XII
Lo primero que impactaba en la mujer era su melena, negra como pluma de cuervo, brillante, ondulada. Todo lo que Mere siempre quiso tener, con resultados nulos, claro. Quedó como una mema con la boca abierta observando el ondular de las curvadas caderas, perfectamente proporcionadas con el resto de la impresionante figura. En belleza le pareció el equivalente femenino a su John. Hermosa y salvaje, natural.
Todo en ella era hermoso hasta los rasgados ojos dorados creando una combinación tan exótica.
Siempre le había gustado el desapego que manifestaba hacía las normas de etiqueta y la sensación de aprecio se acrecentó al aproximarse con la mano extendida, hablando con una voz profunda y suave.
Usted debe ser Meredith Evers, he oído hablar mucho de usted.
Mere no pudo retener su descontento.
Ay, qué horror, me vio caerme en la fiesta de mis padres ¿verdad? Y mis enaguas lilas le espantaron.
Esos rojos labios se curvaron.
No, aunque oí hablar del incidente, pero no hice caso de lo que decían las matronas chismosas. Y seguro que de haber tenido esas mismas enaguas me las hubiera puesto con gusto le agradaba esta mujer. Prefiero hacerme por mi misma una impresión y rara vez hago caso de lo que dicen los demás.
Entonces, marquesa... Mere estrechó la mano extendida tampoco haré yo caso de las bobadas de las uvas pasas que se entrometen en las vidas ajenas en lugar de arreglar las suyas.
La marquesa la observó con la cabeza levemente reclinada como si viera algo poco habitual.
Creo que nos vamos a arreglar a las mil maravillas.
Yo también.
Mere sintió como si hubieran sellado un pacto, libre y voluntariamente, fresco y sin ideas preconcebidas. Le encantaba.
Hechas las presentaciones con Meredith, marquesa, le presento a su abuela Allison Gallagher.
La marquesa repitió su abierto gesto con la abuela acercándose y estrechando su mano. Hechas las presentaciones Amanda Lancaster planteó la posibilidad de dejar aparcado el aburrido protocolo mostrándose receptivas al instante.
Hablaron de un par de trivialidades, pero resultaba evidente que con mujeres como ellas no servían en absoluto para llenar ni el silencio ni el tiempo, por el contrario enfriaban el ambiente que era lo último que deseaban. Mere no pudo aguardar.
¿Y si nos centramos en cuestiones con sustancia en lugar de hablar de mascotas o del inestable tiempo?
Todas se giraron hacia ella, sorprendidas y aliviadas, a juzgar por sus por sus expresiones. Esperaba que el brusco corte se recibiera con generosidad y así fue. Los cuerpos y extremidades se relajaron y el aire se caldeó.
Por mi parte, estupendo contestó la mujer que era considerada como una de las más hermosas de Londres y por extensión del país. Me encantaría que me dijeran la razón de esta invitación. Desde luego lo agradezco, ya que de vez en cuando necesito poder hablar con mujeres con dos dedos de frente, pero algo me dice que esto va mucho más allá de una mera charla, y por lo que adelantó en la fiesta del té del otro día, presiento que lo es. ¿Quién empieza?
Desde luego no se andaba con revoloteos alrededor del meollo. Para sorpresa de Mere, quien se lanzó a los lobos fue Amanda.
Ya sabe que robaron en nuestra casa.
Sí.
Lo que no sabe es quién lo hizo.
¿Su amante?
Las bocas abiertas de par en par fueron unánimes. Incluso la de la abuela, hasta que se dio cuenta y la cerró de golpe. Con el dedo índice empujó la barbilla de Mere hasta lograr que esta también la cerrara y eso que estaba casi atascada del asombro.
Tengo treinta y tres años y no soy una cría. He tenido dos maridos, al primero lo amé muchísimo, mi Laird, pero murió en la mar. Mi segundo marido es un pedante con el que me casé por conveniencia y nos ignoramos mutuamente. Él tiene sus amantes y yo me dedicaba a montar a caballo, pasear, leer y mi pasatiempo favorito, cocinar.
Tenía gracia, pero a semejante mujer no le pegaba disfrutar de la cocina. Qué clavado era el dicho de que no se debe juzgar un libro por su cubierta ya que te puedes perder la delicia de un tesoro oculto.
