II

Por extraño que pareciera se habían levantado relajados, algo doloridos pero plenamente laxos, hasta que dio comienzo el más que torpe intento de momificarla.

Enana, sigues teniendo curvas.

Ya lo sé ¡rábanos!, pero tienes que imaginarme con una camisa encima y algo de abrigo. Entonces las curvas desaparecen.

Su marido la agarró de las caderas, la giró en redondo y Mere imaginó lo que estaba haciendo por el calorcillo que comenzó a percibir en su parte inferior.

Lo del trasero, va a ser imposible.

Quieres ser más positivo ¡diantre! refunfuñó es cuestión de taparlo con algo, un jersey o una chaqueta que llegue por debajo de las caderas.

Claro, cariño ¿y si te la quitan? En cuanto vean esas redondeces, se les va a iluminar el cerebro, y la libido.

John, no todo el mundo tiene una mente calenturienta y menos conmigo.

¡Ja! Eso lo dices para tranquilizarme, y podrías evitártelo ya que ni queriendo lo vas a lograr.

Estaba como una momia. La palabra que pensó la noche anterior antes de la agotadora sesión amatoria, iba como anillo al dedo. Amortajada.

Había tenido que achuchar a su gruñón para que la envolviera bien prieta. Pese a todo el esfuerzo, parte de sus rechonchos pechos se desbordaban por la parte superior y su marido no hacía más que acariciar lo que se asomaba.

Le dio otra palmadita en la mano.

¡Quieres parar de una vez!

Se acercó, cautelosa para que no estallaran las vendas, hasta el espejo de medio cuerpo situado junto al armario y se observó detenidamente.

Lo lograrían. Camuflando algo la suave cara, dibujando algo de ojeras y calando una gorra sobre su cabeza, pasaría por un muchacho, al menos el tiempo suficiente para que la llevaran al mismo lugar donde retenían a los chicos. Una vez localizado, tendrían pruebas sólidas del infecto negocio organizado por esos enfermos.

¿No se podría...? no sé, ¿rellenar algo la cintura? Es que parezco un reloj de arena.

Sobre su cabeza se reflejó en el espejo el pecho y precioso rostro de su marido que la recorría con avidez hasta bajar la cabeza y besarla suavemente en el desnudo hombro.

Es lo mejor que podemos hacer. Encima te puedes vestir con una camisa que cuelgue fuera de los pantalones y una gruesa chaqueta. Al menos el tiempo nos favorece. Con el frío que hace todo el mundo va bien abrigado.

Mere suspiró e intentó inflar el vendado pecho.

¡Qué haces! los ojos verdes de su gruñón se estaban desorbitando.

Probar el grado de flexibilidad por si tuviera que respirar profundamente, o escapar, o chillar como una loca se giró chocando casi contra el musculoso cuerpo de John no puedo más, ¿me ayudas a salir de esta mortaja?

Con gusto, enana, con mucho gusto.

Apenas tardó en desenredar las largas vendas, enroscarlas y guardarlas a buen recaudo para reiterar la prueba en otro momento, ya que convenía que se habituara a llevarlas puestas. Mientras John terminaba de hacerlo, Mere recordó lo que se le había pasado por la mente en la casa Lancaster.

Cariño, creo que hemos hilado otro de los datos de la libreta de Worthington se aproximó desnuda a la mesilla situada en su lado de la cama y extrajo del pequeño cajoncito la copia de los apuntes de la agenda.

¿Qué fue lo que dijo Marietta Lancaster que había robado en su casa el tal Clay? ¿por qué demonios le estaba mirando fijamente su marido, siguiendo sus movimientos? y ¿por qué se relamía los labios?

¡Oh! Estaba desnuda, como el día en que la parieron. Había perdido la vergüenza. El culpable era el matrimonio que la estaba convirtiendo en una descarada desvergonzada, y su marido ayudaba a ello con su costumbre de dormir desnudo y pasearse como Dios lo trajo al mundo delante de sus narices. Es que todo se pegaba menos la hermosura.

