I

Las reuniones al atardecer en la librería de Edmund Norris eran fuente de emociones e inquietudes para los miembros del Club del Crimen. Conversaciones abiertas, sin tabú alguno que minara el intercambio de ideas o la desbocada imaginación de los reunidos. Cuatro mujeres llenas de inventiva, osadas e impetuosas, dispares en edad, que sentaron los principios y valores a perseguir por el Club: la verdad, la honestidad y, no menos importante, la persecución y revelación del culpable. Para su desesperación, la torpeza parecía también acompañarlas, pero era un mal menor.

Solamente un hombre era capaz de introducir algo de sensatez en tales mentes ocasionalmente descontroladas. El anciano y apacible Edmund Norris, librero y erudito, inconformista y con un sabroso sentido del humor además de una portentosa lengua afilada. En cierto modo el ancla del heterogéneo grupo.

La reunión la había convocado la abuela al imaginar que Mere necesitaría del apoyo moral de sus amigos tras el espeluznante fiasco de la fiesta en su casa la noche anterior. Incluso después de media hora tratando de levantarle el ánimo, le seguía temblando el labio inferior cuando recordaba el coro de marchitos rostros rodeándola mientras ella solo emitía entrecortados berridos, despatarrada en el suelo del salón. Si no cambiaban de tema de conversación, pero ya, quedaría marcada de por vida y jamás, jamás entraría de nuevo en el salón de baile de su casa. Gracias al cielo estaba Norris y su asombrosa percepción del turbulento estado mental de las mujeres que le rodeaban.

¿Cómo que te descubrieron al entrar en la tienda, Mere? inquirió el anciano frotándose las rodillas con sus avejentadas manos a la vez que alzaba las cejas. Maldito contratiempo es ese. Disculpen el vocablo, señoras, pero nos enfrentamos a un posible obstáculo en nuestro misterio.

Situada la sala de reuniones en la trastienda de la librería, nadie podría imaginar al adentrarse en la polvorienta tienda que traspasar la estropeada y astillada puerta ubicada al fondo adentraría al curioso en un mundo de misterios y diversión. Una espaciosa sala dominada por una amplísima chimenea perpetuamente encendida a cuyo alrededor se congregaban mullidos sillones cubiertos de coloridos cojines y centenares de libros modernos o antiguos llenos de polvo. Era el lugar preferido por Mere. También el de su abuela Allison, el de la tímida y miope Jules, y el de Julia, la amazona reencarnada como le gustaba definirse. Acudían una vez por semana, ansiosas por compartir las pequeñas, o en ocasiones, inexistentes pistas recabadas a lo largo de sus torpes pesquisas.

Los contratiempos eran lo de menos, pensaba Mere mientras maquinaba la forma de convencer a los demás de sus limitadas posibilidades en esquivar la creciente curiosidad de John. ¿Acaso lo entenderían? Al menos, auguraba que su abuela lo haría. Si desapareciera el Club una parte de ella se marchitaría lentamente en la monotonía de una ociosa vida de alta sociedad, o peor aun, observando desde el fondo del salón el transcurrir de la vida de los demás ¿Cómo hacerles entender, sin confesar que desde niña amaba a John, que esa parte oculta de su vida impedía que se volviera loca pensando constantemente en él, en que jamás la amaría como ella deseaba?

Sospechaba que sus amigos no desconocían parte de las razones que le llevaban a involucrarse de forma tan apasionada en cada uno de los misterios que intentaban solventar, pero ¡era tan difícil expresarlo en voz alta! Bueno, pensó Mere, aun me queda algo de dignidad. Podré ser bajita, rellena e incontinente verbal, pero jamás me rendiré al desánimo, no señor.

Alzando la cabeza con expresión orgullosa intentó parecer agresiva, mundana.

Me siguieron. Es difícil de entender, pero el susodicho creo que desciende de sabuesos y una vez agarrada la presa no la suelta. Pero juro que se le puede distraer con otro hueso. Claro que estaría bien que ese hueso fuera una costilla enorme las miradas que estaba recibiendo eran vidriosas, como si estuvieran aguantando la risa. De acuerdo, me rindo, ¿cómo puedo distraerle?

El susodicho ¿no será nuestro John, verdad, querida? indagó la abuela Allison. A Mere no le gustaba en modo alguno la expresión de sus hermosos ojos. ¿Le estaría leyendo el pensamiento? Con la abuela Allison, nunca se sabía. Era una mujer despampanante. Setenta años confesos, dos maridos a sus espaldas y un espíritu juvenil que tantas mujeres desearían conservar a su edad. A Mere le encantaba charlar con ella de todo o de nada. Incluso en alguna ocasión poco le había faltado para soltar todos sus secretos e intuía que, tarde o temprano, tal día llegaría.

No es mío, abuela. Es mi mejor amigo.

Entonces, ¿por qué no le desvelas lo que hacemos aquí? Si es tu amigo deberías confiar en él intervino repentinamente Norris.

Claro, cielo. Además, tampoco nos vendría mal una ligera ayuda apuntó Julia desde que murió el señor Abrahams estamos perdidos y sin pistas, no logramos hilar datos y descubrir información se vuelve más complicado. Hemos de andar con mucho cuidado ya que a estas horas el enemigo ya habrá descubierto que, al menos, uno de los miembros de Club estuvo indagando e intentó sobornar a Abrahams ¿Por qué deshacerse del mismo si no fue así?

