XVI

En el mes de abril animó a las tropas la nueva de la llegada del Emperador. Rostov no pudo asistir a la revista pasada por el Soberano en Bartenstein; el regimiento de Pavlograd se encontraba en las avanzadas, muy por delante de la ciudad.

En el campamento militar donde vivaqueaban, Denísov y Rostov vivían juntos en un refugio excavado en la tierra por los soldados y cubierto por ramas y musgo. El refugio se había construido a la manera que se había puesto de moda entonces: se cavaba una zanja con una anchura superior a metro y medio, dos de profundidad y tres metros y medio de longitud. En un extremo de la zanja se hacían unos peldaños que señalaban la entrada, el porche. La propia zanja era la habitación donde los afortunados, como el jefe del escuadrón, disponían, en la parte opuesta a los escalones, de una tabla apoyada sobre unas estacas que era la mesa. A lo largo de la zanja se rebajaba un metro de tierra, que eran los lechos y divanes. El tejado se construía de un modo que permitía estar de pie y hasta sentarse en la cama, siempre que se acercaran más a la mesa. Además, los soldados, que querían mucho a Denísov, habían colocado en el frontón del tejado un cristal roto, pero ya encolado y sujeto a una tabla. Cabía decir que Denísov vivía lujosamente. Cuando apretaba el frío, traían a las escaleras (parte del refugio que Denísov llamaba antecámara), en una chapa de hierro combada, brasas de las hogueras de los soldados y tanto se caldeaba aquello que los oficiales, siempre numerosos en la vivienda de Denísov y Rostov, debían quedarse en mangas de camisa.

Un día de abril Rostov estaba de servicio. A las ocho de la mañana, ya de vuelta tras una noche en vela, mandó que le trajeran brasas, se mudó de ropa, porque estaba empapado por la lluvia, hizo sus oraciones, tomó té, entró en calor, ordenó los enseres en su rincón y, en la mesa y con el rostro encendido y quemado por el viento, se echó de espaldas en mangas de camisa, con las manos bajo la cabeza. Pensaba con placer que uno de aquellos días iba a ser ascendido por el último servicio de reconocimiento y esperaba a Denísov, que había salido. Rostov deseaba hablar con él.

Fuera de la choza retumbó la voz enfurecida de Denísov. Rostov se acercó a la ventana para ver con quién hablaba y vio al sargento furriel Topchéienko.

—¡Te ordené que no los dejaras comer esas raíces de María o de quien sean!— gritaba Denísov. —Yo mismo he visto a Lazarchuk que las traía del campo.

—Lo he prohibido ya, Excelencia, pero no obedecen— contesto el sargento.

Rostov volvió a tenderse, pensando con satisfacción: “Que trabaje él ahora; yo he cumplido ya con lo mío, estoy tumbado, todo va perfectamente”. A través de la pared oyó que, además del sargento, hablaba Lavrushka, el pícaro y hábil asistente de Denísov; decía algo de unos carros de pan y carne que había visto cuando fue en busca del aprovisionamiento.

Después volvió a oír, más lejanos, los gritos de Denísov y la orden: “¡A caballo la segunda sección!”.

“¿Adónde irán ahora?”, pensó Rostov.

Cinco minutos después Denísov entró en la choza, se echó con las botas sucias en la cama, encendió colérico la pipa, dispersó sus cosas, cogió la fusta, el sable y se dirigió de nuevo a la salida. A la pregunta de Rostov, que deseaba saber a dónde iba, replicó irritado y vagamente que tenía que resolver cierto asunto. —¡Que Dios y el gran Emperador me juzguen!— dijo Denísov al salir.

