VII
Les estaba costando Dios y ayuda llegar a la mansión, para desesperación de Peter. Y, desde luego, lo conocía demasiado como para parlotear cuando el ogro estaba en pleno estado de efervescencia protestona. Sonrió levemente recibiendo del hombre sentado en el asiento de enfrente una mirada torcida y hasta habría jurado que a punto había estado de lanzarle una ¿patada?
Las calles principales por las que trataban de circular sin resultado palpable, estaban abarrotadas, en pleno trasiego comercial mañanero, y para colmo, no excesivamente lejos de su destino, había volcado un carro repleto de semillas ocasionando incluso mayor desconcierto en la calle.
Bajemos, Rob.
Tras descender con agilidad, Peter ordenó al cochero que los esperara a unas calles de distancia, entre dos vías algo menos transitadas, y tomaron rumbo a la mansión.
¿Qué te ocurre? aquello que se negaba a contar estaba asentado en la mente de su amigo. O conseguía que lo soltara de una puñetera vez o iba a perder los nervios en cualquier momento. ¡Él! Un hombre de lo más paciente y complaciente. ¡Ja! Hasta rimaba.
La contestación de Peter fue apretar el paso dificultando su avance y decidir atajar por una de las poco recomendables callejas de las que continuamente se hablaba en el Yard. ¡Mierda! Se iban a meter en líos. Su olfato rara vez fallaba en ese sentido.
Pasaron junto a dos mujeres que parecían payasos por el exceso de pintura acumulada en la cara, quienes, en cuanto Peter pasó junto a ellas, comenzaron a insinuársele, casi con desesperación. ¡Por favor! Tampoco es que fuera tan guapo... Incluso le ofrecieron sus servicios ¡gratis! ¡Varias veces!
A él nunca le pasaban cosas semejantes. Por el contrario, le ocurrían cosas como las que surgieron por ambos lados del lugar en el que se había detenido brevemente debido al espectáculo ofrecido por esas lagartas. Cuatro hombres se le aproximaron mientras Peter se iba adelantando sin darse cuenta de lo que ocurría a sus espaldas.
Maldita sea, tres de ellos eran grandes, más que él, aunque no llegaban al tamaño de Peter, y ¡diablos! tenía graves problemas. Uno rondaría su misma edad y los restantes le sobrepasarían en diez años por lo menos. El más joven tenía el aspecto de un insufrible dandy.
No le gustaba nada, pero nada, la forma en que este último, y al parecer cabecilla del condenado grupito, le recorría con la mirada. Lo hacía igual que esas mujeres habían devorado con la vista la altísima, bien formada, figura de Peter.
Hola, amigo, ¿por qué no te vienes a jugar conmigo un ratito? Nos podríamos divertir y te enseñaría un par de cosas...
Dos se le habían colocado justo delante impidiendo que viera dónde estaba Peter, y los otros dos a su lado; aunque bastante tenía con concentrarse en el problema surgido. Además, él se las apañaba estupendamente por sí solo.
¿No me has oído, guapito?
Le estaba poniendo de los nervios el imbécil ese.
Te he oído y no me interesa Rob se tensó. Ahora, dejadme pasar.
Dio un paso hacia el hueco que quedaba entre ellos, pero se lo cerraron de golpe.
¿Acaso no te gusto lo suficiente?
Tú lo has dicho.
Vaya, vaya, así que te gusta duro ¿eh? la mirada fija en sus labios le estaba poniendo de los nervios mejor para mí.
Os lo digo por última vez. No me va lo que propones, así que dejadme pasar y nos evitaremos todos una situación desagradable.
¿Y si te dijera que me importa poco lo que digas y que te vas a venir conmigo quieras o no?
Rob se tensionó aun más. ¡Dios! se había dejado las armas en casa de John. Era idiota de baba y la bronca de Peter sería monumental, por decirlo suavemente.
El tipejo que hablaba se le acercó dos pasos invadiendo su espacio con lo que no tuvo más remedio que recular hasta que chocó contra un monumental y duro pecho. ¿Había un quinto al que no había visto? ¡Mierda! Esta sí que parecía enorme.
Te diría que estás muerto si intentas ponerle un simple dedo encima.
La tensión se aflojó algo, solo un poco. La pared a su espalda era Peter.
Los cuatro energúmenos fruncieron el ceño.
No te metas en esto, amigo. Es entre nosotros y el guapito. Nadie te ha dado vela en este entierro o ¿acaso el muchacho es tuyo?
Mientras hablaban Peter se había colocado entre él y esos imbéciles y ello en cierta extraña forma lo enfureció. No era un tonto insensato que necesitara de un guardaespaldas, maldición. Era un hombre adulto con años de trabajo en el cuerpo de policía a sus espaldas como para saber manejarse en situaciones como esta. Lo único que reconocía, como mucho, era que el gafe solía ser su compañero de andanzas.
Tú lo has dicho. Es mío.
Pero, ¿de qué demonios hablaban?
Yo no soy de nadie, idiotas.
¡Le ignoraban sin quitarle la vista de encima!
Pues ya puedes irte olvidando de él. Tenemos un encargo que nos va a reportar mucha pasta, amigo, así que apártate de nuestro camino y nos lo llevaremos sin armar jaleo.