En ese punto todos cruzaron miradas temerosas. En cierto modo todo había parecido un juego de atrapar al ladrón hasta que en los periódicos dieron la noticia del asesinato de su esquivo confidente, el señor Abrahams. Norris reaccionó decidiendo clausurar el Club de forma provisional hasta que se calmaran los ánimos y la policía se rindiera en sus pesquisas. Ellas se negaron con rotundidad.

Mere desconocía las razones que llevaron a tal oposición por parte de la abuela Allison, Jules y Julia, pero ella lo veía tan claro. No podían abandonar la investigación iniciada; y no por ellos, sino por los muchachos, por los huérfanos ¿Quién les protegería si a nadie más le importaban?

Se giró a su izquierda y contempló, con disimulo, la tensa faz de Norris alumbrada por las llamas. Ella sabía que al anciano le angustiaba que les pudiera ocurrir una desgracia y presentía que en algún recoveco de su mente se sentía culpable ¿Quién si no había agudizado en ellas el amor por la aventura y el misterio, con relatos de maravillosas historias de espíritus y doncellas ruborosas o haciéndoles seguir, paralelamente a las autoridades, decenas de asesinatos, durante los últimos siete años? Desde que fue contratado como tutor de la pequeña Mere, e incorporado más tarde a sus enseñanzas a las otras dos jóvenes, empezó a germinar lo que ahora se había convertido en parte esencial de sus vidas. El Club del Crimen. Las risas, el humor y el anhelo por adelantarse a la policía en sus descubrimientos, les había unido tanto que la sola idea de dejarlo atrás amedrentaba a Mere.

Norris, no te culpes... susurró Mere posando sobre su mano la suya, pequeña y suave no podías prever que le fueran a asesinar. Estoy convencida de que Abrahams se arrepintió en su momento y por ello te confió lo que hacían con los niños.

Norris se giró hacia la mesita situada junto al sillón orejero que acostumbraba a ocupar y alzó la copa de coñac que se había servido nada más entrar al saloncito. Bebió un pequeño sorbo y tras saborearlo se volvió hacia ellas.

Lo entiendo y lo acepto. No es eso lo que me preocupa suspiró, deslizando el dedo índice por su ceja derecha en un gesto de nerviosismo poco común en él. Yo soy viejo y si me ocurriera algo... su mirada se posó momentáneamente en la abuela Allison ¿quién os protegería? ¿Y qué ocurriría con los muchachos? Chiquilla, necesitamos a alguien que nos ayude con medios para hacerlo, y ese podría ser John.

¡No!, no puede ser. En primer lugar me odiaría por haberle ocultado algo semejante y se vería en la obligación de contárselo a mis padres y a mis hermanos. No podéis llegar a entender lo protectores que son. No niego que me conocen y me quieren tal como soy, pero, abuela, por favor, esto es diferente. Es mío... Sus ojos suplicaban que le entendieran, que comprendieran esa necesidad, que la apoyaran. Tras un profundo suspiro la abuela Allison se irguió. Había llegado el momento de ser práctico.

En primer lugar debemos inventar una excusa convincente que explique la escapada de Mere. ¿Podríamos aludir a un pretendiente con el que te encuentras en la librería, bajo la atenta mirada del señor Norris y la mía, por supuesto?

¡Buena idea! apoyó con entusiasmo Julia. Quizá sea la forma de despabilar al hermoso susodicho.

A Mere casi se le salieron los ojos de sus redondas órbitas.

Julia, por favor, déjalo. John no me quiere. Bueno, quizá como a una hermana pero, en fin, miradme... ¿cómo me iba a elegir teniendo como tiene a sus pies a todas las esplendorosas bellezas de Londres? Está bien soñar, pero...

En ese momento Mere acertó a comprender que a ninguno le extrañaban sus palabras y sintió vergüenza, pero también un amor infinito por unos amigos que jamás la habían rechazado.

Os quiero ¿sabéis? los ojos se le estaban humedeciendo así que basta de sensiblerías, musitó. ¿Creéis que funcionaría un plan tan simple?

Creo que sí respondió con dulzura la abuela Allison. Cariño, nadie persigue intencionadamente a otra persona, como lo hace John, si no es porque le obsesiona algo. Lo que ocurre es que no ha caído en que ese algo eres tú. Es cuestión de abrirle los ojos y si es necesario hacerlo con un mamporro, que así sea. Y si el mamporro viene envuelto en un paquete varonil y bello, tanto mejor.

Por un breve instante la mirada que cruzó con Norris inquietó a Mere. Solo pensar lo que estaría maquinando le daba escalofríos.

Abuela, a veces das miedo.

De acuerdo, señoras. El primer paso es planear e introducir en la familia Evers al exquisito y súbito pretendiente de nuestra pequeña socia. Ha de ser alguien conocido que se preste a interpretar el papel y con la suficiente inteligencia como para sostenerlo. Conozco al hombre perfecto. En segundo lugar, y en la medida en que nos negamos a abandonar a los niños, toca sutilmente buscar ayuda externa.

Manos a la obra.

Amor entre acertijos
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