I

La angustia que sentía en el estómago y que parecía aumentar por momentos, la tenía mirando a las musarañas, tendida en el lecho boca arriba con los pies colgando por el borde, estirada en aquella reducida extensión que los decepcionantes antepasados de sus padres le habían regalado.

Se había parapetado en su cuarto tras hacer el más soberano de los ridículos en el salón principal de su hogar. La fiesta estaba en pleno apogeo, el baile en sus cotas más altas, cuando ella fue a tropezar con sus traicioneros y torpes pies en medio del corrillo formado por las maliciosas y carcamales cotillas de la alta sociedad londinense. Le entraron ganas de moquear sin control, pero se contuvo. Fue un gran esfuerzo. El ridículo sufrido ante quien debería protegerla y apoyarla la enfurecía. Esta sensación dejaba poco espacio para sentimientos compasivos y su intención era morir dignamente y sin testigos, antes de enfrentarse a la aborrecida fuerza que surcaba los recovecos de la mansión de su familia, los Evers: John Alexander Aitor Morren.

Mere se incorporó impetuosamente y asomó la cabeza por la puerta tras considerar que había transcurrido tiempo suficiente como para que su nombre hubiera dejado de sonar en forma de cuchicheos e insolentes risillas en el salón de baile.

Una imagen permanecía grabada a hierro candente en su memoria mientras el murmullo que provenía del salón de baile solo conseguía acentuar su vergüenza. Se veía a sí misma, rellenita y rechoncha, tirada en el suelo, boqueando como un pescado agónico y pidiendo auxilio dada su incapacidad para incorporarse por sí misma. ¡Qué horror!

Se sonó con fuerza dos veces, escondió el bordado pañuelo en el interior de la manga y escudriñó a través de la rendija. Vislumbró la enorme sombra de aquel a quien esperaba no ver hasta el día siguiente o, de poder evitarlo, hasta el fin de los tiempos: la arrogante figura del energúmeno número uno, apoyado de forma indolente junto al marco de la puerta.

¿Estamos ya de mejor humor, enana? Me han enviado para informarte de que tu salida ha resultado teatral, aunque poco efectiva, debido al ligero tropezón final, y de que tus hermanos y amados padres esperan con ansiedad tu retorno al baile. Yo, por mi parte, desearía...

Lo último que le interesaba era escuchar lo que el engendro intentaba decir, por lo que resopló, introdujo la cabeza en sus aposentos y tras cerrar la puerta de un portazo, envalentonada, estimó que era el momento perfecto para dar rienda suelta a su enfado.

Me niego a salir mientras tú estés ahí parado como un pasmarote. Nuestra amistad ha muerto, podenco.

Al otro lado de la puerta se escuchó un sonido que bien podría ser una risilla o un gruñido.

Niña, tienes cinco minutos para salir o...

¿O qué John? ¿Vas a pedir refuerzos porque no logras convencer a una mujer que mide la mitad que tú aunque te asombre su inestimable cerebro? ¿O es asustar la palabra adecuada? Olvidas, estimado podenco, que una puerta de roble de tamaño considerable nos separa y... ¿estás ahí? ¿John? ¿podenco?

Quizá desahogarse no había resultado una de sus ideas más lúcidas, menos aun teniendo en cuenta el mal genio que se gastaba John en ciertas ocasiones. Decididamente, pensó tras escuchar un ligero chirrido en la cerradura, este negro día estaba resultando uno de los peores de su corta vida, veinticuatro años recién cumplidos. El sonido había cesado para dar paso a algo más angustioso.

Meredith, apártate de la puerta si no quieres terminar, por segunda vez en el día de hoy, tendida de espaldas en el suelo y con las faldas por la frente, enana.

Escuchar estas palabras y la sorna que se vislumbraba en ellas hizo que una oleada de calor ascendiera súbitamente a sus mejillas, pero como persona sensata que era decidió alejarse hasta situarse junto al lecho, mientras observaba la entrada triunfal del idiota en sus aposentos. Resultaba extraño cómo todas las cualidades referentes a la hermosura podían concentrarse en una sola persona. O la justicia divina no existía o estaba, sin más, mal repartida. Por mucho que lo intentara evitar, su mirada se dirigía inevitablemente a los rasgos de quien hasta ese día había sido su compañero de juegos y penas, su confidente, su contrincante en las peleas y su íntimo amigo.

