V
¿Cómo era posible que supiera lo que necesitaba? Los besos que le daba al borde de los labios comenzaron a erizarle la piel. Necesitaba sentirle para recordar que estaba viva.
Con su mano izquierda lo empujó levemente contra las almohadas e inició un reguero de suaves besos por su mentón, cuello, lamiendo bajo el lóbulo de la oreja. Notó cómo se estremecía.
Tenía que cambiar de posición, así que con un suave y al mismo tiempo rápido movimiento se situó frente a él con las rodillas a ambos lados de sus firmes caderas. Se sentó sobre ellas y de inmediato notó apoyado contra su camisón el inmenso bulto oculto a la vista. Movió en círculos su propia pelvis arrancando un gemido de esos labios entreabiertos. Observó con sigilo a su marido y decidió grabar su imagen en su memoria, por si acaso, para siempre. El hombre más hermoso del mundo por dentro y por fuera, aguantando por ella el impulso, la necesidad de moverse, con el cuerpo tenso y excitado, los puños apretados y una transparente patina brillante cubriéndole entero.
Se acercó a ese rostro y plantó un dulce beso en los labios entreabiertos, lamiéndolos, para continuar hacia abajo, lentamente, hasta llegar al duro pecho. Con las manos agarró los puños cerrados y los abrió entrelazando sus dedos con los de él.
Hoy necesitaba asegurarse de que lo tenía junto a ella, que no era una ilusión de su imaginación ni seguía en aquella tétrica cueva. Necesitaba memorizar con sus manos, su cuerpo, hasta el último rincón.
Date la vuelta.
Los ojos de su gruñón se abrieron de sopetón y la miró, indagando, la mirada llena de provocación y expectación. Mere se encogió de hombros e hizo un suave gesto con la cara imitando un giro al mismo tiempo que lo hacía con el índice de su mano derecha. Le sonrió y su marido le devolvió la sonrisa hasta que quedó oculta al girarse sobre su costado y quedar tendido boca abajo, con un leve gruñido, apoyados los entrecruzados antebrazos en el almohadón, bajo su cabeza.
Mere se maravilló de la inmensa extensión de esa espalda. Era perfecta.
Con extrema lentitud posó las manos en el espeso cabello negro e inicio un suave masaje con las yemas de los dedos. El masaje que el momento o las circunstancias inoportunas no habían permitido que diera hasta este momento.
El ronroneo que salía de entre los labios de John indicaba a las claras que su marido estaba disfrutando mucho, y ella no le iba a la zaga. Sentía la piel tersa y caliente. Siguió un camino descendente por la columna vertebral, parando aquí y allá, hasta llegar a la estrecha cintura y los glúteos.
Fue incapaz de resistirse. Pellizcó suavemente esa redondeada nalga.
¡Demonios!
En seguida dio una suave palmada y acarició el mismo lugar en el que estaba centrada su atención.
¿Sabes? Debiera estar prohibido que un hombre tuviera semejante trasero.
Su marido volvió la cabeza con un aire de picardía que dejó a Mere medio debilitada por lo que decidió hacer lo que en ese momento le apetecía, estirarse cuan larga era sobre esa impresionante parte posterior, que recibió el peso con un notorio estremecimiento y un perceptible gemido.
Su gruñón aguantó la postura exactamente cinco segundos. Sus manos aferraban con fuerza la almohada.
Cariño, por Dios, ¿me puedo girar?
Hum..., un poquito..., espera solo un poquito.
Cariño...
¿Hum?
Necesito girarme.
Mere separó la mejilla que permanecía apoyada sobre esa inmensa extensión de piel ya que la voz reflejaba cierto temblor y urgencia.
¿Te ocurre algo?
Puede.
¿Puede qué?
Que esté aprisionado y..., te siento entera apretada contra mí y..., me va a dar algo si seguimos así.
Mere se sentó de golpe, torpemente, quedando a horcajadas sobre la cintura de John.
Peso mucho, ¿verdad? Lo siento, cariño, no lo pensé, es que estaba tan a gusto y..., estás cálido, suave y..., pasé tanto frío.
Con un veloz movimiento su marido se giró de costado hasta quedar tendido de espaldas y fue entonces cuando Mere entendió lo que quería decir con lo de aprisionado. Lanzó una repentina risilla.
Oh.
Se me estaba torciendo.
La risilla fue a más.
Y cortando la circulación..., y tienes el peso perfecto, amor y..., si no te hago el amor en este mismo momento..., me muero el tenso rostro de John hablaba sin necesidad de palabras de la desesperación que sentía.
Dios mío, adoraba a su marido. El único hombre capaz de hacerla reír en un momento en el que se sentía tan insegura y perdida, que la hacía sentirse deseada y amada y sobre todo, protegida.
