VI
Rojo. En un primer momento, al cruzar la puerta, un velo de color rojo se adueñó de su mente al ver esa espalda que reconocía, como si le perteneciera, cruzada por media docena de marcas de latigazos.
El corazón le dolió como si una mano lo retorciera y un sudor frío le recorrió el cuerpo. Cerró los puños y se clavó las uñas en las palmas de sus manos. Era eso o destrozar sin control alguno, sin mesura. Pasó junto a él, le daba miedo mirarlo de frente, antes debía tocar algo solido que lo centrara para evitar perder la cordura y que la oscuridad se adueñara de él. Pero no pudo impedir el impulso, la necesidad de su cuerpo de pasar cerca, lo más cerca posible, para alejarse a continuación hasta adentrarse en la zona más oscura de la cueva, a un lado, en el lateral, casi al fondo.
Olía a sudor, a sufrimiento, a lágrimas, a sangre, a dolor. Olía a Rob.
Se posicionó de espalda a la pared y cruzados los brazos tras de sí posó las manos en la adusta superficie de esta, fría, húmeda, lo suficiente para moderar su ansia de destrozar. Alzó la vista. ¡Dios!
Con las uñas casi arrancó las afiladas piedras que sobresalían de la pared. Le habían golpeado, la mejilla comenzaba a mostrar una ligera hinchazón y de su labio resbalaba un fino hilo de sangre. Pero fueron esos ojos, esos impresionantes ojos azulones los que lo paralizaron y los que le hicieron darse cuenta de que ninguno de los hombres que lo habían apaleado seguirían vivos cuando salieran de esa maldita fábrica.
Estaban matando su espíritu, ese carácter y humor que atraía a los de alrededor. Lo estaban aplastando y ello se reflejaba en esos hermosos ojos. Sintió como si le rodeara una fina capa de hielo que lo separaba de cualquier capacidad de sentir compasión, empatía o piedad.
Hablaban de él como si fuera un pedazo de carne para el disfrute de Saxton, como si no valiera nada. Resistió sus impulsos mordiéndose la lengua, hincando las uñas en la pared una y otra vez, pero perdió totalmente la razón cuando la puta le tocó, cuando deslizó esa mano por su pecho y rozó esos labios con sus repugnantes manos.
Nadie tocaba lo que era suyo...
Cuando esa jodida mano osó rozar, delante de él, lo que jamás le pertenecería, supo que la suerte estaba echada con independencia del número de hombres que mantenían la guardia dentro o fuera de la cueva. Tan enfurecido estaba que ni siquiera pensó en el alcance de esa sensación. El sentimiento de incontrolable ira se había adueñado y aparcado a la razón. La rabia estalló.