XI

¿Cómo pudieron?

La sonrisa que el capataz había mantenido en los labios durante todo el relato se acentuó.

Con facilidad, con sorprendente facilidad.

¿Cuántos a lo largo de todos estos años?

Decenas, mi dulce y curioso pajarillo. De ambos sexos, pero he de reconocer que funcionan mejor los muchachos. Al fin y al cabo la mujeres maduras suelen estar desatendidas por sus maridos, las pobres, y nosotros simplemente les damos la felicidad que merecen.

¡Son unos cerdos!

Las carcajadas en esta ocasión brotaron espontáneas.

Muchacha. Tienes fuego, sí señor. Me voy a divertir contigo.

Se negaba a imaginar, ni a pensar tan siquiera, en lo que insinuaba en cuanto le daba ocasión. Antes llegaría John, lo sabía. No podía desviarse de la conversación, debía hacer que siguiera aunque lo que estaba escuchando le revolviera las tripas.

¿Cuánto han ganado?

Los porcinos ojos brillaron repletos de codicia.

Una fortuna, y por ello comprenderás que ninguna personilla curiosa y entrometida va a fastidiar los planes que con tanto éxito hemos llevado a la práctica durante años.

Le repasó el cuerpo con la mirada.

En cierta forma, voy a echar en falta tus contestaciones, muchacha. Hacía tiempo que nada, salvo matar, me hacía disfrutar tanto.

Por Dios, tenía delante a un enfermo, a tan solo unos pasos, y estaban conversando a la espera de que volvieran sus secuaces. Si la situación no era irreal, que bajara Dios a verlo.

Tenía que lograr que siguiera hablando.

¿De dónde los sacan?

¿A quién?

A los muchachos.

Los compramos en los hospicios y los trasladamos de noche y vigilados. De vez en cuando tenemos una petición especial y los obtenemos de otras formas movió las cejas insinuando algo que Mere prefería no indagar. Como ya te he dicho este negocio no para de crecer y, tiene gracia, pero los petulantes caballeros y damas que se las dan de buenas personas son de lo más pervertido y vicioso. Eso sí, otra gran fuente de ingresos.

¿Y la policía?

¿Acaso crees que van a malgastar recursos en investigar la desaparición de unos cuantos muchachos? sonrió de nuevo. Eres algo inocente o tonta de remate, muchacha.

¿Y yo? No creerás que mi marido, padres y hermanos no van a remover cielo y tierra hasta encontrarme, porque lo harán.

La sucia mano recorrió su cara siguiendo una pavorosa senda por cuello, hombro y pechos hasta llegar a su cintura y cadera.

Es que nadie te va a reconocer, cielo. Para cuando hayamos terminado contigo serás un pedazo de carne a la orilla del río. Carroña para los animales.

El aliento de Mere se trabó en su pecho. Estaba muerta y no quería pensar en la forma de morir, no quería, ¡tenía tanto miedo! Y ¡dónde estaba John!, por favor.

Algo debió de percibir el capataz porque la mano ascendió de nuevo y quedó acariciando su mejilla. Mere instintivamente trató de apartarse.

¡No! Si vuelves a apartarte, te corto la lengua. Y sería una lástima ¿no crees?, no podríamos conversar más.

Ella asintió con los ojos inmensos en esa carita sucia de restos de polvo y lágrimas. Era atrayente, el sufrimiento le agradaba. Pero nada podía compararse con el olor del miedo. Y ella, aunque era fuerte, lo despedía a raudales. Intentaba que no se notara y eso le excitaba mucho. Si no fuera porque temía aun más al jefazo, se la habría tirado ya un par de veces. Lástima.

La expresión en el rostro de él había cambiado. La miraba de una forma que le estaba poniendo la carne de gallina y sintió la urgente necesidad de distraerlo, quizá era una premonición, pero supo que debía entretenerlo como buenamente se le ocurriera.

¿En qué hospicios compran a los muchachos?

Anderson sopesó si continuar. En cierto modo le agradaba que alguien se diera cuenta de la brillante organización a la que pertenecía y que estaba funcionando a pleno rendimiento sin que hasta ahora un alma hubiera sospechado o conectado con las desapariciones, hurtos y robos de joyas y otros metales preciosos. La policía era imbécil y hacía tiempo que deseaba mostrarlo al mundo.

Bueno, ella no era el mundo pero la satisfacción de ver el asombro en esos ojos castaños, casi, casi valía tanto, porque ella era inteligente y alcanzaría a ver la audacia y el inmenso intelecto del cerebro que actuaba tras la trama.

Muy bien. Tenemos varios en Bath y alguno en Londres. A los que recurrimos con más frecuencia son Santa Clara en Bath y Santa Eulalia en Londres.

En la mente de Mere una pequeñísima y fugaz imagen bombardeó su cerebro, unas líneas sin sentido entre barras y números, pero le resultó imposible fijarla antes de que se esfumara.

En cuanto llegan, comienza la divertida selección. La mayoría se destina a puñetera mano de obra, para eso son adquiridos. Pero unos pocos, con ciertas... ¿cómo decirlo?, cualidades ventajosas, se separan para un intenso adiestramiento.

¿Quién lo decide?

Ellos, el jefazo y ella.

¿Quiénes son ellos?

El silencio fue opresivo y Mere pensó que no iba a contestar.

Saxton y ella, su mujer.

No puede ser, el duque es un hombre respetado y tiene una edad, y además...

De nuevo esas espeluznantes carcajadas.

No el Saxton en el que piensas, cielo. Este te aseguro que no es mayor, aunque lo de respetado no te lo discuto. Quizá la mejor forma de expresarlo sea temido. Sí, temido es la palabra. Ella es otra historia, está loca. Hermosísima, con esa jodida cabellera dorada por la que cualquier hombre mataría, pero totalmente desquiciada y enferma. Sus ojos la miraron directamente y de repente quedaron mortalmente serios. Si yo la defino así, que reconozco que a veces se me va algo la cabeza, imagina cómo será la zorra. Un pajarillo cómo tú no querría cruzarse con ella, no señor.

La angustia que sentía no podía ir a más. Esa cabellera dorada solo la tenía una mujer y estaban enfrentadas. Tenía que asegurarse.

¿La zorra es Selena Saxton?

Los ojillos se entrecerraron con aprensión, una aprensión que daba miedo ver reflejada en ese malicioso rostro.

¡Ya he hablado suficiente sobre ellos! Me agrada tener mi lengua y mi cuello donde están.

Le había dado el alto, de forma clara y no deseaba enfadarlo...

Bien, bien. No preguntaré sobre ellos.

Como si hubiera comprendido que se había excedido y hablado de más, Anderson comenzó a pasearse como un león enjaulado haciendo que las tripas de Mere se revolvieran.

Dios santo, no debía haber preguntado lo último. El ambiente en la cueva por parte de su captor se había tornado de juguetón a helado. Notaba cómo luchaba entre la necesidad de esperar y las ansias de hacer lo que le apetecía; y esto último aterraba a Mere.

La decisión la tomo en una de las vueltas, al parar súbitamente y lanzar una exclamación de ¡qué coño, me lo merezco!

Estaba perdida y el tiempo agotado.

En su imaginación apareció la imagen de unos hermosos y cálidos ojos verdes con tintes grises, llenos de humor y amor. Más allá la figura enorme del hombre con el que había conversado durante la última hora, acercándose mientras se frotaba las manos y sonreía con pura maldad.

Amor entre acertijos
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