Sin previo aviso copió el movimiento anterior de su cuerpo y se desplazó hasta quedar tumbada sobre John, cuidando de ubicar el engrosado e hinchado miembro entre sus muslos y situando estos abiertos a ambos lados del tenso vientre. Enmarcó con sus manos el precioso rostro y lo besó con la intención de hacerle ver lo que sentía, con lentitud, saboreando esa dulce boca, memorizándola. Separó los labios para respirar alzando la cabeza y él siguió desesperado su movimiento, intentando evitar que se distanciara, mientras susurraba un por favor, no te vayas o un por favor, sigue besándome. Mere no pudo diferenciarlo e hizo lo que le pedía porque ambos deseaban lo mismo, amarse sin restricciones, sin miedos y sin tontas vergüenzas.
El calor que sentía aumentaba con ese beso que no terminaba, con esas manos que apartaron con suavidad su camisón hasta pasarlo por la cabeza en un breve segundo en el que separaron sus bocas, con el ondular de esas duras caderas y las cada vez más insistentes caricias de esas gloriosas manos.
Su John comenzaba a retorcerse mientras se besaban, como si su cuerpo, separado de su mente, buscara por sí mismo el alivio que necesitaba y tenía al alcance. Mere no se lo pensó, alzó las caderas y con una facilidad que, por extraño que pareciera, se asemejaba a la familiaridad que daba la práctica, situó la entrada de su sexo sobre el inmenso miembro y descendió lentamente, con una lentitud apabullante.
Las manos de su marido apretaron sus carnes perdiendo el poco control que le quedaba, al tiempo que ella admitía más y más ese duro miembro en su interior hasta acomodarlo entero. Seguía siendo enorme y con una leve sonrisa Mere pensó que eso no iba a cambiar y que le encantaba, qué demonios, sentirse tan llena, a punto de explotar con la sensación de temer que la traspasara o llegara demasiado lejos, pero al mismo tiempo, deseándolo por el extremo placer que sabía que iba a recibir.
Solo de pensarlo, apretó la carne que la invadía contrayendo su interior, una y dos veces. Una tercera fue la perdición de su gruñón. El exabrupto que soltó encantó a Mere y decidió que bien valía unos insinuantes mordiscos en esos carnosos labios.
Dios santo..., ¡por favor! Mere..., me vas a..., matar.
Pegados los labios y acariciándose, sonrió traviesa y tuvo que contestar.
De eso nada... otra caricia...mi gruñón, lo que hago..., es..., ¡Dios! no podía seguir hablando, simplemente resultaba imposible. Estaba empujando dentro de ella con una fuerza tremenda hasta llegar tan a fondo que casi, casi dolía sin llegar a hacerlo sino que en el último instante se convertía en puro placer.
Mientras se dejaba llevar entrelazando sus lenguas en un sensual y pecaminoso baile Mere sintió el deslizamiento de una de esas juguetonas manos acercándose hasta su sexo, hasta la zona que la volvía loca y en esta ocasión, no fue diferente. Tan pronto comenzó a acariciarle, suavemente al principio y con más insistencia al poco, notó que se iba aproximando la sensación que ya reconocía, esa que hacía que dijera e hiciera cosas que solo con él se atrevía, con el hombre que tenía bajo ella y la estaba amando con total abandono.
Ambos estaban a punto de explotar, lo sentía por el comienzo de las contracciones y los casi desesperados golpetazos de las caderas de su marido contra las suyas, uniéndose y separándose con violencia hasta que sintió ese inmenso placer recorrerle todo el cuerpo y el rugido que contra sus labios lanzó el grandullón. ¡Dios! Temblaban al unísono agotados y totalmente satisfechos, con él aun en su interior, moviéndose con suaves penetraciones, sin llenarla totalmente, hasta que cayó desplomada sobre él, totalmente agotada.
Me has agotado, marido.
Sintió casi como si pudiera verla, la mueca satisfecha de su gruñón. El suave gorgojo que vibró en la masculina garganta acompasó el gesto y Mere besó la piel más cercana a sus labios.
Agotada...
La suave palmada en el trasero fue la contestación que recibió
...y satisfecha.
Ahora recibió un suave beso en el enmarañado cabello. Esperó un segundo y alzó la cabeza para mirar directamente esos ojos relucientes y la ladeó con curiosidad.
Su marido, ¡se sonrojó!, cerró los ojos dejando escapar un tranquilo suspiro y acomodó a Mere contra su cuerpo, relajando el suyo totalmente, envolviéndola con uno de sus brazos.
Durmamos, amor. Mañana tienes mucho que explicar y necesitas estar despejada y fresca.
Mere asintió y se dejó colocar al gusto del grandullón. Lentamente fue cayendo en un profundo sueño, pero no antes de escuchar brotar de labios de su esposo un plenamente amado. Con eso le valía.