V
Por los años de 1812 y 1813 se acusaba abiertamente a Kutúzov de toda clase de errores. El Emperador estaba disgustado con él. En una historia escrita recientemente por orden del Zar se decía que Kutúzov era un cortesano embustero y astuto, que tenía miedo hasta del nombre de Napoleón y que sus equivocaciones en Krásnoie y el Berezina habían privado a las tropas rusas de la gloria de una victoria completa sobre los franceses.
Así es el destino de hombres no grandes, no grands hommes, que los rusos, por su mentalidad, no reconocen, pero sí el de aquellos hombres solitarios, singulares, que, una vez comprendida la voluntad de la Providencia, someten a ella su voluntad personal. El odio y el desprecio de la masa castigan a esos hombres por su clara visión de las leyes superiores.
Para los historiadores rusos (¡es extraño y terrible tener que decirlo!), Napoleón —ese ínfimo instrumento de la historia—, que nunca, ni siquiera en el destierro, mostró dignidad alguna, es objeto de admiración y entusiasmo, es grand. Y Kutúzov, el hombre que desde el principio hasta el fin de su actuación en 1812, desde Borodinó hasta Vilna, no se traicionó una sola vez ni de palabra ni de obra y es en la historia un extraordinario ejemplo de sacrificio, de comprensión de la importancia futura de los acontecimientos, ese Kutúzov es presentado como un ser indefinido y digno de lástima; hasta tal punto que, cuando los historiadores hablan de él y de 1812, parecen sentir cierta vergüenza.
Y, sin embargo, resulta difícil imaginar un personaje histórico cuya actuación dirigida a la consecución de un único fin se haya desarrollado de modo tan invariable y constante. Es difícil imaginarse una meta más digna y que coincidiera mejor con la voluntad de todo el pueblo. Aún es más difícil encontrar en la historia otro ejemplo de un objetivo tan perfectamente logrado como el que propuso Kutúzov en 1812, y hacia el cual orientó todos sus esfuerzos.
Kutúzov no habló nunca de los cuarenta siglos que les contemplan desde las pirámides, ni de los sacrificios hechos por él en bien de la patria, ni de los que pensaba hacer o había hecho. En general, nunca hablaba de sí mismo, no pretendía ser lo que no era; parecía siempre el hombre más sencillo y corriente; y decía las cosas más sencillas y corrientes. Escribía cartas a sus hijas y a Mme de Staël, leía novelas, le gustaba la compañía de mujeres bellas, bromeaba con los generales, oficiales y soldados y no contradecía nunca a quienes se acercaban a él para demostrarle algo. Cuando el conde Rastopchin, en el puente de Yauza, se acercó al galope y acusó a Kutúzov de ser el culpable de la pérdida de Moscú diciéndole: “Usted había prometido no abandonar la ciudad sin presentar batalla”, él contestó: “Sí, no dejaré Moscú sin dar batalla”, aunque Moscú ya había sido abandonada. En otra ocasión, Arakchéiev fue a comunicarle de parte del Emperador que sería necesario nombrar a Ermólov jefe principal de artillería, a lo que Kutúzov respondió: “Eso decía yo ahora mismo”, aunque un minuto antes sostuviera lo contrario. ¿Qué podía importarle a él, el único que comprendía entre aquella masa insensata que lo rodeaba el enorme significado de los acontecimientos? ¿Qué le importaba que el conde Rastopchin le atribuyera a él o a otro las penurias de la capital? Menos aún podía interesarle el nombramiento del jefe principal de artillería.
No sólo en esas ocasiones, sino siempre, ese hombre viejo solía decir frases carentes de sentido, las que primero se le ocurrían, porque la experiencia de la vida le había demostrado que los pensamientos y las palabras que se utilizan para expresarlos no son los motores que mueven a la gente.
Pero ese mismo hombre, que tanto descuidaba sus propias palabras, no dijo una sola, a lo largo de su actuación, que estuviera en desacuerdo con el único objetivo que persiguió durante toda la campaña. Al parecer, en contra de su voluntad y con la penosa seguridad de no ser comprendido, expresó su pensamiento repetidas veces y en las más diversas circunstancias. De la batalla de Borodinó, de la que partía el desacuerdo con cuantos lo rodeaban, fue el único en afirmar que era una victoria, y lo repitió hasta la muerte, de palabra y en sus informes y despachos. Sólo él dijo que la pérdida de Moscú no suponía la pérdida de Rusia. En respuesta a las propuestas de paz hechas por Lauriston, contestó: La paz no es posible porque el pueblo no la quiere. Y solamente él, durante la retirada francesa, afirmaba que no necesitamos maniobra alguna, todo se irá haciendo por sí mismo mejor de lo que deseamos, y que debemos ofrecer al enemigo puente de plata, que las batallas de Tarútino, Viazma y Krásnoie no eran necesarias, que debíamos llegar con algo a la frontera, que no daría un ruso por diez franceses.
Sólo él —ese cortesano, según nos lo pintan, ese hombre que miente a Arakchéiev para agradar al Emperador— fue capaz de decir que es dañoso e inútil proseguir la guerra en el extranjero ganándose así la enemistad del Zar.
Pero las palabras, por sí solas, no serían suficientes para demostrar que Kutúzov comprendía entonces el significado de los hechos. Sus actos, todos sin excepción, tienden a este triple fin: 1) tensar todas las fuerzas para enfrentarse a los franceses; 2) vencerlos y 3) expulsarlos de Rusia, aliviando en lo posible las calamidades del pueblo y del ejército.
Kutúzov, ese calmoso Kutúzov, cuyo lema era “paciencia y tiempo”; ese Kutúzov, enemigo de las acciones decisivas, da la batalla de Borodinó y rodea sus preparativos de una solemnidad extraordinaria. Kutúzov, que había pronosticado antes de la batalla de Austerlitz que sería una batalla perdida, en Borodinó, en contra de todo cuanto opinan los generales que daban por perdida la batalla, a pesar del ejemplo, inaudito en la historia, de que, tras una batalla ganada, el ejército vencedor debía retirarse, él solo, contra todos, afirmó hasta la muerte que la batalla de Borodinó fue una victoria. Sólo él insistió durante la retirada del enemigo en no dar batallas ya inútiles, no empezar una guerra nueva y no cruzar las fronteras de Rusia.
Hoy es fácil comprender toda la importancia de aquel acontecimiento, siempre que no se atribuya a la actuación de las masas el objetivo que sólo defendía una decena de hombres, porque ahora lo vemos íntegro, con todas sus consecuencias.
Pero entonces, ¿cómo pudo adivinar aquel hombre viejo, solo contra todos, con tamaña exactitud, la importancia y el sentido popular del acontecimiento, sin traicionarse ni una vez a lo largo de toda su actuación?
El origen de esa extraordinaria perspicacia estaba en el sentimiento popular que llevaba en sí, con toda su pureza y todo su vigor.
Solamente porque el pueblo reconocía en él tal sentimiento pudo darse el caso de que contra la voluntad del Zar se eligiera a un viejo caído en desgracia como figura máxima de la guerra nacional. Y fue únicamente ese sentimiento el que lo colocó en la altura suprema desde la cual, como general en jefe, hizo cuanto pudo no para matar y aniquilar a los hombres, sino para salvarlos y compadecerlos.
Su figura sencilla, modesta —y por ello realmente majestuosa— no podía encajar en el falso molde del héroe europeo, presunto conductor de hombres, inventado por la historia.
Para el lacayo no puede haber hombres grandes, porque el lacayo tiene su propio concepto de la grandeza.