XI
Lo enloquecía, así de simple. Su suavidad, la forma en que lanzaba pequeños suspiros, la manera en que se retorcía en cuanto la besaba, esos pechos, diablos, esos pechos que eran su maldita obsesión. Su olor, que lo ponía como una piedra, hambriento, saciándose solo si la poseía una y otra y otra vez.
No podía parar aunque se lo pidiera, no mientras sintiera en su boca ese sabor que era suyo y ese calor que atrapaba sus dedos en adelanto a lo que iba a sentir en pocos segundos. ¡Demonios! Solo de pensar en su miembro dentro, hasta el fondo, lo ponía a cien, notaba cómo se engrosaba con esa imagen, lo único que podía pensar, lo demás eran sensaciones. Tan ardiendo, se sentía ardiendo.
Dios, Dios, espera, cariño...
No, no, no, por favor. Ni queriendo podría dejar de amarla. Tras una última penetración se deslizó hacia arriba contra su cuerpo, su miembro presionando contra ese cuerpecito hecho para él, tenso, hinchado al máximo, esperando acceder a ese calor.
Alcanzó esos labios y ambos saborearon el sabor de su hembra, entremezclado en sus bocas, en su saliva, se devoraron el uno al otro, disfrutándolo...
¡Joder!
Poco le faltó para correrse al sentir esa mano envolviéndolo y apretando, recorriendo su enorme longitud con deleite.
Era una bruja, su enana, y lo iba a volver loco. Notó que lo posicionaba a su entrada y simplemente empujo.
Escuchó su gemido, suave. Sabía que era enorme y ella pequeña y algo de dolor le causaba al sobrepasar la entrada, sentía su miembro presionar y obtener espacio mientras ella gemía con una mezcla de inmenso placer e incomodidad.
Dios, tenía que ser suave, lento, pero le costaba tanto, ¡maldita sea!, lo que deseaba era penetrar a fondo, hasta sentirse totalmente acogido en ese vientre. Presionó con las caderas hasta llenarla casi entera, no del todo, y salió hasta que solo la punta permaneció en su interior y empujó, dejándose llevar, generando un chillido en ella que se transformó enseguida en gemidos de placer. Le encantaba dar placer a su torbellino.
Entre esa calidez, la presión que se incrementaba sobre su miembro, esas pequeñas manos arañando su espalda, esa boca que lo devoraba y esos dulces gemidos que quedaban atrapados en esta, perdió la noción de todo, del tiempo, de sus alrededores, solo la sentía a ella como si lo cubriera con su aroma y se dejó llevar por las sensaciones, lo volvía loco. Incrementó el ritmo por pura necesidad, hasta alcanzar una cadencia salvaje, brutal que a ambos enloquecía.
Sintió los suaves temblores del cuerpo que cubría, de esas caderas y la presión repentina, inmensa sobre su miembro y estalló con ella, al tiempo, pero siguió adentrándose en ese calor, más lentamente. Casi dolía del cúmulo de sensaciones, cada vez más suave, hasta que todavía en su interior dejó caer su peso sobre ella, las cabezas unidas sobre la almohada, ligeramente giradas la una hacia la otra.
La tenía a su lado, esa cara preciosa con alguna peca desperdigada en las mejillas, esa gloriosa melena totalmente enredada y esos ojos castaños en cuyos iris danzaban pequeñas vetas doradas. Su mujer, su corazón.