XV

Durante la cena no se habló ni de política ni de sociedades; la conversación giró sobre los recuerdos de 1812, tema especialmente agradable para Nikolái, suscitado por Denísov, en el que Pierre se mostró especialmente divertido y simpático. Al separarse eran los mejores amigos del mundo.

Nikolái pasó a su despacho, se puso el batín, dio las últimas instrucciones al administrador, que estaba esperándolo, y entró en la alcoba. Su mujer permanecía sentada ante el escritorio y escribía algo.

—¿Qué escribes, Marie?— preguntó.

La condesa se ruborizó. Temía que lo escrito no fuera comprendido y aprobado por su marido.

Habría querido esconderlo, pero, al mismo tiempo, estaba contenta de haber sido sorprendida y obligada a decírselo.

—Es mi diario, Nicolás— dijo tendiéndole un pequeño cuaderno azul, lleno de su caligrafía grande y firme.

—¿Un diario?— preguntó él con cierto deje irónico.

Tomó en sus manos el cuaderno. En francés había escrito lo siguiente:

4 de diciembre. Hoy Andriusha (el hijo mayor) no quería vestirse por la mañana y mademoiselle Luisa me ha hecho llamar. El niño se había puesto caprichoso y terco. Traté de amenazarlo, pero eso hizo que se enfadara aún más. Entonces decidí dejarlo y, con la niñera, empecé a vestir a los otros. A él le dije que no lo quería. Quedó callado largo rato, como si esto le causase asombro. Después se precipitó hacia mí, en camisón, y rompió a llorar de tal modo que me costó mucho serenarlo. Era evidente, lloraba sobre todo por haberme disgustado. Después, cuando por la tarde le di su nota, se echó a llorar de nuevo al besarme. Con ternura se puede conseguir todo de él.

—¿Qué es eso de la nota?— preguntó Nikolái.

—He comenzado a dar todas las noches una nota a los mayores calificando su conducta.

Nikolái fijó la mirada en los ojos luminosos vueltos hacia él y siguió hojeando y leyendo el cuaderno. El diario registraba los más pequeños detalles de la vida de los niños, todo aquello que a la madre parecía indicio de sus caracteres o ideas generales sobre la manera de educarlos. Eran, en general, detalles mínimos; pero no lo parecían así ni a la madre ni al padre, cuando ahora leyó por primera vez el diario.

Con fecha del 5 de diciembre había escrito:

Mitia se ha portado mal en la mesa. Su padre ordenó que no le diesen postre, y así se hizo; y mientras los demás comían, él los miraba con tanta tristeza y avidez, que, a mi juicio, un castigo semejante, privar a un niño del postre, sólo desarrolla en él la glotonería. Tengo que decírselo a Nicolás.

Nikolái dejó el diario sobre la mesa y contempló a su mujer. Los ojos luminosos interrogaban, le preguntaban si lo aprobaba o no. Nikolái lo aprobaba, desde luego, y admiraba a su mujer.

“Tal vez no debería hacerlo en forma tan pedante, tal vez tampoco sea necesario.” Pero ese trabajo espiritual incansable y continuo, que no tenía otra finalidad que el bien moral de los niños, la llenaba de entusiasmo. Si Nikolái hubiera sido capaz de analizar sus propios sentimientos, habría comprendido que la principal razón de su amor firme, profundo y tierno por su mujer se asentaba, principalmente, en la admiración y el asombro ante su espíritu y el mundo moral en que ella vivía y que era casi inaccesible para él.

Estaba orgulloso de su inteligencia y reconocía su inferioridad, en comparación con ella, desde el punto de vista espiritual y se mostraba tanto más feliz de que esa mujer, con semejante espíritu, no sólo le perteneciese sino que formase parte de él mismo.

—Me parece bien, me parece muy bien todo, querida— dijo con aire importante; y tras un breve silencio añadió: —Pues yo, hoy, me he portado muy mal. Tú no estabas en el despacho. Discutí con Pierre y me acaloré. Era imposible reaccionar de otra manera. Es un niño. No sé qué sería de él si Natasha no lo sujetase de las bridas. ¿Te imaginas para qué fue a San Petersburgo? Han organizado allí…

—Lo sé, lo sé por Natasha— dijo la condesa María.

—Entonces sabrás— prosiguió Nikolái, cada vez más enardecido por el recuerdo de la pasada discusión —que Pierre quiso convencerme de que el deber de todo hombre de bien consiste en ir contra el gobierno, y que el juramento y el deber… Siento que no hayas estado allí. Todos se volvieron contra mí; Denísov y Natasha… lo de Natasha es de risa. Lo tiene bien sujeto, pero cuando se trata de razonar, no tiene personalidad alguna, no hace más que repetir lo que dice su marido— concluyó, sin resistir a ese íntimo deseo de censurar a las personas cercanas más queridas. Olvidaba que de sus relaciones con su esposa se hubiera podido decir lo mismo que estaba afirmando de Natasha y Pierre.

—Sí, ya lo he notado— dijo la condesa María.

—Cuando le dije que el deber y el juramento de lealtad están por encima de todo, trató de demostrar Dios sabe qué; siento que no estuvieras allí. ¿Qué habrías dicho?

