XXXII

Habían transcurrido siete días desde que el príncipe Andréi volviera en sí en el puesto de socorro del campo de batalla de Borodinó. Durante casi todo aquel tiempo había estado sin conocimiento. La fiebre y la inflamación de los intestinos —que habían sufrido lesiones, en opinión del médico que acompañaba al herido— debían acabar con él. Pero al séptimo día tomó con gusto un poco de pan y una taza de té; el médico observó que la temperatura descendía. Aquella mañana recobró el conocimiento.

La primera noche después de la salida de Moscú fue bastante templada y lo dejaron en el coche; pero en Mitischi el mismo herido quiso que lo sacaran de allí y pidió té. El dolor experimentado durante el traslado a la isba le arrancó fuertes lamentos y volvió a perder el sentido. Cuando lo colocaron en el lecho de campaña permaneció largo rato inmóvil, con los ojos cerrados. Después los abrió y dijo suavemente: “Bueno, ¿y ese té?”. Esta memoria para los pequeños detalles de la vida sorprendió al médico. Le tomó el pulso y notó, con estupor, que había mejorado. Comprobarlo lo disgustó, porque su experiencia de profesional le decía que no podía vivir mucho y que si no moría ahora, moriría poco después y con sufrimientos mucho mayores. Con el príncipe Andréi llevaban también al comandante de batallón de su regimiento, Timojin, el de la nariz colorada, herido en la pierna en la misma batalla de Borodinó. Los acompañaban el médico, el ayuda de cámara, el cochero del príncipe y dos asistentes.

Trajeron el té y el príncipe Andréi lo bebió ávidamente, con los ojos febriles puestos en la puerta, como si tratara de comprender y recordar.

—No quiero más— dijo. —¿Está aquí Timojin?

Timojin se acercó arrastrándose sobre el banco en que estaba echado.

—Estoy aquí, Excelencia.

—¿Cómo va tu herida?

—¿La mía? Bien… Y usted, ¿cómo está?

El príncipe Andréi quedó pensativo como tratando de recordar algo.

—¿Podrían traerme un libro?— preguntó.

—¿Cuál?

—El Evangelio. No lo tengo.

El médico prometió buscárselo y pidió detalles al príncipe de cómo se sentía. El príncipe contestó con desgana, pero razonablemente, a todas las preguntas. Después pidió que pusieran debajo de él un soporte, con el que estaría más cómodo y sufriría menos. El médico y el ayuda de cámara levantaron el capote que lo cubría y, contraído el rostro a causa del sofocante hedor de carne putrefacta que despedía la herida, se pusieron a examinarla. El médico quedó muy disgustado por algo. Vendó al herido de otra manera y lo cambió de postura, lo que arrancó nuevos gemidos al príncipe y le hizo perder de nuevo el conocimiento. Comenzó a delirar. Sin cesar repetía que le llevaran el libro y se lo pusieran debajo.

—¿Qué les cuesta? No lo tengo. Tráiganlo, por favor… Me lo ponen debajo un minuto— decía con voz lastimera.

El médico salió al zaguán para lavarse las manos.

—No tenéis perdón— dijo al ayuda de cámara, que le echaba el agua. —Un momento que me he descuidado… Es un dolor terrible y me asombra que pueda soportarlo.

—Ahora parece que lo hemos colocado bien… ¡Jesucristo bendito!

Por primera vez el príncipe Andréi se dio cuenta del sitio en que se hallaba y qué le había ocurrido. Recordó que estaba herido y que cuando el coche se detuvo en Mitischi pidió que lo llevaran a la isba, que de nuevo se había sentido mal y había recobrado el conocimiento en la isba, antes de beber el té. Y ahora pasaba de nuevo revista a todo lo ocurrido. Volvía a representarse con especial lucidez el puesto de socorro, cuando, viendo los sufrimientos de un hombre que era su enemigo, acudieron a su mente nuevas ideas, que le prometían felicidad. Y esas ideas, vagas aún y confusas, se adueñaron otra vez de su alma. Recordaba que ahora poseía una felicidad nueva; y que ésta tenía algo en común con el Evangelio. Por eso había pedido el libro. Pero la mala postura en que lo habían colocado y los dolores originados por el cambio de posición ofuscaron sus pensamientos. La tercera vez que despertó a la vida reinaba ya el silencio absoluto de la noche. Todos dormían en derredor. Un grillo cantaba al otro lado del zaguán. Oyó una voz que gritaba y cantaba en la calle, las cucarachas corrían por el suelo, las paredes y los iconos, una mosca enorme se debatía en la cabecera de su cama y de la vela de cebo, colocada a su lado, se había desprendido un trozo en forma de gruesa seta.

