VII

Dos granadas enemigas habían pasado sobre el puente, donde reinaba gran confusión. El príncipe Nesvitski, de pie en la mitad del puente, había sido empujado contra el pretil. De vez en cuando se volvía sonriente al cosaco que permanecía atrás llevando los dos caballos por la brida. Cada vez que el príncipe Nesvitski quería avanzar, los soldados y los carros volvían su grueso cuerpo contra el pretil; pero la sonrisa no lo abandonaba.

—¡Eh, amigo!— dijo el cosaco a un soldado que guiaba un furgón y metía ruedas y caballos sobre las aglomeraciones de la infantería. —¡Cómo eres! ¿No puedes esperar? ¿No ves que el general quiere pasar?

Pero el conductor del furgón, sin hacer caso al título de “general”, gritó a los soldados que le impedían el paso:

—¡Eh, paisanos! ¡Echaos hacia la izquierda!

Pero los paisanos, hombro con hombro, seguían avanzando como una masa compacta entre una confusión de bayonetas enganchadas entre sí. El príncipe Nesvitski miró desde el pretil del puente las aguas del Enns, que, pequeñas, rápidas y tumultuosas, contorneaban los pilotes y volvían, adelantándose unas a otras. Pero cuando miraba hacia el puente veía soldados, parecidos unos a otros, gorros, quepis, mochilas, bayonetas, largos fusiles y, bajo los quepis, rostros —con mejillas hundidas y anchos pómulos que expresaban cansancio y despreocupación, pies que se movían en el pegajoso fango amontonado en las tablas del puente. De vez en cuando se destacaba sobre la masa soldadesca algún oficial con capa, de rostro diferente del de los demás, como una salpicadura de blanca espuma. A veces, las olas de la infantería se llevaban por el puente, igual que gira una astilla en las aguas, a un húsar a pie, un ordenanza o un vecino del pueblo; en otras ocasiones era el carruaje de la compañía o de algún oficial, lleno hasta los topes y tapado con pieles, el que cruzaba el puente rodeado de agua por todas partes, igual a un tronco rodeado por el río.

—Es como si se hubiera roto un dique— dijo el cosaco, deteniéndose desesperado. —¿Quedáis todavía muchos?

—Un millón menos uno— respondió burlón un soldado que pasaba cerca con el capote roto, guiñándole un ojo.

Detrás venía otro soldado ya viejo.

—Si el enemigo empieza a disparar ahora sobre el puente— comentó volviéndose con aire sombrío a un compañero —no te quedarán ganas de rascarte.

También este soldado viejo pasó. Detrás, sobre una carreta, venía otro.

—¿Dónde demonios habrás metido los peales?— preguntaba un asistente que corría tras la carreta y buscaba en las bolsas traseras.

También ellos pasaron.

Venían después unos soldados alegres, evidentemente bebidos.

—¡Menudo golpe le dio el amigo con la culata en la boca!— decía alegremente un soldado que, con el capote muy subido, agitaba una mano.

—Parece que sepa lo bien que sabe el jamón— replicó el otro riendo.

Y pasaron tan rápidamente que Nesvitski no pudo saber a quién habían golpeado en la boca ni qué significaba lo del jamón.

—¡Vaya prisa que llevan! Han disparado con cartuchos de fogueo y pensáis que os van a matar a todos— ahora hablaba un suboficial, que reprochaba enfadado a sus hombres.

—Cuando la granada pasó tan cerca, abuelo, me quedé medio muerto— comentaba un joven soldado de enorme boca, conteniendo a duras penas la risa. —Te juro que me asusté de veras— y parecía jactarse de su propio miedo.

También éste pasó. Detrás venía un carro distinto de los demás. Era un carro alemán tirado por dos caballos y parecía llevar dentro una casa entera. Tras el carro, conducido por un alemán, iba una vaca de ubres enormes. Dentro del carro, sentadas sobre un edredón, iban una mujer con un niño de pecho, una anciana y una robusta muchacha alemana de rubicundo rostro. Estos paisanos habían conseguido evidentemente un permiso especial para pasar con las tropas. Los ojos de todos los soldados estaban fijos en las mujeres, y mientras el carro avanzaba despacio, paso a paso, todos sus comentarios se referían a ellas.

En todos los rostros vagaba la misma sonrisa, suscitada por los licenciosos pensamientos que provocaba la mujer.

—¡Mira! También se va el salchicha.

—¡Véndeme a la madre!— dijo, subrayando la última palabra, un soldado al alemán, quien, con los ojos en el suelo, avanzaba a grandes pasos, lleno de cólera y de miedo.

—¡Diablos! ¡Qué bien vestida va!

—Debías alojarte en su casa, Fedótov.

—Ya he visto muchas, amigo.

—¿Adónde van?— preguntó un oficial de infantería, que mordisqueaba sonriente una manzana sin dejar de mirar a la hermosa muchacha.

El alemán cerró los ojos para dar a entender que no comprendía.

—¿La quieres? ¡Tómala!— dijo el oficial, tendiendo la manzana a la joven. Ella sonrió y la cogió.

Nesvitski, como todos cuantos estaban en el puente, no apartó los ojos de las mujeres mientras pasaban; luego vinieron otros soldados, con las mismas conversaciones, y poco después todo se detuvo. Como suele ocurrir, a la salida del puente se habían puesto tozudos los caballos de un carro de compañía y todos hubieron de esperar.