Sencillamente, es hermoso, pensó Mere. Cabello negro, espeso y rasgos marcados, muy viriles. Labios carnosos, chocantes en el género masculino y un cuerpo... Mejor dejar tales pensamientos aparcados, ¡por todos los santos! Ello no era obstáculo para que el rasgo que más le molestara fueran sus hoyuelos y la endemoniada estatura. ¿Cómo se puede, con cierta comodidad, discutir con una persona a la que tu coronilla no le llega siquiera al hombro? ¿Una jugarreta del destino o una ventaja de nacimiento? Quizá, si...

Así que tú decides, por tu propio pie o en volandas, no sería la primera ocasión en que lo hago, por lo que no dudes ni un segundo que no me atrevería, Meredith.

Centrarse en la discusión y darse cuenta de que John se encontraba plantado a dos palmos escasos de distancia, con los brazos cruzados y tensos como una cuerda de violín o, peor aun, el hecho de que al dirigirse a ella no empleara su diminutivo, fue algo repentino y espantoso. Mere reconocía que tenía varios defectos, entre ellos la curiosidad y una imaginación desbocada que en ocasiones le impedían centrarse en la conversación.

Espera, espera un momento, ¿podrías repetir lo que has dicho? Es que...

Mere, no me provoques que no estoy de humor. Tienes dos minutos para decidir que tu enfurruñamiento no tiene razón de ser.

¡Ja!, eso lo pensarás tú, podenco.

Como me llames de nuevo podenco te llevas una buena tunda, Meredith, y recuerda que tampoco sería la primera. Tus padres y hermanos esperan abajo y como una buena niña, que yo sé que no eres, vas a enlazar tu mano en mi brazo, volveremos al baile como seres racionales y te dirigirás a tu bendita madre y le darás un cariñoso beso, y otro a tu padre. Al finalizar la velada tú y yo vamos a hablar seriamente de tu escapada a la librería del señor Norris, sin acompañamiento.

Eso no es asunto tuyo, John. Soy una mujer adulta y puedo...

Sola, ni por asomo. Como te he adelantado, por tu propio pie o en brazos. Tú decides.

No puedes darme órdenes, listillo, porque no eres mi marido, ni mi hermano. Y además...

Tan pronto las palabras salieron de su boca, Mere se dio cuenta del error cometido. En menos de un suspiro sintió cómo una mano enorme la sujetaba por la nalga izquierda; lo siguiente fue el bamboleo de los pasos al dirigirse al rellano de la escalera colgada, boca abajo, sobre la amplia espalda de John. Con la sangre agolpándose en su cerebro decidió hacer una soberana locura. Dudó entre ambos glúteos a su alcance hasta que se decidió por el más cercano a su mano derecha y lo pellizcó con toda su alma. La reacción de John fue instantánea y el respingo repercutió en todo el cuerpo de Mere que permanecía colgado mirando el pulido suelo. Había llegado el momento de comenzar a retorcerse y patalear.

¡Serás bruja, pequeño demonio! Si crees que eso te va a servir de algo, salvo las posibles repercusiones, olvídalo.

Recibió sendos manotazos en la nalga, bruscos, y que para enfurecerle aun más, escocieron a rabiar.

¡Ay! John, te lo advierto, o me sueltas o te pellizco de nuevo y ahora en la otra nalga. No puedes hacer esto, ¡no puedes! chilló Mere entre gruñidos. Por tu culpa estoy babeando la alfombra. No puedes darme un azote, podenco, ya que no eres...

Las palmadas que siguieron fueron inmediatas. Tres en cada lado y, en opinión de Mere, excesivamente efusivas. Al día siguiente tendría dificultades para sentarse. Los largos pasos de John se detuvieron repentinamente con el consecuente vuelco en el estómago de Mere, pero lo agradeció. Ello le concedía un respiro para sopesar sus escuetas y limitadas opciones. Era inteligente y se le ocurriría algo. En cualquier momento.

¿Vas a comportarte como una mujer adulta? ¿Vas a dejar de patalear y retorcerte, hacer lo que te he ordenado y, ante todo, dejar de referirte a mí como podenco?

Nunca, ni en su más tierna infancia le había resultado fácil dar su brazo a torcer pero reconocía el sabor de la derrota. No es que lo fuera a admitir. Ni en los sueños más dulces de John haría algo semejante, pero había momentos en la vida en los que la astucia debía imponerse al orgullo. Tristemente este era uno de ellos y le fastidiaba sobremanera. Cruzándose de brazos con dificultad debido a su posición, decidió que era el momento de ser práctica.

Está bien. Reconozco que no debía haberte pellizcado, pero tú me has pegado en el trasero y... los pasos se reanudaron con más energía. De acuerdo refunfuñó Mere quizá no me haya comportado de la mejor de las maneras, pero has de considerar que únicamente podía..., uf, conseguir la información que necesitaba para descubrir al asesino del señor Abrahams en la libreta de apuntes del...