Su alma no estaba en estado normal. De ordinario, el hombre sano piensa, siente y recuerda simultáneamente un número incalculable de objetos, pero tiene el poder y la fuerza de escoger una serie de ideas o fenómenos y concentrar en ellos toda su atención. El hombre sano, aun en el momento de la más profunda reflexión, puede apartarla de su mente para saludar a un recién llegado y volver de nuevo a lo que pensaba. En este sentido, la mente del príncipe Andréi no estaba en situación normal. Todas las potencias de su espíritu eran más activas, más claras que nunca, pero actuaban al margen de su voluntad. Las más diversas ideas e imágenes se adueñaban de él simultáneamente. A veces, su mente comenzaba a funcionar con un vigor, una precisión y profundidad de los que era incapaz estando sano; mas de pronto, en plena actividad, todo se desvanecía sustituido por cualquier imagen inesperada y le resultaba imposible volver a la idea anterior.

“Sí, se me ha revelado una nueva dicha inalienable del ser humano —pensaba en medio de aquella penumbra apacible de la isba con los ojos dilatados, enfebrecidos y fijos—, una felicidad que está más allá de las fuerzas materiales, fuera de toda influencia exterior: la felicidad pura del alma, la dicha del amor. Todo hombre puede comprenderla, pero únicamente Dios tiene conciencia de ella y puede concederla. Mas ¿cómo revela Dios esta ley? ¿Por qué el hijo…?” Y de pronto se quebró el curso de aquellas ideas y el príncipe Andréi oyó (no sabía si deliraba o lo oía en la realidad) una suave voz que susurraba rítmicamente y sin cesar: “Y piti-piti-piti”, y después de “y-ti-ti”, volvía de nuevo “y piti-piti-piti”, y otra vez “y-ti-ti”. Al mismo tiempo, y en medio de aquella música susurrante, el príncipe Andréi sentía que sobre su rostro, en el centro, se alzaba un extraño edificio aéreo de finas agujas o astillas. Sentía (aunque le resultaba penoso) que debía mantener el equilibrio, a costa de lo que fuera, para que el edificio que se erguía no se desmoronase. Sin embargo, se desmoronó, pero volvió a erguirse lentamente acompañado por los sones de aquella música rítmica y susurrante: “Se eleva… se eleva… se alarga y se eleva”, repetía el príncipe Andréi. Al propio tiempo, junto al rumor y a la sensación de aquel edificio de agujas que se iba levantando y alargando, el príncipe Andréi veía, a la luz rojiza de la llama, el rumor de las cucarachas y el zumbido de la mosca que se posaba en la almohada y en su rostro. Cada vez que la mosca le rozaba la cara sentía como una quemadura, y, al mismo tiempo, se asombraba de que, al entrar donde el edificio se erguía, no lo destruyera. Además, había allí algo importante: un objeto blanco junto a la puerta, como la estatua de una esfinge que también lo oprimía.

“Tal vez sea mi camisa encima de la mesa —pensó—, éstas son mis piernas, y aquello es la puerta… Pero ¿por qué todo se eleva y se alarga? ¡Y piti-piti-piti y ti-ti y piti-piti-piti!… ¡Basta ya! ¡Por favor! ¡Déjalo ya!”, suplicaba penosamente a alguien el príncipe Andréi. Y de nuevo surgieron sus ideas y sentimientos con claridad y pujanza extraordinarias.

“Sí, el amor —volvió a pensar con total nitidez—, pero no el amor que ama por algo, para algo o cualquier otro motivo, sino ese amor que experimenté la primera vez, cuando me sentía morir, vi a mi enemigo y lo amé. He sentido ese amor que es la esencia misma del alma y no necesita objeto alguno. También ahora experimento ese bendito sentimiento. Amar al prójimo, amar a los enemigos. Amarlo todo, amar a Dios en todas las manifestaciones. Se puede amar como ser humano a una persona querida; pero sólo al enemigo se lo puede amar con amor divino. Ésta fue la causa de mi alegría cuando me di cuenta de que sentía amor por aquel hombre. ¿Qué habrá sido de él? ¿Vivirá todavía?… El amor humano puede convertirse en odio, pero el amor divino no puede cambiar: nada, ni siquiera la muerte lo destruye. Es la esencia del alma. ¡A cuántas personas he odiado en mi vida! Y de todas, a ninguna odié ni amé tanto como a ella…” Y recordó a Natasha, no como otras veces, con su encanto y su alegría, que tanto le gustaban. Por primera vez pensó en su alma. Comprendía sus sentimientos, el dolor, la vergüenza, el arrepentimiento.