La voz de Peter surgió plana. ¡Dios santo! Peter estaba enfurecido y en ese estado era tremendamente peligroso. Estos imbéciles no sabían lo que se estaban jugando. Además, había dicho algo sobre ¿un encargo? ¡Qué demonios!
A ver, amigos, no soy de nadie y desde luego no pienso irme con quien no quiera, al menos voluntariamente.
El jefe del pequeño grupo lo miró lentamente desde la cabeza a la punta de los pies, y, de nuevo, posó los ojos en sus labios más tiempo del necesario. Rob apreció por el rabillo del ojo cómo Peter cerraba los puños y se posicionaba para embestir.
¿Por qué no callas y dejas esa boquita para el uso que tenemos pensado darle más tarde, guapo?
Los colores le subieron por todas partes como hacía años que no le ocurría. Levantó el puño con toda la intención de partir la cara a ese cabrón, pero encontró aire. El tipejo estaba tirado en el suelo inconsciente y con la cara cubierta de sangre, como un saco de patatas.
Otro de los atacantes intentaba lanzar torpes golpes en dirección a Peter pero este los esquivaba con una facilidad desconcertante. Su cuerpo era un movimiento fluido. Armonioso y letal. Hermoso.
Las otras dos sabandijas no esperaron a que su amigo los destrozara. Huyeron como si los persiguiera una horda de hunos enfurecida. Para cuando Rob se dio cuenta sendos hombres estaban tendidos en el suelo, sin conocimiento, y Peter se ajustaba su ropa ligeramente arrugada.
Rob explotó.
¡Podía haberme encargado yo solo!
La mirada que recibió terminó de rematar la faena y le enfureció del todo.
¡Joder, Peter! Puedo valerme por mí mismo ¿sabes?
Su amigo nada dijo.
¡Peter!
Apretaba los labios y seguía sin contestar.
Rob alzó bruscamente los brazos casi en señal de rendición, hasta que finalmente el más alto habló.
No podemos permanecer aquí por si el jolgorio se ha oído en las calles adyacentes. Además, debemos llevarnos al listillo Rob imaginó que se refería al de la lengua suelta.
¿Para qué?
Para sonsacarle, amigo. Ha dicho que ha recibido un encargo y evidentemente está relacionado contigo. Querían secuestrarte. El motivo, dudo que nos vaya a gustar por las cosas que insinuaba, pero tenemos que saber quién se lo ordenó y para qué te quieren. ¡Maldita sea! esto se nos está escapando de las manos. Quien sea, está lo suficientemente desesperado como para intentar secuestrar a un inspector de policía. No me gusta, Rob, no me gusta nada.
Puede que esté relacionado con alguno de los casos que he investigado estos últimos años y no con en el que estamos metidos ahora.
Mientras las palabras fluían de su boca se dio cuenta de lo improbable que sonaba y no necesitó observar esa negra mirada para confirmar que su amigo pensaba lo mismo. El sarcasmo con que contestó Peter tampoco es que fuera necesario.
Claro, Rob, un timador o un ladrón; no, aquel fullero al que el año pasado diste una segunda oportunidad, querrían tu dulce boca para follarte.
¡No seas bestia!
¡No! No seas tú inocente. ¿A qué coño crees que se referían? ¿A qué te iban a emplear de catador oficial? ¡Dios! No se te puede dejar solo. Hazme un favor y mueve el culo. Y por todos los santos, si puedes evitarlo y sin meterte en más líos de los necesarios, ve a avisar al cochero para que acerque el coche. En cuanto metamos al cabrón este en el carruaje, pasamos por casa, recojo la libreta y nos volvemos por el mismo camino. Al otro lo dejaremos tirado en el suelo como forma de advertencia, aunque imagino que sus amiguitos habrán salido disparados a dar el chivatazo del desastroso resultado del intento de secuestro.
Rob fue a hablar.
¡Ni una palabra! y te voy a decir una cosa de una vez por todas. El día que me demuestres que puedes luchar como yo y que me venzas, o que puedes estar una semana sin meterte en los endemoniados líos de los que te suelo sacar, juro que haré caso de lo que me dices y te dejaré respirar. Mientras tanto, te aguantas. Y no solo por mí, sino también por la salud mental de Doyle y, sobre todo, por la de tu bendito padre.
Esto último le llegó al alma. Peter empleaba armas pesadas en la discusión ya que sabía de sobra que Rob haría cualquier cosa, cualquiera, por su padre. El condenado apostaba sobre seguro.
Las miradas, a cual más terca, se cruzaron, hasta que Rob, refunfuñando, se volteó y echó a correr en dirección a donde habían enviado al cochero. En el lugar no habían aparecido aun curiosos pero no tardarían en hacerlo. Con la punta del zapato Peter empujó el cuerpo del hombre que había logrado enfurecerle como pocas veces le había ocurrido.
¡Mierda! Iban a por Rob, e intuía quién lo había ordenado. Si supiera la identidad de ese pervertido, sería tan fácil, lo mataría con sus manos para borrar para siempre de su mente esos enfermizos planes para con su amigo. Su mejor amigo, porque eso es lo que era, ni más ni menos. Su amplio pecho le dolió por un brevísimo momento, pero lo ignoró. No podía hacer otra cosa.