XII
—Mon cher Borís— dijo la princesa Anna Mijáilovna cuando el coche de la condesa Rostova que los conducía hubo cruzado la calle cubierta de paja y entraba en el amplio patio del conde Kiril Vladimírovich Bezújov, —mon cher Borís— repitió la madre, sacando la mano del gastado abrigo y poniéndola con tímido y cariñoso gesto en el brazo del hijo, —sé afectuoso y atento; el conde Kiril Vladimírovich es tu padrino y de él depende tu porvenir. No lo olvides, mon cher, sé todo lo amable que puedas, como tú sabes serlo…
—Si supiera que iba a resultar algo más que una humillación…— respondió el hijo fríamente. —Pero he prometido hacerlo y lo haré por usted.
Aunque había una carroza detenida frente a la escalinata, el portero examinó de pies a cabeza a la madre y al hijo (que sin hacerse anunciar entraban directamente en el vestíbulo de vidrieras, entre dos hileras de estatuas colocadas en sus nichos) y viendo el viejo abrigo de Anna Mijáilovna les preguntó a quién deseaban ver: si a las condesas o al conde. Al responderle ellos que al conde, informó que Su Excelencia estaba peor y no recibía a nadie.
—Podemos irnos— dijo Borís en francés.
—Mon cher— replicó la madre con voz suplicante, tocando de nuevo la mano de su hijo, como si sólo con el contacto pudiese calmarlo o animarlo.
Borís calló y, sin quitarse el abrigo, miró a su madre con gesto interrogativo.
—Amigo— prosiguió Anna con voz muy tierna, volviéndose al portero, —sé que el conde Kiril Vladimírovich está muy enfermo… por eso he venido… Soy pariente suya y no molestaré, amigo…, pero necesito ver al príncipe Vasili Serguéievich; está alojado aquí. Anúnciame, por favor.
El portero malhumorado tiró de la campanilla y se apartó.
—La princesa Drubetskaia para el príncipe Vasili Serguéievich— gritó al criado vestido de frac, medias y zapatos de hebilla, que acudió al rellano superior y miraba desde lo alto de la escalera.
La madre compuso lo mejor que pudo los pliegues de su vestido de seda teñida, se miró en el gran espejo de Venecia colgado en la pared y, animosamente, con sus desgastados zapatos, avanzó por la alfombra de la escalera.
—Mon cher, vous m’avez promis…[76]— dijo de nuevo a su hijo, tocándolo en el brazo.
Borís la seguía dócilmente, con los ojos bajos.
Entraron en la sala, una de cuyas puertas conducía a las habitaciones destinadas al príncipe Vasili.
Cuando madre e hijo, llegados al centro de la estancia, iban a preguntar el camino al viejo criado que se había puesto en pie al verlos entrar, giró la manilla de bronce de una de las puertas y el príncipe Vasili, ataviado en plan casero con una chaqueta de terciopelo y una sola condecoración, salió acompañando a un señor bien parecido, de cabellos negros. Era Lorrain, el célebre médico de San Petersburgo.
—C’est donc positif?[77]— preguntó el príncipe.
—Mon prince, “errare humanum est”, mais…— replicó el médico pronunciando con acento francés las palabras latinas.
—C’est bien, c’est bien…
Y reparando en Anna Mijáilovna y en su hijo, el príncipe Vasili, con un saludo, despidió al médico y, en silencio pero con un gesto de interrogación, se aproximó a ellos. Borís notó que los ojos de su madre expresaron de pronto un profundo dolor y sonrió levemente.
—En qué tristes circunstancias nos encontramos, príncipe… Dígame, ¿cómo se encuentra nuestro querido enfermo?— preguntó Anna Mijáilovna como si no reparase en la mirada fría y ofensiva fijada en ella.
El príncipe Vasili la miró interrogativo, como perplejo, y se volvió después hacia Borís, quien lo saludó cortésmente.
Sin responder al saludo, el príncipe Vasili se volvió de nuevo hacia Anna Mijáilovna y contestó a su pregunta con un movimiento de cabeza y labios que quería decir: “No hay ninguna esperanza de curación”.
—¿Es posible?— exclamó Anna Mijáilovna. —¡Oh, es terrible! Da miedo pensar…— y añadió señalando a Borís: —Es mi hijo. Quería agradecerle personalmente…
Una vez más, Borís saludó correctamente.
—Crea, príncipe, que el corazón de una madre no olvidará nunca lo que hizo por nosotros.
—Me alegro de haber podido complacerla, querida Anna Mijáilovna— dijo el príncipe Vasili ajustando la chorrera y dándose mucha mayor importancia ante su protegida aquí en Moscú que en la velada de Annette Scherer en San Petersburgo. —Procure servir fielmente y ser digno de la carrera de las armas— añadió severamente, volviéndose a Borís. —Me alegro… ¿Está aquí de permiso?— preguntó con su tono indiferente.