Por primera vez comprendía toda la crueldad de su comportamiento, de su ruptura con ella. “¡Si pudiera verla aunque no fuera más que una vez! Mirar de nuevo sus ojos, decirle…”

Y de nuevo piti-piti-piti-piti y piti-piti-bum: la mosca chocó con algo… Su atención, de pronto, se trasladó a otro mundo de la realidad y del delirio donde sucedía algo excepcional. En aquel mundo se alzaba, sin desmoronarse, un edificio que se estiraba igual que antes, la vela seguía ardiendo, circundada de un halo rojizo, la misma camisa-esfinge yacía junto a la puerta; pero, además de ello, algo crujió, penetró un soplo de aire fresco y una nueva esfinge blanca de rostro muy pálido y con los ojos brillantes de aquella Natasha en quien acababa de pensar.

“¡Oh! ¡Qué penoso este incesante delirio!”, pensó el príncipe Andréi, tratando de borrar aquel rostro de su imaginación. Pero el rostro estaba delante de él con toda la fuerza de la realidad y se acercaba. El príncipe Andréi quería volver al mundo de antes, al pensamiento puro, pero no podía hacerlo: el delirio lo arrastraba a sus dominios. La dulce voz susurrante seguía balbuceando pausada, algo lo ahogaba, se prolongaba, y el extraño rostro estaba delante de él. El príncipe Andréi reunió todas sus energías para volver a la realidad. Se movió, zumbaron sus oídos, se enturbió su vista y, como un hombre que se hunde en el agua, perdió el conocimiento.

Cuando volvió en sí, Natasha, aquella Natasha viva a la que él quería amar con todo el amor puro, divino, que se le había revelado, estaba de rodillas junto a su lecho. Comprendió que era en realidad la verdadera Natasha, pero no se asombró de ello, únicamente sintió una dulce alegría. Natasha, de rodillas (no podía moverse), lo miraba asustada, conteniendo los sollozos. Su cara estaba pálida, inmóvil. Sólo en su parte inferior algo temblaba.

El príncipe Andréi suspiró aliviado. Sonrió y le tendió la mano.

—¿Usted?— dijo. —¡Qué felicidad!

Natasha, con gesto rápido y prudente, se acercó a él de rodillas, tomó con cautela su mano, inclinó sobre ella la cara y empezó a besarla, rozándola apenas con sus labios.

—¡Perdón!— susurró, levantando la cabeza y mirándolo. —¡Perdóneme!

—¡La amo!— dijo el príncipe Andréi.

—¡Perdóneme!…

—¿Perdonarla de qué?— preguntó él.

—Por lo que… hice…— dijo Natasha en un susurro, apenas perceptible y entrecortado.

Y rozándola apenas, volvió a besar repetidas veces su mano.

—Te amo más y mejor que antes— dijo el príncipe Andréi, levantando con la mano el rostro de la joven para ver sus ojos.

Aquellos ojos llenos de lágrimas felices lo miraban con timidez, compasión, alegría y amor. La cara pálida y delgada de Natasha, con los labios hinchados, más que fea era terrible; pero el príncipe Andréi no veía aquel rostro: sólo contemplaba los hermosos ojos resplandecientes.

Detrás se oyeron algunas voces.

Piotr, el ayuda de cámara, ya despierto, llamó al médico. Timojin, que no dormía a causa del dolor de la pierna, había sido testigo de toda la escena y, encogido en el banco, procuraba cubrir con la sábana su cuerpo desnudo.

—¿Qué hace aquí?— preguntó el médico, incorporándose. —Haga el favor de salir, señorita.

Al mismo tiempo, una doncella enviada por la condesa, que había advertido la ausencia de su hija, llamó a la puerta.

Natasha salió de la isba como una sonámbula a la que hubieran despertado en pleno sueño; al volver a su habitación cayó sollozando en su lecho.

Desde aquel día, durante todo el viaje de los Rostov, en todos los altos y escalas, Natasha no se separó de Bolkonski; y el médico hubo de confesar que no esperaba de una señorita tanta firmeza y habilidad para cuidar a un herido.

Por terrible que pudiera parecer a la condesa pensar que el príncipe Andréi muriese durante el viaje (el médico lo consideraba muy probable) en los brazos de su hija, la condesa no se opuso a Natasha. Aunque el acercamiento del príncipe herido y la joven permitía suponer que, en caso de curación, se reanudaría el proyecto de matrimonio, nadie hablaba del asunto; y Natasha y el príncipe Andréi menos que los demás. La alternativa de vida o muerte que pendía no sólo sobre Bolkonski, sino sobre toda Rusia, descartaba cualquier otro pensamiento.

Guerra y paz
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