IV

Tenía la espalda como un cromo, pese al emplasto que le había aplicado el doctor, y seguía tan enfadado y desilusionado, que como le mandaran con cajas destempladas en el Yard o tacharan de exageración aquello de lo que iba a informar a sus superiores, no respondería de sí mismo.

Le era imposible borrar de su mente esos labios inmóviles y ese inmenso cuerpo, paralizado. Ni las palabras, esas jodidas palabras que le habían quemado por dentro.

Tenía su punto cómico, si no fuera porque no le veía la gracia por ningún lado.

Estaban en pie como postes, en la esquina del edificio de las oficinas mientras jarreaba sin descanso y se empapaban hasta el tuétano esperando la llegada de la marquesa y su amante. Los tres. Padre ubicado entre Peter y él, como si presintiera que una marejada que no terminaba de alcanzar la costa, se estuviera aproximando a gran velocidad. Les miraba sistemáticamente de uno al otro y callaba como un muerto.

Hijo, ¿cómo lo has planeado?

Entramos y hablamos con Clive...

El soplido del ogro le indignó.

¿Clive? Qué curioso, ya no es superintendente Stevens, sino Clive, qué familiar.

Ya estaba bien. A la siguiente iba a pasar de las palabras a un potente puñetazo. Llevaba toda la mañana aguantando la sorna endemoniada en las frases de Peter en cuanto alguien hacía alusión a Clive. Como si se hubiera encelado con él, lo cual era ridículo.

Mira, Peter, me estás poniendo...

Su padre se posicionó entre ambos como barrera de separación, mirándoles con enojo.

No sé qué os ocurre, pero ¡ya basta! No es el momento, ni el lugar, ni el día más idóneo para distraerse.

Lo sabían, ambos lo sabían, pero les podían sus sentimientos y eso era peligroso y no solo para ellos.

Tienes razón, la tienes y lo sabemos con un supremo esfuerzo se volvió hacia Peter, conciliador no más pullas.

Yo no lanzo pullas.

Un gruñido se le estaba formando en el fondo de la garganta. Cuando Peter se ponía en semejante plan, no había quien lo soportara. Cerrado a cal y canto, y la llave desaparecida en combate. Estaban apañados.

Agradeció el respiro, en cuanto avistó a lo lejos el carruaje que se aproximaba, con el emblema de los Wright en una lateral, deslizándose entre el tráfico tras el tiro de cuatro robustos caballos.

Lo que no podía discutirse es que era una mujer impresionante. Hermosísima y diferente, con un resplandor difícil de explicar. El hombre que la ayudaba a descender no llamaba tanto la atención, pero tampoco la desmerecía. Puede que fuera la pareja en su conjunto o la clara impresión de que se pertenecían el uno al otro.

Su padre se adelantó para recibirlos.

Muchas gracias por decidirse a dar el paso, marquesa.

Apoyó los finos dedos en la anciana mano extendida y sonrió.

Debimos hacerlo hace tiempo, pero nunca es tarde ¿verdad? les dirigía a ellos la pregunta, pero no su mirada, centrada en el hombre que la acompañaba, que la observaba con tranquilidad y seguridad.

Situados en círculo delante de la entrada parecían recopilar fuerzas para adentrarse en lo que no tendría marcha atrás. Y debían hacerlo cuanto antes, si querían lograr algún fruto.

Accedieron por la puerta principal, en medio del estruendo que desbordaba a todo el que entraba. La situación últimamente estaba revuelta. Entre los rumores de ataques a las comisarías de policía por los irlandeses en apoyo de los compañeros detenidos, y las restricciones impuestas por el primer ministro a las demostraciones políticas en la ciudad, la situación se había tornado inestable. No daban abasto con las revueltas y concentraciones cada vez más frecuentes en las calles que habían terminado ya con algún herido de consideración. No era el mejor momento para plantear un incremento de personal, por ello acudía al único hombre que, por lo menos, le escucharía.

Aunque le fastidiara a Peter...

Esperadme aquí dos pasos fue lo que pudo dar antes de que lo detuviera una mano posada en su hombro. Inamovible.

Te acompaño.

Se giró hacía el hombre que le impedía continuar.

Ahora no. He de hablar con él a solas.

Por la expresión del impactante rostro supo que no le agradaba.

