III
La tarde había resultado agotadora. Entre el asombroso espectáculo mostrado en la casa Evers por los dos tortolitos y su preocupación por Peter, estaba fatigado, pero el cansancio se mezclaba con cierta sensación de inquietud. Su hermano nunca antes había hablado tan abiertamente de lo ocurrido y su intuición le decía que eso iba a cambiar. Esperaba estar preparado para asimilar lo que entendía que era necesario escuchar, pero a la vez, temía intensamente el momento. Era la misma sensación, exactamente la misma, que sintió cuando entrevió por primera vez la espalda de su hermano, esas cicatrices y esas odiadas palabras que jamás le iban a permitir olvidar aquel infierno.
Tras descalzarse, se acercó al mueble bar. Alargó la mano hacia el brandy pero finalmente se decantó por un añejo whisky escocés que le había conseguido Rob en uno de sus misteriosos viajes. La ocasión lo merecía. No se sirvió demasiado ya que tampoco quería nublar su mente, tan solo relajar la tensión. Con el vaso a medio llenar se arrellanó en su butaca favorita, frente al fuego, y cerró los ojos, un ratito tan solamente, pensó, sintiendo la calidez de las brasas en el rostro.
Se despertó bruscamente al sentir en el hombro la palma de una cálida mano. Había llegado el momento. Su hermano menor lo observaba, con tranquilidad, como si la decisión la hubiera tomado hacía tiempo, pero le faltara decidir cómo comenzar.
¿Me lo vas a contar? preguntó a Peter.
Sí, pero no me interrumpas, porque si paro no sé si seré capaz de continuar. Tan solo espero que una vez que lo haya sacado de mi mente, pueda repetirlo. Doyle, si no pudiera..., si fuera incapaz de...
Yo se lo relataré a los demás, si tú no puedes.
Gracias, hermano.
Doyle escuchó en silencio. Ya conocía parte, que había oído, como un inesperado ladrón, al presenciar las pesadillas de su hermano, pero ¡Dios!, sus pensamientos y su imaginación no se habían acercado, ni tan siquiera aproximado, a lo que había sufrido su hermano durante esos dos malditos e interminables años. La sensación de angustia y claustrofobia que sintió mientras escuchaba conteniendo la respiración, fue indescriptible, y por primera vez en su vida no consiguió retener las lágrimas.