IX
Tardaron dos días en celebrar el sencillo funeral. Mere siempre supo que Norris era un hombre querido, pero aquello..., aquello no lo esperaba. Hombres y mujeres arremolinados bajo la sombra de los árboles, algunos apartados mostrando en soledad el respeto que creían que el hombre que estaban enterrando merecía; y otros cerca del lugar de enterramiento, sin temor ni vergüenza de dar su último adiós.
En cierta extraña forma no le inquietó que no se escucharan sollozos, como si no casaran con el recuerdo del anciano. Eso aligeró algo la opresión que sentía, lo suficiente para aguantar hasta el final. Eso y la tensa figura situada a su lado. Sabía por qué John estaba tremendamente tirante. Esperaban que el asesino apareciera por terreno sagrado. Imaginaban que querría asegurarse del fallecimiento. Y si, como barruntaban, el asesino era el tal Anderson, estarían al acecho. Solo esperaban la señal de Rob, el único capaz de reconocer el semblante del capataz.
Desde el lugar en el que se encontraban Mere intentó descubrir a Rob, entre las personas que presenciaban el funeral. No había podido acudir libre y sin disfrazarse a la despedida de su padre. A punto había estado de mandar todo al demonio, y nadie se lo hubiera achacado jamás, pero finalmente por su padre, por la abuela, por todos ellos, por los muchachos muertos y por los que permanecían desaparecidos, supo que tendría que acudir suplantando alguna identidad. Cuando todo hubiera terminado Mere esperaba que pudiera presentar sus respetos sin ocultarse, sin disfraces.