Me encanta investigar, probar, mezclar sabores, inventar platos y degustarlos y sé que no es algo que se espere de una dama, pero estoy tan aburrida de hacer lo que se espera de una dama, ni que estuviéramos muertas en vida.
Y tanto recalcó Mere. Es que la mujer tenía toda la razón.
No tengo hijos, tuve uno, pero se me murió pequeñito... su rostro se ensombreció al recordar una pena insuperable, así que mi vida iba pasando lentamente entre fogones, volviendo loco al personal de mi casa, a los que adoro y me aguantan lo indecible pero, me faltaba algo y lo encontré en Trevor.
¿Trevor?
Mere ya estaba imaginando miles de posibilidades, pero la principal ahí estaba. Uno de los muchachos. No pudo evitar indagar.
¿Trevor entró en la mansión a trabajar como cocinero?
Como ayudante de cocina.
¡Dios santo, era uno de ellos!
¿Cuánto logró robar?
Un brazalete y dos pares de pendientes.
Maldita sea, pobre mujer.
¿Cuánto hace que no sabes de Trevor?
Media hora.
¿Cómo?
¿Qué?
La pregunta la lanzaron casi a gritos Mere y Amanda.
Me enamoré como una niña se enamora de su primer amor ¿sabéis? De un hombre ocho años más joven. De un hombre que me dio cariño, pasión, risas, amor. Es simple, me enamoré.
Las lágrimas llenaban los tristes ojos de Amanda, quizá evocando los momentos que pasó antes de saberse engañada. Apretaba las manos con fuerza y estaba rígida y Mere sintió la necesidad de sentarse a su lado y cubrir con su mano las de ella. Lo hizo sin avisar ni pedir permiso. Se acercó y en respuesta recibió un apretón de esas manos que se aflojaron nada más sentirla. Odiaba que esa mujer estuviera sufriendo tan solo por haber deseado ser amada, por haber creído serlo y por haber anhelado paliar su soledad con alguien que creía honesto. Lograrían que lo superara, entre todas lo conseguirían. No sabía el porqué pero estaba convencida de ello.
Elisabeth Wright no paró, seguía hablando con tranquilidad y en ciertos momentos a impulsos, rogando quizá en su fuero interno que no la pararan, o puede que así lo percibieran las mujeres que la rodeaban. Y todas respondieron a la silenciosa petición.
Al principio me miraba y opinaba sobre algún condimento. Lo cierto es que me molestaba que se inmiscuyera, pero la costumbre hace el cariño y me habitué a tenerlo cerca, comenzamos a hablar, a reír, a compartir recetas, y de pronto, sin más, me di cuenta que tenía frente a mí al hombre de mi vida. Y el idiota de él se negaba a dar un paso como si algo se lo impidiera, algo oscuro. Intuía que sentía lo mismo que yo, pero no hacía absolutamente nada así que me lancé. Lo acorralé un día y le dije que me besara.
Sonrió de una forma traviesa, Mere casi, casi, hubiera deseado presenciar la escena.
La cara que puso casi lo estropea todo porque me eché a reír, pero algo en sus ojos cambió y dejó atrás lo que temía. Terminamos embadurnados de harina y yema de huevo y fue maravilloso.
¿Sabes lo que le impedía avanzar?
Sí. Semanas más tarde se derrumbó y me lo contó. Lo que le hicieron, que no se llamaba Trevor sino William, que les odiaba a muerte y que estaba cansado de esconderse. Que pelearía por mí y por él.
¿A qué te refieres?
Dudó un momento.
¿Por qué no se lo preguntáis a él?
Quedaron desconcertadas al principio, pero enseguida se sintieron sobrecogidas con la posibilidad de escuchar los crudos hechos de boca de uno de los muchachos que intentaban ayudar.
Imaginábamos a qué venía, lo que me ibais a plantear, por lo que quedamos en que si el tema de la reunión era lo que había vivido, nadie mejor que él para narrarlo esperó a que las demás dieran su visto bueno. Tendré que mandar recado a determinado lugar y estará aquí en media hora.
Examinó a las mujeres que le devolvían miradas fascinadas.
Solo os pido que le dejéis narrarlo al ritmo y manera en que lo necesite. La ocasión en que me lo relató... tragó con dificultad como si el mero hecho de pensar en volver a escuchar lo que sufrió el hombre al que quería la fuera a dejar más marcada de lo que ya estaba...fue dura.
Le respondieron con firmes asentimientos.