—¿Por qué se detienen ahora? ¡No hay orden!— gritaban los soldados. —¿Por qué empujas? ¡Diablo! ¿No puedes esperar? Peor será cuando incendien el puente. ¡Estáis aplastando a un oficial!— gritaban desde diversas partes, mirándose unos a otros y empujando todos hacia la salida del puente.

Nesvitski se había vuelto para mirar las aguas del Enns cuando oyó de pronto un sonido nuevo para él, de algo voluminoso, que se acercaba rápidamente… y cayó chapoteando en el agua.

—¡Mira adonde apuntan!— dijo muy serio un soldado que estaba cerca, volviéndose hacia el lugar del ruido.

—¡Nos animan para que pasemos antes!— comentó, inquieto, otro.

La muchedumbre se puso en marcha de nuevo. Nesvitski comprendió que era un disparo de cañón.

—¡Eh, cosaco! ¡El caballo!— gritó. —Vosotros, apartaos, apartaos, ¡paso!

Llegó con gran esfuerzo hasta su caballo y, sin dejar de gritar, avanzó entre los soldados. Éstos se apretaban para abrirle camino, pero de nuevo volvían a empujarlo; sintió dolor en una pierna; y no tenían la culpa los más próximos, que a su vez eran apretujados con mayor fuerza aún por los que venían detrás.

—¡Nesvitski! ¡Nesvitski! ¡Oye, jeta fea!— gritó a sus espaldas una bronca voz.

Se volvió Nesvitski y vio a quince pasos de sí, entre la masa de la infantería en movimiento, a Vaska Denísov, colorado, negro, con el pelo revuelto, la gorra sobre la nuca y el dormán echado al desgaire sobre un hombro.

—¡Manda a esos demonios que dejen pasar!— gritaba enfurecido Denísov; sus ojos inquietos brillaban, negros como el carbón; con su pequeña mano, roja igual que la cara, agitaba el sable envainado.

—¡Eh, Vaska! ¿Qué le pasa?— respondió alegremente Nesvitski.

—El escuadrón no puede pasar— vociferó Vaska Denísov, mostrando rabiosamente sus blancos dientes y espoleando a su hermoso potro negro, Beduino, que, entre empujones y bayonetas, movía las orejas y golpeaba con los cascos la madera del puente, bufando y salpicando de espuma a cuantos lo rodeaban, dispuesto a saltar el pretil si su dueño se lo hubiese consentido.

—¿Qué es esto? ¡Parecen borregos, verdaderos borregos! ¡Fuera!… ¡Paso!… ¡Quieto ahí, carro del demonio! ¡Voy a acabar con todos a sablazos!— gritaba Denísov. Y sin esperar más, desenvainó el sable y empezó a blandirlo por encima de los soldados.

Éstos, asustados, se apretujaron más aún y Denísov pudo unirse a Nesvitski.

—¿Cómo es que no estás borracho hoy?— preguntó Nesvitski cuando tuvo cerca a Denísov.

—No te dan tiempo ni para beber— respondió Vaska Denísov. —Todo el día está el regimiento de acá para allá. Si hay que luchar, empecemos; porque así ni el diablo sabe lo que hacemos.

—¡Qué elegante estás hoy!— comentó Nesvitski mirando el dormán nuevo de Denísov y los arreos de su caballo.

Denísov sonrió; sacó de la bolsa un pañuelo perfumado y lo acercó a la nariz de Nesvitski.

—¿Qué quieres que haga? Voy al combate; ya lo ves, me he afeitado, me he limpiado los dientes y me he perfumado.

El aspecto imponente de Nesvitski, acompañado de su cosaco, y la energía de Denísov, que seguía gritando y blandiendo el sable, hicieron tal efecto que pudieron llegar al término del puente y detener la infantería. Junto a la salida, Nesvitski encontró al coronel a quien debía comunicar las órdenes; y una vez hecho esto, volvió sobre sus pasos.

Ya despejado el camino, Denísov se detuvo a la entrada del puente. Sujetó sin esforzarse al potro que relinchaba impaciente por acercarse a los suyos y miró al escuadrón que venía a su encuentro. El ruido metálico de los cascos resonó sobre las tablas del puente, como si algunos caballos avanzaran al galope, y el escuadrón, con sus oficiales al frente y los hombres en filas de a cuatro, se extendió sobre el puente y comenzó a salir.

Los de infantería, obligados a detenerse, apretujados sobre el revuelto fango de las tablas, miraban a los húsares apuestos, limpios, elegantes, que desfilaban gallardos, con ese sentimiento de animadversión, lejanía y burla tan frecuente cuando se encuentran distintas armas del ejército:

—¡Mira qué elegantes van esos muchachos!— comentaban. —Como si estuvieran pasando revista.

—Éstos sirven para poco. Los llevan para exhibirlos tan sólo— decía otro.

—¡Eh, infantería, no levantéis polvo!— bromeó un húsar cuyo caballo salpicó de barro a un infante cercano.

—¡Tendrías que hacer dos marchas con la mochila al hombro! ¡Ya verías en qué quedaba tanta presunción!— respondió el soldado, limpiándose con la manga el barro de la cara. —¡Fijaos en él, no es un hombre, es un pájaro!

—¡Si tú montases, Zikin, estarías precioso!— bromeó un cabo dirigiéndose a un soldado flaco que avanzaba encorvado bajo el peso de la mochila.

—Si te pones un palo entre las piernas tendrás caballo— terció el húsar.

Guerra y paz
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