XII
Estaba helada por dentro y por fuera y sentía todo en la lejanía, distanciándose con una facilidad tan familiar. Pese a ello, sonrió sin esfuerzo, con una naturalidad que hacía siglos que no palpaba. Satírico era la palabra que le venía a su cansada mente y es que la vida, en ocasiones, te arrojaba a los pies sorpresas impensables, como que una de las mujeres a la que más había ridiculizado fuera la que había dado la cara por ella. Meredith Evers. La pequeña y rechoncha Meredith Evers.
La aguerrida y entrañable Meredith Evers. No se perdonaría las ocasiones en que la había humillado para que al menos sintiera una pequeñísima parte del dolor que guardaba en su interior. Enfermiza intención, y por extraño que pareciera, llegó a contemplarlo como algo normal, algo capaz de suavizar ese horror oculto en su interior bajo su fría y artificial fachada.
Dios santo. A veces, de vivir en el infierno creía estar perdiendo la cabeza, olvidando las enseñanzas inculcadas a lo largo de una feliz infancia en el campo, las nociones de ayudar, cobijar y amar, sobre todo, amar.
Su capacidad de querer, de desear, había muerto con cada golpe, cada latigazo, cada noche en la que su marido recordaba que tenía una joven y bella esposa.
Aborrecía su belleza.