¿Cómo? exclamó un vozarrón cerca de ellos.

¿Qué acaba de decir? sin duda esa voz pertenecía a su hermano Dean. La segunda era de Thomas, su otro hermano.

Lo que faltaba, pensó Mere, llegó la caballería. Ahora sus endemoniados hermanos intentarían sonsacar las razones de su peculiar estado sobre el hombro de John y lo que resultaba aun más inquietante, su referencia al señor Abrahams.

Inoportuna, eso era ella, completamente inoportuna. Con delicadeza, lo cual era de agradecer, John la depositó en el suelo y se situó detrás, manteniéndola firmemente sujeta por el lazo que rodeaba su cintura. La tensión de su cuerpo le llegaba a bocanadas y, para colmo, otro fastidio más. Ahora tendría que contestar la retahíla de preguntas que, más que probablemente, fluirían a borbotones de labios de sus hermanos. Alzó la mirada y se encontró rodeada de tres hombretones, a cual con el ceño más fruncido, que intercambiaban entre sí miradas que no alcanzaba a comprender.

Los hombres son seres extraños, decidió Mere. Insoportables con frecuencia, mandones siempre, y para su desgracia, convivía con siete, además de sus padres. Gracias al cielo su madre era un remanso de paz entre tanto bruto. No en pocas ocasiones se había preguntado si su madre habría concebido de nuevo, tras el primer parto, de haber sabido que la fertilidad era un rasgo predominante en la rama materna de su marido. Seis varones y una hembra en seis alumbramientos le parecía a Mere un esfuerzo sobrehumano digno de una santa. En sentido figurado, claro está.

Ya se había acostumbrado a ser la menor de los Evers, pero le costaba, en ocasiones, aguantar la obsesión de sus hermanos por querer organizar su existencia o, peor aun, por conocer todos, absolutamente todos sus secretos. El lema que alegaban para meter las narices en sus asuntos, que ser un Evers suponía ser una parte de un gran todo, le ponía de los nervios. Pese a ello, lo que remató su penosa situación fue la incorporación a la familia, cierto día de primavera, del pequeño John, que con doce tiernos añitos, nada más ver a Mere decidió que era suya y para mangonearla a su antojo, pese a la fiera oposición mostrada por la niña desde el principio. Desde aquel extraño y fresco día de primavera los cinco críos fueron inseparables y con el paso del tiempo cada vez más. Jugaban, pelaban y lloraban, pero sus amorosos padres siempre estaban ahí para consolarlos. Una maravillosa y feliz infancia correteando por la mansión Evers y fastidiando al recién incorporado miembro de la familia, había sido su principal diversión y entretenimiento hasta hacía unos diez minutos cuando decidió romper relaciones con el energúmeno.

La reunión en el piso se iba incrementando. Tras la incorporación de sus hermanos Dean y Thomas era de esperar que apareciera Jared. Su intuición no le falló, pronto apareció la alta silueta al final del pasillo. Demasiado agraciado para su bien, al igual que sus otros hermanos.

¿Se puede saber qué demonios hacéis? Nuestros padres se están inquietando y mamá dice que quien haya localizado a la fierecilla la baje de nuevo. Worthington sigue esperando poder bailar con ella, en un estado, según madre, de extenuante ansiedad.

Los ojos de Jared, verdes y penetrantes, se clavaron en Mere y escudriñaron su estado.

¿Qué has hecho ahora, renacuajo? lanzó Jared tras observar minuciosamente el aspecto algo descuidado de Mere.

¿Worthington? masculló Mere. Ese hombre es un pesado y apenas me deja hablar. Lo que hay entre nosotros es un interminable monólogo y, ¿a qué te refieres con que qué he hecho? Mere se giró para observar el grado de atención de John y calcular si de un tirón, aunque arriesgara con ello la integridad de su vestido, podría soltarse del firme amarre; pero decidió desistir al apreciar la llameante mirada que le dirigió este. Volviéndose hacia sus hermanos, masculló.

Además, tiene las manos ligeras y tienden a ir a donde no deben. Para que lo sepáis, no pienso bailar de nuevo...

Nada más decirlo supo, por la brusca aspiración de aire y los juramentos que brotaron de sus hermanos, que debía haber callado como una tumba. Sin tiempo para reaccionar sintió una presión sobre su cintura. Con un movimiento brusco John le hizo girar levemente sobre sí misma y con el dedo índice de la otra mano le alzó la barbilla suavemente.

