IX
Jules, no creo que padre esté en casa cuando lleguemos así que nadie pondrá objeciones a lo de la sesión de ocultismo.
La curiosidad hacía que los ojos de Jules centellearan.
¿Alguna vez has estado en esas reuniones?
No, diantre. Son estrambóticas y no digamos ya los que acuden. A mi madrastra le chiflan esas cosas, y yo, ya sabes que intento estar lo menos posible en casa de reojillo no dejaba de mirar la impresionante figura del hombre que se encontraba sentado, tan pancho, frente a ellas en el coche de caballos.
La mano de Jules cubrió la suya y lanzó lo que todos tenían alojado en el fondo de la mente.
A mí ya me conocen y no se extrañarán de que aparezca por tu casa, pero ¿cómo vamos a explicar la presencia de Doyle?
La mueca de Julia dio a entender la molestia de tener al hombre pegado como una lapa a sus faldas, y para colmo la sonrisilla que lucían sus labios la estaba poniendo sumamente nerviosa, y esos ojos...
Dime, Doyle Brandon, ¿cuál va a ser la excusa?
Aguantó uno, dos, tres segundos..., hasta diez, en el que su paciencia se agotó al completo. Quizá funcionara la sorna con el hombre más empecinado del mundo.
Y yo que creía que los caballeros contestaban a las damas cuando se les pregunta lanzó un teatral suspiro a dónde ha ido a parar esta sociedad...
¡Vaya!, ni siquiera la sorna funcionaba.
¿Hola? Tierra a Doyle Brandon...
La imponente figura se enfrentó a ellas y tuvo la desfachatez de dirigirse a Jules, directamente, ignorándole a ella. No podía con ese hombre, ¡la superaba!
Estimada Jules, di, por favor, de mi parte a la señorita Brears, aquí presente, que he decidido ignorarla hasta que se dirija a mí por mi nombre de pila en esos labios se dibujó una sonrisa apenas perceptible o querido. También puede tratarme de estimado o incluso, maravilloso. Por el contrario, si sigue con la enfurruñada y hosca actitud mostrada hasta ahora, puede esperar aposentada en ese portentoso trasero hasta la eternidad.
¿Portentoso? ¡Portentoso!
Ajá, seguía hablándole a Jules, el condenado portentoso, sin duda. Por otro lado, dile que no sufra ya que la excusa que tengo preparada le va a encantar.
De acuerdo, Doyle.
Julia se volvió alucinada hacia su amiga que se reía sin pudor de ella, que al sentir su mirada encima ¡se encogió de hombros!
¡Se había pasado al enemigo! Por esos malditos ojos plateados, seguro.
Tan entretenida estaba con lo que estaba presenciando dentro del carruaje que apenas se dio cuenta de que habían llegado.
Su casa no se parecía a las mansiones de sus amigos, pero por nada del mundo iba a avergonzarse. Tampoco la zona en la que estaba construida era de lo más selecto de la ciudad. Era un barrio de gente acomodada, sin demasiados excesos, acorde con la forma de ser de su padre, un adinerado banquero que jamás consideró necesario una mansión de lujo o la apariencia externa de riquezas para vivir con holgura. La sobriedad era su lema y su familia no podía hacer otra cosa que seguir sus pautas.
En consonancia con ello, la amplia casa de tres alturas, de corte sencillo, rodeada de un jardín no excesivamente grande, ocupado en gran parte por una caseta que hacía las veces de almacén y una pequeña caballeriza, no destacaba de las que lindaban a ambos lados. A Julia siempre le había agradado la casa en sí. Otra cuestión era lo que opinara su madrastra o sus hermanastras, quienes no perdían tiempo en reclamar un traslado a una enorme mansión a la que habían echado el ojo hacía tiempo.
Por ello y por las continuas discusiones que generaba el tema en la casa, intentaba huir del desagradable ambiente en cuanto era factible y solo Mere, Jules y la abuela conocían la causa de que se refugiara tan a menudo en la trastienda de la librería. Allí se encontraba protegida, acogida y a salvo.
Tan pronto el carruaje se detuvo, la blanca puerta principal se abrió y asomó la pánfila cara de Bridget, la doncella que se ocupaba del mantenimiento de la casa y la cocina.
Fue casi risible la expresión de sus ojos cuando cayeron sobre la figura del hombre que se había bajado del coche y en esos momentos las ayudaba a descender ¿Le estaba mirando el trasero aprovechando que estaba de espaldas?
Buenos días, Bridget. ¿Está mi madrastra en casa?
Sí señorita. Está esperándoles y ya ha comenzado con los arreglos para la celebración de la fiesta de los espíritus. Ya han sido enviadas la mayor parte de las invitaciones y encargado el refuerzo en el personal de la casa. Lo que puede que no espere es la llegada del distinguido señor.
En respuesta al piropo, Doyle se lo agradeció con una agradable sonrisa, haciendo que los papos de Bridget casi explotaran del calor generado.
Abrió la puerta y pasaron a la práctica salita de costura y descanso. En ella se encontraba una robusta y morena mujer entrada en años y en carnes, sentada a una mesita ovalada repleta de sobres y papeles. En cuanto escuchó la llegada de su hijastra, no se contuvo.
Julia, llevo esperando una eternidad y mi corazón no está para inquietarse con...
Lo que iba a decir quedó atascado en su laringe en cuanto su mirada recayó en el hombre que acompañaba a su hijastra y a su amiga. Sus manos de inmediato intentaron recomponer su peinado.
Pero querida, ¿cómo no me has avisado de que íbamos a tener ilustres invitados? la mirada que le lanzó anunciaba represalias y Julia tragó con dificultad. Haz el favor de presentarnos.
Madrastra, a Jules ya la conoces. Te presento a Doyle Brandon, es...
No le dejó seguir. El energúmeno se aproximó a su madrastra como si la casa fuera suya y con un descaro imprevisto besó el dorso de la ofrecida mano.
Buenos días, señora Brears. Es un verdadero placer conocerla. Quizá mi presencia resulte una sorpresa, pero decidí que la mejor manera de hacer lo que tenía planeado era en persona y de inmediato. Como comprenderá me es difícil esperar más allá de lo necesario...
Todas le miraban como si hablara en chino mandarín.
Ya me dirá, señor Brandon, y por favor, después de semejante introducción no me mantenga con la intriga.
Es sencillo señora. Quisiera pedir en matrimonio la mano de su hija.
Sin duda, no había escuchado bien. Su mente últimamente le jugaba malas pasadas. Solo cuando su madrastra chilló como una banshee y comenzó a saltar sobre sus inflados pies se dio cuenta de que lo que había creído escuchar era efectivamente lo que el idiota había dicho.
La acababa de meter en un jaleo monumental e irremediable que no tenía marcha atrás. Lo iba a matar.