Mala suerte, ya que no tenía intención de perder tiempo ni saliva en contentar al ogro.

Inició de nuevo el rumbo, pero lo sintió a su espalda. ¡Dios! Le estaba agotando la paciencia. Se aproximó hasta casi rozarse y tras atisbar lo que les rodeaba, se decidió.

No me sigas o haré que te den el alto.

Esos carnosos labios se fruncieron.

No te atreverías.

Odiaba que le hiciera eso...

No me pongas a prueba, Peter. Esta no es tu casa, es mi puta casa y harás lo que se te dice y no me provoques o te juro que daré la orden en este mismo momento. Y créeme, no te gustarán nuestros humildes calabozos...

¿Y si es corrupto?

Lo dejó totalmente descuadrado.

¿Se puede saber de qué demonios hablas?

Ya lo sabes.

No, Peter, no lo sé, y estoy demasiado cansado y dolorido para intentar adivinarlo.

¿Y si Stevens trabaja para ellos?

No. Por eso no pasaba. Clive era tan de fiar como su propio padre.

Vete a paseo le odiaba en este momento por introducir en su mente dudas hasta el momento impensables y no me sigas o te juro que haré lo que dije.

Estaba obligando a un hombre a ir contra natura, a un depredador a no acechar y cazar, y sabía que le dejaba estático en el lugar, enfurecido y con ganas de abalanzarse sobre él. Mientras se dirigía a las escaleras para iniciar el ascenso al piso donde se ubicaban los despachos, notaba esa negra mirada clavada en medio de su espalda y casi deseó que se lanzara sobre él para desfogar ese dolor que sentía dentro, aunque fuera a base de golpes, aunque terminara tumbado y amoratado en el suelo. Tanta ira.

Uno tras otro ascendió los escalones y en la curva escalinata, de reojo, atisbó la rígida figura que a los pies de esta, inmóvil, seguía con extrema atención su ascenso. No se detuvo.

Se adentró en el iluminado pasillo y se encaminó hacia el fondo, hacia el despacho que ocupaba desde hacía tres meses uno de sus amigos más cercanos en el cuerpo de policía. No podía recordar la razón por la que, en muy contadas ocasiones, había hablado de Clive en casa, quizá porque era un reducto propio, un espacio que sentía que debía proteger de la continua intromisión en su vida por parte de su padre y de los hermanos, pero sobre todo de Peter.

Asió la manilla y abrió la puerta tras el adelante que llegó del interior, y en cuanto centró la mirada en la pecosa cara del hombre que se afanaba en distribuir el ingente papeleo que llenaba la mesa, se animó.

Siempre igual. Clive no era hombre de papeles, era una de las mentes más agudas que el cuerpo de policía disponía en sus filas y era un secreto a voces que odiaba el tiempo que debía permanecer sentado leyendo informes, o como él lo llamaba, el maldito noticiero.

Los penetrantes ojos grises se desviaron de lo que tenía entre manos, pero no llegaron a elevarse.

Siéntate, Rob.

Lo hizo pero con aprensión. Se conocían demasiado como para no darse cuenta de la ligera frialdad en su voz. Debió preverlo.

Te han dado parte ¿verdad? los grisáceos ojos no tardaron en alzarse pero no contestó. El inspector jefe Albridge especificó algo más Rob.

La comprensión inundó la mirada clavada en él.

Ha presentado una queja por insubordinación ¿Me vas a contar qué está pasando y por qué demonios no acudiste antes a mí?

Joder, Clive, no soy un puñetero chivato.

Ya te vale, Rob. No puedes pelear tú solo contra el mundo. Hay ocasiones en que debes pedir ayuda.

¿Para qué? ¿Para que me miren con lástima y me den palmaditas en la espalda? Siempre me las he apañado solo y tengo intención de seguir igual.

El gesto de desesperación de Clive reflejaba su exasperación.

Sigues tan tozudo como siempre.

Sonrió con cierta tristeza.

No te lo discuto, amigo mío.

Cuéntame.

No le resultó fácil, sino endemoniadamente difícil, pero no dejó detalle sin relatar y mientras observaba las diferentes expresiones que cruzaban el pecoso y aniñado rostro, las arrugas que comenzaron a bordear esos perspicaces ojos, empezó a tranquilizarse. Tenía razón. Debió acudir a él.

Amor entre acertijos
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