por Dólojov y Denísov estaba Pierre Bezújov.