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Algo no va bien.
Todos comenzaban a pensar lo mismo mientras dejaban que el tiempo pasara, a la espera de que cualquiera de los que habían entrado en la desvencijada casa, saliera de nuevo. Nadie lo hacía. Se encontraban repartidos en varios puntos rodeando el lugar donde retenían temporalmente a los chicos, centrados en controlar la zona.
¿Y si algo se les había pasado por alto? Algo esencial...
No podía esperar, no con ella en peligro.
Echó a andar en dirección a la mole medio derruida, como si se tratara de un caminante ocasional. No avisó de sus intenciones a los demás ¿Para qué? No iba a tolerar que lo detuvieran y anunciarlo supondría perder un tiempo precioso. La calle permanecía vacía y la casa tétrica. Aprovechó las sombras para resguardarse hasta pegar la espalda contra la esquina izquierda de la fachada principal. Se deslizó, suavemente, hacia el patio trasero, ahora silencioso, en el que hacía un par de horas habían dejado a su Mere.
Oteó a través de las resquebrajadas ventanas pero ni un movimiento se apreciaba en el interior. Su pecho parecía a punto de explotar. La angustia comenzaba a agolparse en su vientre.
Sintió la presencia junto a él. Peter le seguía e imaginaba que el resto al presenciar su avance habrían imitado sus pasos. Se volvió para descubrir que no se equivocaba.
Lentamente rodearon la casona hasta que John alcanzó el acceso trasero. Sin vacilar empujó la destrozada puerta y accedió a una entrada desde la que se podía ascender al piso superior. Con un sobrio gesto indicó a Peter esa dirección y este se encaminó hacia ella sin hacer el más mínimo ruido, subiendo los escalones de dos en dos, con engañosa lentitud. En la mano agarraba un arma en forma de estrella, extraña.
Él siguió su instinto, se dirigió al sótano. En función del vistazo desde el exterior se orientó de inmediato y caminó, con cautela, hacía lo que parecía ser la cocina. Seguía sin escucharse un alma y ello le ponía de los nervios. Prefería mil veces luchar que enfrentarse a lo que comenzaba a sospechar. Por favor, que tuviera que luchar, a eso le podía hacer frente. A cualquier otra posibilidad...
Nada se salía de lo normal salvo la ausencia de todos los que habían entrado en la casa. Recorrió la cocina con la mirada, la mesa que permanecía en el centro, el oxidado fogón, los abandonados muebles, la puerta entreabierta al fondo... ¡La puerta! En un segundo recorrió la habitación.
¡Joder! ¡Venid!
Las expresiones de los rostros indicaban a las claras que lo que menos deseaban había ocurrido bajo sus narices. Se los habían llevado y con ellos a Mere.
Una furia helada, siniestra, le sobrecogió. Sin tomar precauciones intentó descender por los escalones, pero un brazo se lo impidió. Golpeó sin mirar, necesitaba bajar ya, no esperar, tenía que descender en su busca, pero el brazo apretaba y al girarse se enfrentó a los negros ojos, insondables de uno de sus amigos.
¡Piensa! John, piensa, joder. Si bajas sin lumbre puedes desnucarte y de nada servirás a tu mujer.
¡Tengo que bajar! ¿Es que no lo entiendes? Le prometí que nada le ocurriría, que nada... ¡Dios! el nudo le impedía hablar, la ira contra sí mismo no le dejaba pensar Doyle ha salido por la lumbre del coche de caballos y llegará en un segundo. John, amigo, debes sosegarte o los perderemos del todo.
¡No digas eso! No lo digas, si fuera Rob ¿qué harías?
Esos ojos se agrandaron repentinamente hasta que una suave calma los inundó y susurró entre dientes, suave, como si lo que fuera a decir se lo estuviera arrancando del alma a la fuerza.
Lo mismo que tú.
John hizo ademán de lanzarse escaleras abajo, pero de nuevo ese brazo le obstaculizó el camino.
Y tú harías exactamente lo mismo que yo, amigo.
John no pudo replicar ya que, maldita sea, llevaba razón, pero no actuar, no ir en busca de la mujer que amaba iba en contra de sus instintos más básicos.
Peter aguardó algo y suavemente retiró el brazo, justo en el momento en que su hermano se acercaba con dos farolillos. John de inmediato arrancó uno de esas manos e inició el descenso por los escalones hasta dar con un pasillo escavado en roca, húmedo, frío, en el que se apreciaban aquí y allá pisadas en dirección al oscuro fondo. Mediría de largo tanto como tres manzanas de edificios y tras una veloz carrera, entre resbalones y juramentos llegaron a los escalones que ascendían de nuevo. Corrió más si cabe, pero intuía que de nada serviría. La salida daba a otra destartalada cocina en el piso bajo de otra casona a punto de derrumbarse.
Recorrió con ansia, cada esquina, cada oscuro ángulo, cada saliente, hasta que sus ojos toparon con algo familiar. En una esquina de la mesa apoyada contra una de las desconchadas paredes, tirado con descuido estaba el pañuelo, el maldito pañuelo con el que había tapado los labios de su mujer, la preciosa boca de su torbellino. Dios...
Lo cogió, lo apretó, encerrándolo en su puño, y perdió la noción de lo que le rodeaba.
No se dio cuenta al caer de rodillas, ni escuchó el grito desgarrador que lanzó. No sintió nada salvo dolor, el inmenso dolor por no haber cumplido una promesa. La promesa que jamás debió romper. Prometió a su mujer que la protegería y la había roto.