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Tardaron exactamente cinco minutos en recoger del enlodado suelo el cuerpo de Rob que comenzaba a mostrar síntomas de estar recuperando la consciencia. Un hombre, tan solo un hombre, se había encargado de aferrarlo bajo los brazos y arrastrarlo al interior de la extensa construcción que albergaba la fábrica, al menos en apariencia.
La esperanza en lograr que el plan discurriera por buen camino se acrecentó. Un solo hombre.
Doyle se deslizó entre las altas matas sin segar que rodeaban la fábrica, bordeando una senda ligeramente despejada que conducía a un destartalado muelle repleto de tablones resquebrajados y apolillados. Situado en una posición desde la que controlaba un amplio perímetro que abarcaba tanto la entrada a la fábrica como el río que bajaba lento sin excesivo caudal, se agazapó. La imagen del río le satisfizo ya que la marea baja dificultaría la entrada por esa vía de mercancía, intrusos o personal.
Los demás se ocultaron tras unos inmensos vagones llenos de desiguales trozos de carbón preparados para ser empleados en las máquinas, y esperaron inquietos. No por agobiarse iba a transcurrir el tiempo con mayor rapidez, y poco podían hacer salvo esperar.