V

¡La había encerrado en la habitación! ¡De nuevo! En estos momentos odiaba a su esposo. En la próxima ocasión no iba a soltar prenda y haría lo que le viniera en gana. El bárbaro ni tan siquiera había hablado tras el exabrupto lanzado. La había cargado al hombro, había subido a grandes zancadas las escaleras y la había dejado encerrada durante horas, tras tirarla como un saco de verduras en la cama. Las únicas palabras que habían surgido de su boca eran ahí quietita hasta que vuelva. Y para colmo había tenido la desfachatez de apuntarle con un dedo.

Su única distracción había sido la frugal comida que le había subido Sally, que llevaba años sirviendo en la casa de John, bueno, su casa ahora.

Tras pulular como una peonza por la alcoba planeando las formas más sutiles de tortura hasta que su mente no dio para más, se le ocurrió revolver toda la habitación rebuscando el juego aquel de aparatitos mágicos que le había regalado Norris y enseñado utilizar para el previsible supuesto de que la encerraran. ¡Ganzúas!, así las había llamado. Estaba segura de haberlas traído consigo. Efectivamente, las tenía, por lo que las extrajo de su estuche de cuero y arremangándose las entorpecedoras faldas se arrodilló junto a la puerta.

Probó con la primera sin resultado. Con la segunda, algo más grande, parecía que la cosa mejoraba. Casi lo había logrado, un poquito más a la derecha y...

Tan concentrada estaba que no le dio tiempo a reaccionar al escuchar pisadas, el descorrer del cerrojo y el golpetazo de la puerta al abrirse súbitamente le provocó una ridícula caída sobre el trasero, con el vuelo de las faldas, de nuevo, a la altura de la cintura. Apretando el vestido contra los muslos alzó la vista.

El grandullón estaba erguido como una estatua y las comisuras de los ojos verdes estaban arrugadas, ¿como si estuviera aguantando la risa?

Cariño, empiezo a preguntarme si lo haces a propósito para mostrarme tus partes bajas y provocarme.

Mere apretó aun más la ahuecada tela de la falda y entrecerró los ojos. Si su señor marido quería guerra, la iba a tener.

No pienso hablarte. Me has encerrado como a una cría malcriada.

Ajá sus ojos se paseaban por la figura amontonada en el suelo.

¿No me vas a ayudar?

No por ahora. Me gusta verte ahí tirada en el suelo con los bajíos al aire.

Con no pocos esfuerzos, gruñendo, se giró quedando medio tumbada en el suelo, boca abajo, con lo que su trasero quedó al descubierto y apoyándose sobre las manos se incorporó hasta que sintió un musculoso brazo rodear su cintura y alzarla presionándola contra un duro pecho. Sus pies no tocaban el suelo, lo cual odiaba, así que sacudió las piernas al tiempo que pellizcaba el brazo. Lo único que logró fue un pellizco en su nalga.

¡Ay! ¡no hagas eso!

Lo siguiente fue una palmada y un firme agarrón.

¿Te vas a estar sosegadita por una vez en tu vida?

Puede, si me sueltas.

Mientras hablaban John se iba dirigiendo hacia la cama. Mere frunció el ceño.

¿No nos iremos a acostar a estas horas, no? No siento sueño y además son casi las cuatro. En media hora tenemos que salir camino de la mansión Brandon.

¿Qué tenías en la mano cuando has caído redonda al suelo?

Nada.

Ya.

Vale, son ganzúas Mere, bailoteó las cejas, toda orgullosa Sé utilizarlas.

John la depositó sobre el lecho, extendió sus faldas hacia uno de los lados y con todo el descaro del mundo se aposentó sobre ellas, aprisionándole de forma muy, pero que muy efectiva.

¿Ahora eres una delincuente en potencia?

No, podenco, es para escap...

John le metió la lengua hasta casi la garganta, así de sopetón, sin indicación previa de intenciones. Lamió la de Mere y se la mordió levemente y todo pensamiento se esfumó de su mente. Repentinamente paró, sobresaltándola.

¿Pero qué haces?

He decidido que cada vez que me llames eso, te voy a besar para que calles, bien sea cuando estemos a solas, delante de la familia, incluso delante de la reina si se diera el caso. Más vergüenza vas a pasar tú que yo cuando te meta la lengua donde debe estar, delante de todos.

No te atreverás.

John calló, cruzándose de brazos.

Vale, te atreverás.

Y como lo repitas, aunque sea de forma inconsciente, y si estoy de humor... diantre, parecía un tiburón con esa turbadora sonrisa...igual me da por sobarte un pecho.

¡No puedes hacer eso!

Ah, ¿no? ¿y quién me lo va a impedir?