—Creo que tienes toda la razón. Así se lo dije a Natasha. Pierre asegura que todos sufren, padecen y se corrompen, y que nuestra obligación consiste en ayudar al prójimo. Tiene razón, sin duda, pero olvida que existen otros deberes, más inmediatos, indicados por el mismo Dios, y que nosotros podemos arriesgar nuestra vida, pero no la de nuestros hijos.

—Eso es precisamente lo que yo le decía— afirmó Nikolái, que creía sinceramente haberlo dicho. —Pero ellos siguieron insistiendo: el amor al prójimo y el cristianismo, todo en presencia de Nikóleñka, que se había metido en el despacho y ha roto todo en mi mesa.

—¡Ah, Nicolás! ¿Sabes?, Nikólushka me hace sufrir a menudo. Es un muchacho extraordinario y tengo miedo de que pensando en los nuestros no lo atiendo bastante. Todos tenemos hijos; cada uno tiene a sus padres, pero él no tiene a nadie. Siempre está solo con sus pensamientos.

—Me parece que no hay motivo para que te reproches nada. Has hecho y haces por él lo que la madre más cariñosa haría por su hijo, y a mí, naturalmente, me alegra que seas así. Es un excelente muchacho. Hoy escuchaba a Pierre como en una especie de éxtasis. Cuando nos disponíamos a cenar me di cuenta de que había hecho trizas todo cuanto tenía sobre mi mesa, y él mismo me lo dijo en seguida. Nunca lo he oído mentir. ¡Sí, es un chico excelente!— repitió Nikolái, a quien, en el fondo, no le gustaba Nikóleñka, pero siempre se empeñaba en reconocer que era un excelente muchacho.

—Sin embargo, una madre es otra cosa— dijo la condesa María. —Me doy cuenta de que no es lo mismo, y eso me hace sufrir. Es un chiquillo maravilloso pero temo mucho por él. Le vendría bien tener amigos.

—Pues no habrá que esperar mucho. Lo llevaré este mismo verano a San Petersburgo— dijo Nikolái. —Sí, Pierre fue siempre un soñador y lo sigue siendo— volvió a la conversación del despacho, que evidentemente le había producido inquietud. —¿Qué puede importarme a mí que Arakchéiev no sea bueno? ¿Qué podía importarme todo esto cuando me casé, agobiado por las deudas y a punto de ser metido en la cárcel y con una madre que no lo veía ni comprendía? Y además, estás tú, y los niños, y la dirección de las fincas. ¿Acaso es para mí un placer estar ocupado desde la mañana hasta la noche en el campo y en la oficina? Nada de eso; pero sé que debo trabajar para que mi madre esté tranquila, para estar contigo y para que mis hijos no pasen las miserias que he pasado yo.

La condesa María quería objetar que el hombre no vive sólo de pan, y que él daba demasiada importancia a esos asuntos, pero sabía que eso no era necesario y decirlo habría sido inútil. Tomó la mano de su marido y la besó. El interpretó ese gesto como un apoyo y confirmación de sus ideas. Después de una breve reflexión, continuó pensando en voz alta:

—¿Sabes, Mary? Iliá Mitrofánich (era el administrador general) ha llegado hoy de la hacienda de Tambov y dice que ofrecen ya ochenta mil rublos por el bosque.

Y, con rostro animado, comenzó a hablar de la posibilidad de recuperar Otrádnoie en breve plazo.

—Otros diez años más de vida y dejaré a nuestros hijos en una posición excelente.

La condesa María escuchaba y comprendía todas sus palabras. Sabía que cuando pensaba así en voz alta, a veces le pedía que repitiera lo dicho por él y se irritaba cuando se daba cuenta que ella pensaba en otra cosa. Pero le costaba un gran esfuerzo atender, porque lo que él decía no le interesaba en absoluto. Contemplaba a su marido y, aun sin pensar en otra cosa, sus sentimientos eran distintos. Sentía un tierno y sumiso amor hacia aquel hombre que nunca comprendería todo lo que comprendía ella y, precisamente por eso, lo amaba todavía más, con un cariño matizado de ternura apasionada. Además de ese sentimiento, que la absorbía por entero y le impedía entrar en detalles de los proyectos de su marido, a su mente acudían pensamientos que nada de común tenían con lo que él iba diciendo; pensaba en su sobrino (lo que le contó Nikolái acerca de la emoción del muchacho durante la conversación de Pierre la había impresionado mucho) y en los diversos rasgos de su carácter tierno y sensible. Y al pensar en el sobrino, pensaba también en sus hijos.

No los comparaba entre sí, pero comparaba sus propios sentimientos hacia ellos, y veía con tristeza que en su afecto por Nikóleñka faltaba algo.

A veces le parecía que tal diferencia provenía de la edad, pero se sentía culpable ante su sobrino y se prometió a sí misma ser mejor y hacer lo imposible, es decir, amar en este mundo al marido, a sus hijos, a Nikóleñka, al prójimo, como Cristo amó a la humanidad. El espíritu de la condesa María aspiraba siempre a la perfección, a lo infinito y eterno, y por ello nunca podía estar tranquila. El sufrimiento interno, oculto, de un espíritu a quien pesaba el cuerpo se reflejó en su rostro.

Nikolái la miró.

“¡Dios mío! —pensó—, ¿qué sería de nosotros si ella muriese? Lo pienso siempre que veo esa expresión en su cara”, e inclinándose ante el icono se puso a rezar las oraciones de la noche.

Guerra y paz
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