Asió la bata de seda del grandullón y se la colocó como buenamente pudo, arrastrándola por los suelos, con las mangas a la altura de las rodillas, y su marido la miraba raro. Que hombre más extraño. Extraño y tierno.

Gran cantidad de plata y un grupo de marfiles muy valioso, de la India la voz surgió algo ronca.

Mira se acercó de nuevo a su marido a grandes pasos y le colocó la hoja con la indicación que le interesaba bajo la recta nariz. Pone “030365986 librasLancaster (marfiles y plata), Hamstead (cadenas y platadiez por ciento”. El hombre apuntó los objetos que robaban en cada casa. Ahí está, Lancaster, marfiles y plata. Lo que no termino de imaginar es a qué se pudo referir con lo del diez por ciento. La cantidad de 986 libras me parece una cuantía baja para el valor que comentaron que tenían los bienes robados. No sé, diez por ciento, pero ¿de qué?.

Quizá las casi mil libras sea el diez por ciento del valor de lo que robaron. Diez mil libras de valor aproximado sí que cuadraría con el valor de lo hurtado añadió John tras sujetar la hoja con sus manos.

Tendremos que comentársrlo a los demás.

Su marido tan solo asintió por lo que Mere presintió que le iba a decir algo.

Mere...

¿Hum? comenzó a sacar una muda de ropa interior y la ropa de casa ya que no habían planeado salir. Tenían todo el día de hoy para terminar de organizar la reunión con la marquesa de Wright y esperaba por la tarde la visita de Amanda Lancaster. Además, seguro que tarde o temprano se pasaban los Brandon y Norris y su hijo para ir desarrollando el tema de los muchachos.

Cariño, atiende.

La voz de su marido rezumaba seriedad por lo que Mere se giró inmediatamente.

Quiero que vayas armada.

Su sorpresa fue inmensa.

Pero, ¡no sé manejar armas! y soy desastrosa. ¿Y si se lo clavo o disparo a quien no debo o a mí misma? Ay, Dios.

Lo sé, lo sé, pero me sentiría más tranquilo.

¿Y no podría enseñarme Peter a bloquear y, cómo se dice, a noquear a un enemigo, aunque sea grande?

No estaría de más pero si quieres parar a un hombre, cielo, agárralo de las pelotas, bien fuerte.

Guau, esa era información privilegiada.

¿Cómo?

Con una mano y se las retuerces. Créeme, cariño no recordará ni el nombre de su madre.

Vaaale.

Aun así, quiero que vayas armada.

Supo que una contestación afirmativa era lo que su grandullón necesitaba escuchar, no idiotas protestas sobre no saber utilizar armas, ni largas para evitar portarlas, aunque se volara el dedo gordo del pie, y por todos los santos que le iba a dar el gusto, por él, porque simplemente así lo necesitaba y ella podía dárselo.

¿Cuchillo, puñal o pistola?

La sonrisa de oreja a oreja de su grandullón le llenó el corazón y el alma. Estaba asustada y no temía reconocerlo, pero pasaría por encima de quien fuera necesario, aplastaría a quien se interpusiera, sin compasión ni remordimientos, para volver a donde pertenecía, a los brazos de su John.

Tenía que quitar la preocupación del corazón de su marido, aunque fuera por unos breves momentos, en el refugio de su habitación, ellos solos.

No me veo con un látigo, cariño.

La risilla dulzona de su señor esposo aligeró algo su propia preocupación. Eso y que sabía que en esta ocasión ninguno de ellos la perdería de vista y además, estaba el ejercito de hombres de confianza de John, empezando por su mano derecha, Williams.

No me des ideas, cielo.

Quien rió ahora fue ella. Dios, ese hombre tenía su corazón en un puño. Tanto, que casi dolía.

Amor entre acertijos
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