X
De vuelta a la casa del guarda, Petia halló a Denísov en el zaguán. Estaba inquieto y furioso consigo mismo por haber dejado marchar al joven.
—¡Gracias a Dios!— exclamó al verlo llegar. —¡Gracias a Dios!— repitió mientras oía el relato entusiasta de Petia. —¡Que el diablo te lleve, por tu culpa no he podido dormir! Ahora, acuéstate; aún descabezaremos un sueño hasta que amanezca.
—No, si no tengo todavía sueño— dijo Petia. —Me conozco bien: si me duermo, todo se acabó. Además, estoy acostumbrado a no dormir antes de la batalla.
Petia permaneció algún tiempo en la isba recordando con alegría todos los detalles de la expedición e imaginando con vivacidad lo que podía ocurrir al día siguiente. Después, dándose cuenta de que Denísov dormía, salió fuera.
La oscuridad era completa en el patio. La lluvia había cesado, pero los árboles seguían goteando. Junto a la casa se divisaban las negras siluetas de las chozas cosacas y los perfiles de los caballos, atados unos junto a otros. En la parte de atrás había dos carros y varios caballos; en el barranco se extinguía la última claridad de una hoguera. Algunos cosacos y húsares no dormían. Aquí y allá, acompañando al ruido de las gotas que caían de las ramas y el masticar de los caballos, se oían voces susurrantes.
Petia salió del zaguán, miró alrededor de sí en la oscuridad y se acercó a los carros. Alguien roncaba debajo de ellos y rodeándolos había caballos ensillados que comían avena; en la oscuridad, Petia reconoció a su caballo, al que daba el nombre caucasiano de Karabaj aunque era de Ucrania; se acercó a él.
—¡Bien, Karabaj! ¡Mañana haremos un buen papel!— dijo, oliendo su respiración y besándolo.
—¿No duerme usted, señor?— preguntó el cosaco sentado debajo del carro.
—¡No!… ¿Eres tú, Lijachov? Acabo de llegar ahora. Hemos visitado a los franceses…
Y Petia contó detalladamente al cosaco no sólo la famosa expedición, sino los motivos de haber ido al campamento francés, porque prefería arriesgar su vida a hacer las cosas al buen tuntún.
—Más le valdría dormir ahora— dijo el cosaco.
—No, no; ya estoy acostumbrado— replicó Petia. —A propósito…, ¿necesitas pedernales? He traído bastantes. Si quieres algunos, puedo darte.
El cosaco salió de debajo del furgón para ver mejor a Petia.
—Estoy acostumbrado a hacerlo todo con mucho orden— siguió Petia. —Hay quien no se prepara y hace las cosas de cualquier manera y después lo lamenta. Eso no me gusta.
—Tiene razón— asintió el cosaco.
—Quería pedirte un favor, amigo: ¿quieres afilarme el sable?… Se me ha embotado…— temió mentir y se corrigió: —Nunca lo he afilado… ¿Puedes hacerlo?
—Claro que sí.
Lijachov se levantó, buscó en sus fardos y al poco tiempo Petia oía el ruido guerrero del acero contra la piedra. Subió al carro y se sentó en el borde, mientras el cosaco, abajo, afilaba el sable.
—¿Duermen los buenos mozos?— preguntó Petia.
—Unos sí y otros no.
—Y el muchacho ¿qué hace?
—¿Visenni? Está ahí, tumbado en el zaguán. Se duerme de miedo… Pero ahora se lo ve contento.
Petia calló un buen rato, atento a todos los rumores. Se oyeron los pasos de alguien en la oscuridad y apareció una silueta negra.
—¿Qué estás afilando?— preguntó un hombre acercándose al furgón.
—Es para el señor. Afilo su sable.
—Buena cosa— dijo el hombre, a quien Petia tomó por un húsar. —¿Tenéis vosotros la taza?
—Está ahí junto a la rueda.
El húsar tomó la taza.
—Pronto amanecerá— dijo bostezando, y se alejó.
Petia debía saber que estaba en el bosque, en la partida de Denísov, a un kilómetro del camino, sentado sobre un carro capturado a los franceses junto al cual había algunos caballos atados, que bajo el furgón se encontraba el cosaco Lijachov que afilaba su sable, que aquella gran mancha negra de la derecha era la casa del guarda y la roja de más abajo, a la izquierda, era la hoguera a punto de extinguirse, que el hombre que había venido a buscar la taza era un húsar con deseos de beber, pero Petia no sabía nada de ello ni quería saberlo. Estaba en un reino mágico donde nada era semejante a la realidad.
