IV
La casa era un completo desbarajuste. Su padre había desaparecido en combate y sus hermanos le siguieron de inmediato. Ni que organizar una boda fuera un castigo de los dioses a los blandengues mortales. Si las pisadas apresuradas no la engañaban, el personal de la casa correteaba de un lugar a otro. Daba igual, por el momento tenía bastante con la crisis en ciernes que se precipitaba en su habitación.
Mamá, no pasa nada. Me pongo el que vistió la abuela Carlota el día de su boda y ya está.
¡Es negro!
¿Y qué más da?, si únicamente va a estar la familia más cercana.
Y el cura, cariño. No olvides al cura. Si se nos desmaya de la impresión, estamos apañados. Es que parece un tanto enclenque y ¡es barbilampiño! susurró su madre como si el referido pudiera escucharla por dictado divino y carecer de barba fuera un pecado mortal. Si apretamos un poco más el corsé, seguro que entras insistió.
Mamá, ni con un milagro divino entro yo ahí.
Su madre comenzaba a parpadear incontrolablemente, lo cual era una señal nefasta. Profetizaba algún arrebato y era necesario ponerle tope antes de que diera inicio.
¡Vale!, mamá. Haremos lo que quieras, pero pareceré una croqueta, que conste.
Observó la habitación con detenimiento.
¿Me tumbo en el suelo para que me asfixies con el instrumento de tortura ese?
La sonrisa de su madre daba miedo. Tardaron exactamente cuarenta largos minutos en conseguir que el corsé permaneciera en su lugar, con gran esfuerzo. Mere se sentía a punto de explotar, no, a punto de que sus pechos rebosaran la parte superior del vestido o de que los minúsculos corchetes estallaran en una ensordecedora protesta. Entre ambas posibilidades lo cierto es que prefería la segunda. Con un breve vistazo a su satisfecha madre decidió tragarse su orgullo e intentar respirar lo estrictamente necesario, ni más ni menos. Si conseguía terminar el día sin ulteriores sobresaltos sería un milagro.
Tras un par de revoloteos a su alrededor y la aprobación mostrada por su madre con un enérgico palmoteo, dejaron atrás su viejo cuarto, testigo mudo de su vida. Los baúles se encontraban apilados en un rincón con gran parte de sus pertenencias, aunque no todas. Mere había indicado que dejaran parte de su ropa en los armarios. Al fin y al cabo tampoco iba a mudarse tan lejos como para necesitarlo todo, ya que John residía en la mansión contigua a los Evers. Una hermosa residencia de estilo clásico gobernada con una mezcla de mano de hierro y dulzura por el ama de llaves —la señora Johansson, Rosie para Mere y sus hermanos— a quien Mere adoraba porque siempre había sido su aliada en sus discusiones con John, y por haber soportado con verdadero estoicismo las carreras por la mansión del pequeño tornado.
Antes de abandonar el cuarto Mere se paró y observó cada rincón. Se aferró a su madre.
Mamá, ¿estoy haciendo lo correcto? Ha sido todo tan rápido. ¿Y si me entra el pánico y me quedo muda en plena ceremonia? ¿O si de lo apretada que estoy me asfixio? ¿Y si...
Cielo...
...me arrepiento algún día? ¿y si ¡tengo trillizos!?
¡Cielo! ¿le quieres?
Sí, siempre le he querido.
Entonces, cariño, deja de preguntar bobadas.
Mere se quedó momentáneamente paralizada.
Vaaaale.