—Excelencia, espero órdenes para dirigirme a mi nuevo destino— respondió Borís, sin mostrar disgusto por el tono rudo del príncipe ni deseos de entablar conversación, pero con tal tranquilidad y respeto que el príncipe lo miró con fijeza.
—¿Vive con su madre?
—Vivo en casa de la condesa Rostova— replicó Borís. Y añadió: —Excelencia.
—Es aquel Iliá Rostov que se casó con Natalia Shinshina— explicó Anna Mijáilovna.
—Lo sé, lo sé— dijo el príncipe Vasili con monótona voz. —Je n’ai jamais pu concevoir comment Nathalie s’est décidé à épouser cet ours mal léché! Un personnage complétement stupide et ridicule. Et joueur, à ce qu’on dit.[78]
—Mais tres brave homme, mon prince[79]— observó Anna Mijáilovna, sonriendo tiernamente, como dando a entender que el conde Rostov merecía esa opinión, pero que ella pedía indulgencia para el pobre viejo. —¿Qué dicen los médicos?— preguntó la princesa tras un breve silencio, mientras su rostro lacrimoso expresó de nuevo un profundo dolor.
—Pocas esperanzas— dijo el príncipe.
—¡Y yo que habría querido agradecer una vez más a mi tío todo el bien que nos ha hecho a Borís y a mí! C’est son filleul[80]— añadió, como si creyese que esta noticia alegraría extraordinariamente al príncipe.
El príncipe Vasili reflexionó unos instantes y frunció el ceño. Anna Mijáilovna comprendió que temía hallarse con un rival para el testamento del conde Bezújov y se apresuró a tranquilizarlo.
—Si no fuese por mi sincero afecto y devoción por el tío…— dijo acentuando estas últimas palabras con firmeza y negligentemente; —conozco su noble carácter, tan recto, pero las condesas quedan solas con él… son todavía tan jóvenes…— inclinó la cabeza y dijo a media voz: —¿Ha cumplido sus últimos deberes, príncipe? ¡Qué preciosos son esos últimos momentos! Eso no le hará daño; es preciso prepararlo, si se encuentra tan mal. Nosotras las mujeres, príncipe— y sonrió con ternura, —sabemos siempre cómo hablar de esas cosas. Es necesario que yo lo vea, por triste que sea para mí, pero ya estoy acostumbrada a sufrir.
El príncipe comprendió, como había entendido en la velada de Annette Scherer, que sería difícil desembarazarse de Anna Mijáilovna.
—¿No resultará penosa para el enfermo, querida Anna Mijáilovna, esa entrevista? Esperemos hasta la tarde, el médico anuncia una crisis.
—Pero príncipe…, no se puede esperar cuando se llega a ciertos extremos. Pensez, il y va de la salut de son âme… Ah! c’est terrible, les devoirs d’un chrétien…[81]
Se abrió la puerta de una de las habitaciones interiores y apareció una de las princesas, sobrinas del conde. Tenía un aspecto sombrío y gélido y su cuerpo, del cuello al talle, asombraba por su largura comparada con las piernas.
El príncipe Vasili se volvió a ella.
—¿Cómo sigue?
—Igual. Y cómo quiere, con ese ruido…— dijo la princesa, mirando a Anna Mijáilovna como a una desconocida.
—Ah, chère, je ne vous reconnaisais pas!— irrumpió con una feliz sonrisa Anna Mijáilovna, acercándose con ligeros pasos a la sobrina del conde. —Je viens d’arriver et je suis à vous pour vous aider à soigner “mon oncle”… J’imagine combien vous avez souffert— añadió, levantando al cielo sus ojos llenos de compasión.[82]
La princesa no contestó, ni sonrió siquiera, retirándose acto seguido. Anna Mijáilovna se quitó los guantes y con gesto de vencedora tomó asiento en un sillón e invitó al príncipe Vasili a sentarse junto a ella.
—Borís— dijo con una sonrisa a su hijo, —yo pasaré a ver al conde, mi tío, y tú, mon ami, vete entretanto con Pierre y no te olvides de la invitación de los Rostov. Lo invitan a comer. Supongo que no irá— dijo al príncipe.
—Todo lo contrario— replicó el príncipe, que estaba visiblemente malhumorado. —Je serais très content si vous me débarrassez de ce jeune homme…[83] No hace nada aquí. El conde no ha preguntado por él ni una sola vez.
Se encogió de hombros. Un criado acompañó a Borís al vestíbulo y por otra escalera lo condujo a la habitación de Pierre Kirílovich.