La gran mancha negra podía ser la casa del guarda, pero tal vez fuera una cueva que llevaba a lo más profundo de la tierra. La mancha roja tal vez fuera el fuego, pero podía ser el ojo de un monstruo enorme. Quizá fuese cierto que estaba sentado sobre un furgón, pero también era posible que estuviera en lo alto de una torre, terriblemente alta, tan alta que si cayese a tierra necesitaría un día entero, tal vez un mes, sin llegar nunca, siempre volando y volando. Quizá bajo el carro había un simple cosaco llamado Lijachov, pero también podía ocurrir que se tratara de un hombre extraordinario, el mejor y el más valeroso del mundo, desconocido para todos. Y el húsar que había venido a buscar agua y ahora descendía al barranco, quizá fuera en realidad un húsar sediento que después se fue al barranco o quizá una aparición que jamás había existido.
Nada de lo que ahora pudiera ver Petia podía asombrarlo. Estaba en un reino mágico donde todo era posible.
Miró al cielo y le pareció tan mágico como la tierra; había despejado y sobre las copas de los árboles las nubes corrían veloces dejando al descubierto las estrellas. A veces el cielo parecía límpido y sin manchas. Otras, se habría dicho que esas manchas eran nubecillas negras. En ocasiones el cielo se levantaba muy alto por encima de su cabeza; otras, descendía tanto que podía tocarse con la mano.
Se le cerraban los ojos y comenzó a dar cabezadas.
Las gotas seguían cayendo; se hablaba en voz baja. Los caballos relinchaban y se agredían entre sí. Alguien roncaba.
El sable silbaba sobre la piedra de afilar. Y de pronto Petia oyó un coro armonioso que ejecutaba un himno desconocido, apacible y solemne. Petia tenía un sentido musical parecido al de Natasha y superior al de Nikolái; pero nunca había estudiado música ni se había interesado por ella. Y, por ello, la melodía que había acudido inesperadamente a su mente y sonaba cada vez con mayor fuerza era para él nueva y atrayente. El tema rítmico crecía, pasaba de un instrumento a otro. Era lo que se llama una fuga, aunque Petia no tenía ni la más remota idea de lo que era. Cada instrumento, ya fuera parecido a un violín o a las trompetas, pero mucho más perfecto y puro que éstos, tocaba su parte y antes de terminarla se fundía la melodía con el siguiente instrumento que la iniciaba, y con el tercero, el cuarto, y todos acababan uniéndose en un himno bien solemne y místico, bien claramente triunfal y victorioso.
“¡Ah, pero si estoy soñando! —se dijo Petia inclinándose hacia delante—. Suena en mis oídos… Tal vez sea mi música. Otra vez, suena, sigue, música mía, sigue…”
Cerró los ojos. Desde diversas partes, como viniendo de lejos, comenzaron a surgir sonidos temblorosos; se perdían, se fundían y de nuevo formaban todos un solo himno apacible y solemne. “¡Ah, qué bello es esto! Oigo cuanto quiero y como quiero”, se dijo Petia. Y trató de dirigir todo aquel inmenso coro instrumental.
“Ahora, suave, más suave, casi en sordina.” Y los sonidos lo obedecían. “Ahora fuerte, alegre, todavía más alegre, más brío.” Y desde una profundidad desconocida se elevaban in crescendo sonidos solemnes. “Ahora que se unan las voces”, ordenó Petia. Y las voces se oyeron, primero de hombres y luego de mujeres. Parecían venir de lejos y fueron creciendo y creciendo en solemne y pausado esfuerzo. Petia se sentía feliz y asustado ante aquella belleza sobrenatural.
Con la marcha triunfal y solemne se fundía la canción y las gotas seguían cayendo, el sable silbaba en la piedra… los caballos se peleaban y relinchaban de nuevo, pero sin interrumpir la música y sumándose a ella.
Petia no sabía cuánto tiempo duraba aquello. Sentía un gran placer, lo asombraba sentirlo y únicamente lamentaba no tener a nadie a quien hacer partícipe de sus sentimientos.
Lo despertó la voz cariñosa de Lijachov:
—Ya está, Excelencia. Con él puede cortar en dos a un francés.
Petia abrió los ojos.
—Ya amanece, ¡de veras que amanece!— exclamó.
Los caballos, antes invisibles, se dibujaban ahora hasta la cola, y a través de las ramas desnudas llegaba una luz blanquecina. Petia bajó del carro de un salto, sacó un rublo del bolsillo y se lo dio a Lijachov, blandió su sable para probarlo y lo deslizó en la vaina.
Los cosacos desataban los caballos y les apretaban las cinchas.
—Ahí está el jefe— dijo Lijachov.
Denísov salía de la casa. Llamó a Petia y le ordenó que se preparase.