Niña, tienes cinco segundos para explicarte antes de que uno de nosotros baje y traiga a rastras a ese pelele para que conteste a nuestras preguntas. Y te aseguro que no le va a agradar el interrogatorio.

Mere jamás había sido la destinataria de semejante tono de voz. Era helado y calculador. Frío. Cuando discutían se notaba sutilmente el calor, la pasión e ironía, incluso el sarcasmo, pero nunca ese vacío de emoción. No supo por qué, pero un escalofrío le recorrió la espalda y giró la cabeza hacia sus hermanos. En menudo lío se había metido por hablar sin controlar sus ideas. ¡Madre mía! Mere, recuerda que debes filtrar la información. La filtración es importante. Mira que su familia se lo había repetido hasta la saciedad.

Únicamente ella y los miembros del Club de Investigación del Crimen sabían de la relación existente entre Worthington y el fallecido Abrahams, y habían prometido no revelarlo. La abuela Allison, el anciano Edmund Norris, sus mejores amigas, Julia y Jules, y por último, ella misma. Eran los cinco mayores entrometidos de la ciudad y disfrutaban inmensamente investigando misterios o crímenes sin esclarecer por la policía. Por regla general, la única con obvias dificultades para mantener la boca cerrada era quien acababa de hablar de más, ella. ¿Cómo demonios iba a salir del trance en el que se había metido ella solita?

Estamos esperando gruñó Jared. Thomas asintió con la cabeza, situado como estaba a la izquierda de Dean.

¿Queréis dejar de ser tan exagerados, por Dios? Ni que el pobre hombre se hubiera propasado Mere sintió nuevamente presión en la cintura, pero su sentido común le indicó que hiciera caso omiso simplemente al bailar es algo pulpo y... más presión. Quizá lo estaba estropeando con su pobre explicación. Optó por continuar. Jamás ha ocurrido nada que resultara ofensivo, así que dejad de imaginar cosas extrañas. Simplemente, Worthington es algo agobiante. Anda a la busca y captura de hermosas doncellas para casarse y, claro, yo me encuentro en su punto de mira Mere se giró bruscamente hacia John al oírle resoplar. ¿Se puede saber por qué resuellas? Y suéltame de una vez, ¡demonios!

Con un nuevo tirón esperaba que la mirada que había dirigido a John le indicara a las claras lo que estaba pensando. Su parrafada entrecortada había conseguido ablandar la furiosa expresión de sus hermanos. Un punto a su favor. ¿Quizá podría dedicarse al mundo de la farándula, después de todo? Cuestión diferente era John. Sospechaba que no iba a zanjar el tema tan fácilmente. Nunca había llegado a vocalizarlo pero intuía que rebuscando entre sus antepasados alguno por fuerza había evolucionado de sabuesos. Su actitud con frecuencia podía equipararse a la de un cánido, cruce de sabueso y perro de presa, sobre todo cuando algo se le metía entre ceja y ceja. Y por lo general, ese algo siempre estaba relacionado con algún aspecto de la vida de Mere.

Muy bien, Meredith, por ahora lo dejaremos estar, al menos por mi parte. Y no uses palabras que no debería decir una dama susurró John tras ella, y alzando la mirada se dirigió a los hermanos bajábamos al baile cuando os unisteis a la feliz reunión. Haced el favor de acompañar a vuestra hermana para que yo pueda cambiarme de ropa en mis aposentos. Y que no se os escabulla, ¡diablos!, que bastante me ha costado antes localizarla. Decidle a tía Mellie que estaré ahí en unos minutos.

Tras darle un leve empujón y lanzarle una mueca torva, en opinión de Mere, giró y se alejó en dirección contraria hacia la habitación que solía estar preparada en la mansión para aquellas ocasiones en que John no dormía en su propia casa. En menos de un segundo Dean le cogió firmemente de la mano y comenzó a arrastrarla escaleras abajo mientras escuchaba tras de sí comentar a Jared lo poco que le agradaría estar en la piel de su hermanita mientras soltaba una risa muy poco masculina.

¿Quieres soltarme, Dean? ¿He de recordaros, una vez más, que soy una pragmática mujer adulta que sabe perfectamente lo que hace o deja de hacer, y que mis asuntos son eso, míos?

Lamentablemente su firme exposición habría resultado más eficaz si no hubiera ido tropezando constantemente con el rasgado lazo del vestido o si su cabeza no estuviera en las nubes pensando en la forma de desvelar al Club toda la jugosa información que había descubierto durante el horripilante y pegajoso baile con el señor Worthington, Pipi para sus conocidos.

Amor entre acertijos
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