VIII
Resultaba obvio que debían cambiarse de ropa, sobre todo Mere. John se sorprendió con la agresividad que había exhibido, pero en los momentos en que estaban juntos era incapaz, totalmente impotente, de controlarse; como si hubiera retornado a la preadolescencia y las hormonas se le hubieran revuelto. Su único alivio era esperar que según fuera saciando su hambre por Mere esa pérdida de control se fuera minimizando.
Una vez vestido, se giró para atar el corpiño a la enana. En cuanto se giró y la olió de nuevo, se puso como una piedra. ¡Joder! Estaba apañado sin con solo olerla se le desmandaba el cuerpo...
Intentó colocarse el miembro de la forma más cómoda posible dentro de sus estrechos pantalones y mientras ataba los corchetes comenzó a divagar, a intentar distraerse con pensamientos anti lujuriosos, reuniones con los ingenieros, las pantuflas de la tía Mellie, el moño de la duquesa de La Mere. ¡Vaya!, ese último pensamiento funcionaba. Se volvió a colocar el miembro, algo más desinflado hacia un lado.
Nos queda poco tiempo, ¿llegaremos? con ambas manos Mere se colocó el enredado cabello. Resultó inútil.
¿Tengo muy mal el pelo? ¿Parezco una loca aventada?
No podía decirle que parecía una mujer con la que su marido se había acostado hasta dejarla en un estado desastroso. Si lo hacía se negaría a salir de la habitación y ya llevaban retraso.
Estás..., hermosa una buena salida, así evitaba mentir.
Una sonrisa iluminó el semblante de Mere.
¿Al final, quienes vamos?
Jules, Julia, Norris, Jared y nosotros. Imagino que los hermanos nos estarán aguardando. La abuela no ha regresado de la campiña. Además, hemos tenido suerte ya que la reunión de la que habíamos hablado antes...
¿La misteriosa?
Esa misma. Antes de subir, Jared me ha comentado que ha llegado una nota informando que se posponía para mañana, así que podemos acudir a la cita de los Brandon sin problema.
¡Vaya por Dios! Entonces no podremos ir de compras.
No vas a escurrir el bulto, Mere.
Es que odio ir de compras.
Ya, pero en esta ocasión iremos juntos, si nada nos lo impide claro.
La conversación se prolongó mientras se dirigían a la entrada de la casa y John dio gracias a los cielos de que su mujer fuera un desastre despistado, porque otra persona se habría fijado inmediatamente en el gesto de horror de una de las jóvenes sirvientas al cruzarse con ellos, cuando su vista se congeló aterrada en el pelo y el sonrosado escote de la señora de la casa. El rubor en el juvenil rostro al imaginar el origen del desastre casi llegó a incomodar a John.
El corto viaje hasta la mansión de los Brandon discurrió intentando arreglar la calamidad en la que se había convertido la mata espesa y brillante. Al llegar había mejorado una pizca.
La casa era espléndida, de oscuro ladrillo rojo, propio de la zona en la que se encontraba ubicada la mansión, en el elitista barrio de Park Lane. Amplia y resguardada de las inclemencias por frondosos árboles; a primera vista podía dar la impresión de una fea solidez, oscurecida por la sombra de la verja de entrada, pero dicha sensación resultaba engañosa.
A Mere le agradó el edificio. Clásico, pero sencillo, de su gusto.
Imaginaba, por las maneras mostradas por sus dueños, que el interior iría en consonancia y no se equivocó. El salón al que les condujo el dispuesto mayordomo era sencillamente masculino. Práctico y espacioso. En tonos cálidos y oscuros con amplios butacones de cuero y un maravilloso mueble bar con tallas exquisitas.
Les estaban esperando los hermanos Brandon y junto a ellos se encontraba un tercer hombre rubio, alto y con aspecto de acumulado cansancio. Ello, pese a todo, no ocultaba que era apuesto, de complexión estilizada. A Mere le agradó la clara mirada de sus claros e inmensos ojos azules, casi azulones.
El aspecto de los hermanos, desde luego, era difícil de olvidar. Tan diferentes...
Los tres inclinaron la cabeza en deferencia y les invitaron a sentarse. Así lo hicieron, gustosos, y Mere se arrellanó ligeramente. En seguida apreció que los tres lanzaban continuas miradas fugaces a su cabello y retiraban la mirada para volver a hacerlo de nuevo. Con la mano intentó arreglar el desbarajuste pero ello solo logró atraer más atención hacia donde no quería. Optó por ignorarles. Eso sí, a su marido le lanzó una mirada fulminante.
¡Le había dicho que estaba hermosa!
Si me permiten la osadía, y dado que el trato que tendremos en adelante imagino que será cercano, les propongo aparcar el protocolo y dirigirnos los unos a los otros con familiaridad. Por favor, llamadme Doyle. A mi hermano Peter, ya lo conocéis y este... señalando al hombre alto y rubio es Robert, un gran amigo, prácticamente de la familia.
Imagino que los demás, salvo la abuela, llegarán en breve adelantó John. ¿Tiene la premura del aviso algo que ver con Robert?
Sí, pero si os parece, podríamos esperar a que estén todos presentes.
Ninguno se opuso, quedando la habitación sumida en un cómodo y amigable silencio.