XIV
Estaba furiosa y no había conseguido descargar toda su frustración, pese a destrozar a latigazos la espalda del último juguete, el cincuenta y siete. Le habían quitado de entre las manos al cincuenta y seis. Al parecer había errado al llevar a la práctica una orden de su compañero y había desaparecido.
Le gustaba ponerles nombres numéricos. ¡Era tan divertido! y más que suficiente. Para ella no tenían otros nombres.
Martin todavía no le había devuelto al trece, la sombra, como le gustaba llamarle y cada año que pasaba sentía que la ira se iba acumulando en su interior ¿Acaso no entendía que lo necesitaba, que era suyo, que ella lo hizo suyo al marcarlo? ¿Tan difícil era de entender? Solo con pensar en él, le hormigueaban las manos, el cuerpo. Ese rostro tan hermoso en el que había dejado su marca aquella maravillosa noche. Permanecía grabada en su mente la forma en que la sangre resbalaba por ese precioso rostro, hacia abajo, más y más hasta gotear en el suelo. Tan roja y sabrosa.
Nunca se olvidaría de ella, no mientras tuviera espejos en los que reflejarse. Pero lo que más echaba en falta era esa palabra, la que marcó en su cuerpo, la que demostraba que era suyo y de nadie más, ni siquiera de Martin. Suyo. Suyo. Suyo. Mío. Mío. Mío. Rió para sus adentros. Sonaba a ambrosía.
Le echaba de menos y estaba segura de que él a ella también. Habían compartido tantas cosas, tanto dolor y gritos, y eso unía más que cualquier otra cosa. Instintivamente tocó su cabello, sujeto con sus cortantes alfileres, camuflados como horquillas para el pelo, su joya más preciada, con la que había compartido tanto dolor.
Martin le había prometido que no tendría que esperar demasiado. Se lo había dicho y Martin siempre cumplía. Salvo aquella vez en la que se le escapó su trece. No podía llorar, no mientras le rodeaba el resto de la familia.
Aburridos. Insignificantes. Ignorantes. Repugnantes.
Suspiró con deleite, el sábado se acercaba y Martin le tendría preparada alguna sorpresa, seguro. Apenas podía aguantar de la excitación.