Mere intentó liberar sus faldas. La situación resultaba ridícula por lo que decidió actuar como una mujer madura.

John, soy una mujer adulta ¿no?

Odiaba la expresión dubitativa en el rostro de su marido.

Como me hagas eso, te pienso manosear el miembro.

Su marido se atragantó, la miró sorprendido y rió.

Dios, enana, nunca dejarás de sorprenderme. Hagamos un trato. Dejaremos los manoseos para la intimidad o la familia y a la reina la aparcaremos en su trono. En cuanto a los besos no hay negociación que valga.

Mere se arrellanó contra el firme costado.

Me gusta cómo funciona tu mente.

Ojeó al hombre sentado a su vera. Madre mía, pero era suyo. Y la quería a ella..., a ella. Imaginaba que pasaría un tiempo hasta hacerse totalmente a la idea, quizá a base de repetírsela.

¿Sigues enfadado?

¿Tú qué crees?

Que... ¿no?. Yo no lo estoy y me has dejado encerrada durante horas.

Diablos, enana. Vas a ser mi perdición.

Giró su torso y se inclinó, clavando sus labios en los de Mere, empujándola con su cuerpo hasta dejarla tendida. Mere alzó los brazos y le sujetó el rostro, acariciándolo, comenzando a lamer y chupar esos suculentos labios. Sintió brevemente su peso hasta que notó como ubicaba ambas rodillas junto a sus caderas y le alzaba con impaciencia el vuelo del vestido por encima de la cintura. Dios santo, pocas veces lo había percibido tan ansioso. Desde luego, si el endurecido bulto del frente de sus pantalones era una señal de su excitación, estaba totalmente enardecido.

Apenas le dio tiempo a respirar. Una de sus manos se coló por debajo de la enagua sujetando con dureza su trasero. Le iba a dejar marcas y a Mere le encendía esa falta de control. Siempre presintió algo salvaje y apasionado en él, pero hasta ahora nunca lo había sentido en sus carnes. Mientras le seguía devorando la boca, esa mano se deslizó hacia abajo arrastrando las enaguas. Agarró con vigor la nalga y se valió de su tremenda fortaleza para arrastrarla hasta que quedó completamente tendida sobre la cama. Mere intentó abrir las piernas para que ese calor que sentía entre ellas desapareciera pero le estorbaba la enagua que envolvía sus muslos. Intentó bajar la mano para tirar de ella cuando escuchó el inconfundible sonido de la tela al rasgarse. En lo que le pareció menos de un segundo se encontró con los muslos plenamente desplegados, abiertos con codicia, y a su marido entre ellos frotando su dureza contra la entrepierna de Mere, con los pantalones aun abrochados.

A Mere le pareció la sensación más erótica de su vida.

John no paró. La senda de reposados besos bajó por el cuello hasta llegar al escote. Mere escuchó otro sonido rasgar el aire. ¡Dios santo! Había rasgado el corpiño. Con ambas manazas ahueco los pechos y se deleitó frotándolos con sus mejillas, ásperas con un principio de barba. Mere se retorció logrando únicamente que una de esas manos soltara los pechos y descendiera hasta su hendidura. No paró ni titubeó. Metió el dedo medio hasta el fondo con un fuerte impulso.

¡Por Dios! gimió Mere. Con su mano intentó cubrir la de John para ralentizar algo el movimiento pero él se la retiró.

Hum. ¿Te gusta lo que te hago? sacó de nuevo el dedo y en la siguiente embestida introdujo dos, causando en Mere una mezcla de dolor e intenso placer. Siguió con un suave ritmo pero pronto, demasiado pronto, lo aligeró. Cada vez más rápido, con mayor urgencia como si esperara algo y tuviera toda la intención del mundo de presenciarlo.

Otro de sus dedos la estaba frotando justo por encima de la entrada y la estaba volviendo loca. Mere se escuchaba a sí misma gemir y musitar algo, pero no podía precisar el qué. No podía aguantar más el placer y su interior se contrajo contra esos dedos, esos maravillosos dedos que seguían sin parar. Optó por suplicar.

John, por el amor de Dios, para, no puedo aguantar más intentó cerrar los muslos pero toparon con el torso y manos de John.

Su marido simplemente sonrió como si guardara un secreto.

Sí que puedes.

Se deslizó más abajo mientras esos dedos seguían en su interior. Aprovechando que había liberado algo de espacio Mere trató nuevamente de cerrar las piernas. John se paralizó momentáneamente y con la mano que tenía libre empujó contra la parte interna de los muslos, abriéndolos completamente, pese a la leve resistencia de Mere.

Déjalos así.

Madre mía, esa voz le ponía la carne de gallina. Su interior se contrajo de nuevo.

Amor entre acertijos
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