I

Después de la explicación con su mujer, Pierre partió para San Petersburgo. En la posta de Torzhok no había caballos o el maestro de postas no quiso dárselos. Pierre se vio obligado a esperar. Se echó vestido en un diván de cuero, ante una mesa redonda, apoyó en ella sus grandes pies, embutidos en altas botas forradas de piel, y quedó sumido en sus pensamientos.

—¿Desea el señor que traiga las maletas?— preguntó su ayuda de cámara. —¿Quiere que le prepare el lecho? ¿Que prepare té?

Pierre no le contestó, porque no veía ni oía nada. En la parada anterior había comenzado a pensar y continuaba sus reflexiones sobre cosas tan importantes que no prestaba atención alguna a cuanto sucedía en derredor. No sólo no le preocupaba llegar tarde o temprano a San Petersburgo y ni siquiera si en la estación de postas habría lugar para descansar. En comparación con sus graves problemas, le parecía indiferente permanecer unas horas o toda la vida en aquel lugar.

El maestro de postas, su mujer, su ayuda de cámara y una vendedora de bordados típicos entraron sucesivamente en la habitación, ofreciendo sus servicios. Pierre, con los pies encima de la mesa, los miraba a través de los lentes, sin comprender qué pretendían y cómo aquellas personas podían vivir sin resolver los problemas que a él lo preocupaban. Y lo preocupaban exactamente los mismos que lo habían atormentado, después del duelo en Sokólniki, cuando pasó la primera noche en un suplicio y sin conciliar el sueño, con la diferencia de que ahora, en la soledad del viaje, esos pensamientos se habían adueñado de él con fuerza extraordinaria. Aunque empezase a pensar en otras cosas, volvía siempre a los problemas que ni podía resolver ni dejar de plantearse, como si en su cabeza se hubiera pasado de rosca el tornillo fundamental sobre el que descansaba toda su vida. Ese tornillo no avanzaba ni retrocedía, sino que giraba, giraba siempre sin apresar nada, en el mismo sitio, sin que nada ni nadie le impidiera girar.

El maestro de postas volvió y, humildemente, rogó a Su Excelencia que esperara sólo dos horas, tras lo cual, sucediera lo que sucediese, daría a Su Excelencia caballos del correo. Evidentemente el maestro de postas estaba mintiendo, con el deseo de sacar al viajero algún dinero de más. “¿Eso está bien o mal? —se preguntaba Pierre—. Para mí está bien; para otro viajero, mal; y en cuanto a él, es inevitable, pues necesita comer. Dice que por eso un oficial le pegó; y el oficial le pegó porque tenía prisa… Y yo disparé sobre Dólojov porque me consideraba ofendido. Y mataron a Luis XVI porque lo consideraban culpable, y un año después hicieron lo mismo, por la misma razón, con aquellos que lo habían guillotinado. ¿Qué es lo que está mal? ¿Qué es lo que está bien? ¿Qué se debe amar u odiar? ¿Para qué hay que vivir? ¿Qué soy yo? ¿Qué es la vida o la muerte? ¿Qué fuerza lo rige todo?” A ninguna de esas preguntas hallaba respuesta, salvo una, ilógica, que de hecho no era la respuesta a esas preguntas. La respuesta era: “Morirás y todo habrá concluido. Morirás y lo sabrás todo o dejarás de preguntar”. Pero morir también era terrible.

La vendedora de Torzhok ofrecía con voz chillona sus mercancías, insistiendo especialmente en unas pantuflas de piel de cabra. “Tengo cientos de rublos y no sé qué hacer con ellos y esta mujer lleva una pelliza rota y me mira tímidamente —pensó Pierre—. ¿Para qué sirve ese dinero? ¿Puede añadir un ápice a la felicidad, a la serenidad del alma? ¿Acaso puede algo en este mundo convertirnos, a esa mujer y a mí, en seres menos propensos al mal y a la muerte? La muerte, que pone término a todo, puede llegar hoy o mañana, es decir, dentro de un instante en comparación con la eternidad.” Y de nuevo se esforzaba en apretar aquel tornillo que no hacía más que girar en el mismo sitio sin apresar nada.

El ayuda de cámara le trajo un libro abierto hasta la mitad, una novela epistolar de Mme Suza. Comenzó a leer algunas páginas que describían los sufrimientos y la virtuosa resistencia de cierta Amelia de Mansfeld. “¿Por qué se resistía a su seductor si lo amaba? —pensaba Pierre—. Dios no podía haber puesto en su alma una inclinación contraria a su voluntad.”

“Mi primera mujer no resistió, y tal vez tuviera razón. Nada se sabe. Nada es seguro —se dijo Pierre una vez más—. Sólo podemos saber que no sabemos nada. Y éste es el más alto grado de la sabiduría humana.”

Todo en él y su alrededor le parecía insensato, abyecto y confuso. Pero en la misma repulsión por cuanto lo rodeaba, encontraba Pierre una especie de placer excitante.

—Me atrevo a pedir a Su Excelencia que haga un poco de sitio, en favor de este señor— dijo el maestro de postas, entrando en la cámara con otro viajero que también había tenido que detenerse por falta de caballos.

El recién llegado era un viejo recio, bien estructurado, de rostro amarillento y rugoso, cejas canosas que sobresalían sobre unos ojos brillantes de un gris indefinido.

Pierre retiró los pies de la mesa, se levantó y se tumbó en la cama preparada para él. De vez en cuando miraba al viajero, quien, con aire cansado y sombrío, sin fijarse en Pierre, se despojaba pesadamente de la ropa con ayuda de su criado. Cuando quedó tan sólo con un chaquetón forrado de nanquín y altas botas de fieltro que cubrían sus piernas delgadas y huesudas, se sentó en el diván y, apoyando en el respaldo su voluminosa cabeza de cabellos recortados y anchas sienes, miró a Bezújov. Llamó la atención de Pierre la expresión severa, inteligente y penetrante de aquella mirada. Sintió deseos de entablar conversación con su compañero, pero cuando se disponía a dirigirse a él, a propósito del camino, el anciano había cerrado ya los ojos y unido las rugosas manos, en uno de cuyos dedos llevaba un anillo de hierro con la efigie de Adán; permanecía inmóvil, descansando o reflexionando profundamente, según le pareció a Pierre. El criado del viajero era un viejecito amarillento y lleno de arrugas, sin bigote ni barba, y no porque se afeitara sino porque nunca le crecieron. Sacó, diligente, las provisiones, dispuso la mesa para el té y trajo el samovar hirviendo; cuando todo estuvo listo, el viajero abrió los ojos, se acercó a la mesa, se sirvió un vaso y puso otro para el lampiño criado. Pierre, algo inquieto, sintió que era necesario, inevitable, entablar conversación con el viajero. El criado trajo su vaso vacío sobre un plato y un pedacito de azúcar mordisqueado y preguntó si deseaba algo más.

—Nada; dame mi libro— contestó el viajero.

El criado obedeció y el libro le pareció a Pierre de contenido religioso. El viajero se sumergió en la lectura. Pierre no dejaba de mirarlo. Inesperadamente, el anciano apartó el libro, señaló la página y lo cerró; volvió a entornar los ojos, se apoyó en el respaldo y tomó la posición de antes. Pierre lo observaba atentamente; pero antes de que tuviera tiempo de volverse, el viejo abrió los ojos y fijó una mirada severa y resuelta en su rostro.

Pierre se sintió confuso: quería rehuir aquella mirada, pero los brillantes ojos del anciano lo atraían de modo irresistible.

Guerra y paz
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