Rostov oyó pisadas de caballos en el fango. Ni siquiera se preocupó de saber adonde iba Denísov. Cuando entró en calor, se quedó dormido en su rincón y no salió de la choza hasta la tarde. Denísov no había vuelto. La tarde era hermosa. Junto a la cabaña vecina dos oficiales y un cadete jugaban a la svaika, entre risas, sembrando de rábanos la tierra blanda y sucia. Rostov se unió a ellos. A la mitad del juego, los oficiales vieron acercarse algunos carros. Les seguían unos quince húsares montados en caballos famélicos. Los carros, con su escolta de húsares, se acercaron al vivac, siendo rodeados al momento por los demás.

—¡Ya ven, Denísov que se preocupaba tanto!— dijo Rostov. —Ya están aquí las provisiones.

—Ya, ya. Qué contentos se pondrán los soldados— comentaron otros.

Denísov venía a poca distancia de los carros, acompañado de dos oficiales de infantería con los cuales hablaba de algo. Rostov salió a su encuentro.

—Se lo advierto, capitán— decía un oficial delgado, de baja estatura, visiblemente irritado.

—Ya le dije que no devolveré nada— replicó Denísov.

—¡Responderá de ello, capitán! Es un acto de pillaje apoderarse de un convoy que pertenece al ejército. Nuestros soldados hace dos días que no comen.

—Los míos llevan sin comer dos semanas— contestó Denísov.

—¡Es un pillaje, señor mío!; responderá de ello— repitió el de infantería elevando la voz.

—Pero ustedes, ¿qué quieren, eh?— gritó Denísov, encolerizado de pronto. —¡El que va a responder soy yo, y no ustedes! ¡Y no molesten tanto! Váyanse antes de que les pase algo. ¡Largo de aquí!— gritó a los oficiales.

—Perfectamente— respondió el oficial de corta estatura, sin intimidarse ni marcharse. —Eso es un robo, ya le…

—¡Al diablo y a paso ligero antes de que le pase algo!— y Denísov volvió su caballo hacia el oficial.

—¡Bien! ¡Está bien!— dijo éste en tono amenazador; y volviendo también su caballo se alejó al trote, bailando en la silla.

—¡Un perro en la cerca! ¡Un verdadero perro en la cerca!— gritó Denísov. Era la peor burla que uno de caballería podía hacer al infante montado. Estallando en una carcajada, se acercó a Rostov.

—¡He quitado a la infantería un convoy! ¡Por la fuerza!— dijo. —¿Iba a dejar que la gente se muriera de hambre?

Los carros que habían llegado al vivac de los húsares estaban destinados a un regimiento de infantería. Denísov, enterado por Lavrushka de que el convoy no llevaba escolta, se había adueñado de los víveres. Distribuyó a discreción el pan seco entre los soldados y aún tuvo para dar a otros escuadrones.

Al día siguiente el comandante del regimiento hizo llamar a Denísov y le dijo, tapándose los ojos con la mano, pero abiertos los dedos:

—Así es como veo lo sucedido: no sé nada y no pienso abrir expediente, pero le aconsejo que vaya cuanto antes al Estado Mayor y arregle en la dirección de Intendencia el asunto y firme, si puede, el recibo de lo que trajo; porque de otra manera, como figura a cuenta del regimiento de infantería, la cosa puede terminar mal.

Denísov salió directamente para el Estado Mayor, con el sincero deseo de seguir el consejo de su comandante. Por la tarde volvió a su choza en un estado que Rostov nunca le había visto. Apenas podía hablar; se ahogaba. Cuando Rostov le preguntó por lo ocurrido no hizo más que proferir, con voz ronca y débil, amenazas e injurias incomprensibles.

Alarmado por el estado de Denísov, Rostov le aconsejó que se desnudara y bebiera un poco de agua e hizo llamar al médico.

—¡Juzgarme a mí por pillaje! ¡Oh! ¡Dame más agua!… ¡Que me juzguen si quieren, pero siempre castigaré a los canallas y se lo diré al Emperador! ¡Dadme hielo!— concluyó.

El médico del regimiento dijo que era necesario hacer una sangría. Del brazo velludo de Denísov salió como un plato hondo de sangre negra; sólo entonces estuvo en condiciones de contar lo ocurrido.

