III
¡Por los clavos de...! La habían golpeado y él no había estado allí para impedirlo. Esperaba que el malnacido que lo hubiera hecho estuviera bajo tierra o esa noche tendría trabajo del que ocuparse. Su cuerpo rugió con la necesidad de devolver el golpe recibido por su diminuta hermana. Miró intencionadamente a John y sin necesidad de palabras, este supo lo que preguntaba.
Necesitaba saberlo para respirar con tranquilidad, tenía que saber que ella estaba segura. John meneó la cabeza y fue suficiente. Estaban muertos.
Suavemente soltó el menudo cuerpo y lo traspasó a los brazos del hombre que lo miraba con inquietud, con los ojos llenos de necesidad de volver a tocarla. Si él había sentido tal angustia cuando la abuela le había narrado lo que estaba pasando, no creía posible imaginar lo sufrido por su mejor amigo.
Resultaba evidente que tendría que tranquilizarles a ambos, a su pequeña hermana y a su enorme cuñado.
Y se le había ocurrido la mejor de las maneras para sosegarse todos, incluido él. Sí señor, pensó, la mar de satisfecho consigo mismo, una idea extremadamente lúcida. Propia de él.