XX
Desde aquella primera noche cuando Natasha —después de la marcha de Pierre— había dicho a la princesa María, con alegre e irónica sonrisa: “Tiene el aspecto de uno que acaba de salir del baño, y la levita, el cabello cortado…”, desde aquel momento despertó en su alma algo oculto, pero invencible y desconocido para ella misma.
Como por arte de magia, todo cambió en ella: el rostro, el modo de andar, la mirada, la voz. La fuerza de la vida, la esperanza de ser feliz brotó a la superficie exigiendo ser satisfecha. Desde aquel día Natasha pareció olvidar todo lo ocurrido. Ni una sola vez se lamentó de su suerte, ni volvió a decir una palabra sobre el pasado, y ya no temía hacer proyectos jubilosos para el porvenir. Hablaba poco de Pierre, pero cuando la princesa María pronunciaba su nombre, una luz, apagada hacía mucho tiempo, brillaba en sus ojos y sus labios se plegaban en una extraña sonrisa.
El cambio producido en Natasha asombró en un principio a la princesa; pero cuando comprendió el motivo, le produjo tristeza. “¿Tan poco amaba a mi hermano, que ha podido olvidarlo tan pronto?”, se preguntaba al pensar, cuando estaba sola, en la evolución de Natasha. Pero al verla no sentía enfado alguno ni le hacía el menor reproche. Esa fuerza vital que despertaba en Natasha y se adueñaba de ella era, evidentemente, tan incontenible, tan inesperada para ella misma, que la princesa María sentía en su presencia que ni siquiera en lo más íntimo de su ser tenía derecho a reprocharle nada.
Natasha se entregó con tal plenitud y sinceridad al nuevo sentimiento que ni siquiera trataba de ocultar que ahora no sentía pena, sino alegría y contento.
Cuando, después de las explicaciones con Pierre, la princesa subió a su habitación, Natasha la esperaba en el umbral.
—¿Te lo ha dicho? ¿Sí? ¿Te lo ha dicho?— repetía.
Y una expresión gozosa y a la vez dolorida, como si pidiera perdón por su alegría, se reflejó en su rostro.
—Tuve la tentación de escuchar detrás de la puerta, pero sabía que tú me lo dirías.
Por comprensible y conmovedora que fuese para la princesa María la mirada que le dirigía Natasha, a pesar de la piedad que le causaba su emoción, esas palabras, al principio, la hirieron. Recordó a su hermano y su amor.
“Pero, ¡qué se va hacer! Ella no puede ser distinta”, pensó después. Y con una expresión triste y algo severa le contó cuanto había dicho Pierre. Cuando supo que él se marchaba a San Petersburgo, Natasha pareció asombrada.
—¿A San Petersburgo?— repitió, como si no entendiera. Pero notando la tristeza de la princesa y adivinando el motivo, rompió de pronto a llorar. —¡Marie!— dijo. —Dime qué debo hacer. Tengo miedo de ser mala. Haré lo que tú me digas. Enséñame…
—¿Lo quieres?
—Sí— murmuró Natasha.
—Entonces, ¿por qué lloras? Me siento feliz por ti— dijo la princesa, a quien esas lágrimas hicieron perdonar por completo la alegría de Natasha.
—No será pronto, pasará tiempo— dijo Natasha. —¡Pero imagínate nuestra felicidad cuando yo sea su mujer y tú te cases con Nikolái!
—Natasha, te había suplicado que no hablaras nunca de eso. Será mejor que hablemos de ti.
Las dos callaron unos segundos.
—Pero ¿por qué se va a San Petersburgo?— dijo de pronto Natasha, y ella misma se contestó rápidamente: —No, no, debe ser así… ¿No es verdad, Marie? Debe ser así…