—Cuando llegué pregunté por el jefe. Me indicaron el sitio y me dijeron que esperara. “Estoy de servicio —contesto—, he recorrido treinta kilómetros y no tengo tiempo para esperar, anúncieme.” Bien. Aparece el jefe de aquellos bandidos. Y comienza, también él, por leerme la cartilla, a decirme que he cometido un acto de bandolerismo. Yo le contesto: “El bandolero no es el que coge provisiones para dárselas a sus soldados, sino el que las coge para llenar sus bolsillos”. Bueno, después me dice: “Vaya a firmar al despacho del comisario responsable de los víveres y este asunto seguirá el trámite legal”. Voy al encargado; llego ante la mesa y… ¿quién te imaginas que está allí? ¿Quién crees que nos está matando de hambre?— gritó Denísov, descargando tan fuerte golpe sobre la mesa que poco le faltó para romperla; los vasos salieron rodando. —¡Pues Telianin! “¡Cómo! ¿Eres tú el que nos mata de hambre?” Y zas, zas, le crucé la cara, me venía a mano. “¡Hijo de tal y de cual!”, y empecé a darle. Puedo decirte que me desfogué— gritó Denísov, riendo con rabia y mostrando sus blancos dientes bajo el bigote negro. —Si no me lo quitan, lo mato.

—No grites— lo interrumpió Rostov. —Cálmate… otra vez empieza a salirte sangre. Hay que vendarte de nuevo.

Vendaron a Denísov y lo metieron en la cama. Al día siguiente despertó alegre y tranquilo.

Pero al mediodía, el ayudante del regimiento entró en la choza ocupada por Denísov y Rostov y entregó a Denísov un oficio de su jefe. Se le hacían determinadas preguntas sobre lo sucedido el día anterior. El ayudante le explicó que el asunto estaba tomando mal cariz, que se había nombrado una comisión investigadora y que, dada la severidad con que se trataban los actos de merodeo e indisciplina de la tropa, en el mejor de los casos terminaría con la degradación.

Los oficiales ofendidos contaban los hechos del siguiente modo: después de haberse adueñado del convoy, el comandante Denísov se había personado, borracho, ante el jefe de aprovisionamiento y, sin provocación alguna por parte suya, lo había insultado llamándolo ladrón y amenazándolo con darle una paliza; al ser expulsado, había entrado en las oficinas, golpeando a dos funcionarios y dislocando el brazo de uno de ellos.

Denísov, a las nuevas preguntas de Rostov, contestó riendo que, al parecer, alguien más seguramente se metió por medio, pero que todo eso no eran más que estupideces, bagatelas, que no tenía miedo a ningún consejo de guerra y que si algún canalla de ésos se atrevía a hostigarlo se acordaría de la respuesta.

Denísov hablaba de todo ello con displicencia, pero Rostov lo conocía demasiado bien para no darse cuenta de que, en el fondo de su alma (aun cuando lo ocultara a los demás), tenía miedo al consejo de guerra y se inquietaba por una historia que podía acabar mal. Cada día llegaban pliegos con preguntas y citaciones para el consejo de guerra; el primero de mayo recibió Denísov la orden de entregar al oficial más antiguo el mando de su escuadrón y presentarse en el Estado Mayor de la división para explicar, ante la comisión de aprovisionamiento, los hechos que se le imputaban. La víspera de ese día, Plátov había practicado un reconocimiento con dos regimientos de cosacos y dos escuadrones de húsares. Denísov, como siempre, se había adelantado a las primeras líneas, gallardeando de su valor. Una bala francesa lo alcanzó en un muslo. En otro momento, Denísov no habría abandonado el regimiento por una herida tan ligera, pero esta vez aprovechó la oportunidad para no presentarse en el Estado Mayor y se hizo llevar al hospital.

Guerra y paz
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