II
La habían encontrado, pero ¡rábanos!, le dolía la cara como aquella vez, de pequeña, en que cayó del tiovivo de cabeza en aquel apestosillo charco. No, esta vez era peor, aunque juraría que el dolor lo suavizaba el más que bienvenido aroma de su grandullón. Se toqueteó la garganta con la punta de los dedos hasta que John cubrió su helada mano con la suya, más cálida.
Tan cerca del peligro... Si fuera posible se quedaría hasta la eternidad tal y como estaba, con la nariz pegada al cuello de su marido aspirando ese olor tan familiar, envuelta en sus cálidos brazos.
Había pasado tanto frío en la cueva, con el otro. Tanto frío y tanto miedo.
Notaba que estaba adormilándose, entre los murmullos de los demás que hablaban en un tono suave y recogido, quizá para no molestarla, aunque alcanzaba a escuchar una rasgada voz ¿la de Rob?, que decía a alguien algo acerca de que era ¿un cabronazo? con el puño demasiado suelto, excesivo mal genio, y que se preparara porque le iba a pillar desprevenido en cuanto estuviera descuidado y por la espalda. La respuesta, en forma de ronca y hermosa risa, quedó inmersa en la sensación de duermevela en la que se estaba dejando hundir lentamente..., tan a gusto y calentita...
La vuelta a la cruda realidad fue espeluznante. La vociferante voz de uno de sus hermanos la despertó de golpe y eso que no habían traspasado el umbral de la puerta. Los gritos y berridos se oían desde el exterior y eran inconfundibles. Jared en pleno ataque de histeria.
¡Rábanos! Su cabeza iba a estallar y con ella su paciencia. Incluso el suspiro de resignación que lanzó John dio a entender el cansancio que invadía a todos y la descomunal desgana por hacer frente a semejante tornado.
¿Quién es ese búfalo almizclero? lanzó la rasposa voz de Rob, antes de que Doyle le posara la palma de la mano sobre la boca al tiempo que Peter le ordenaba callar.
Mi cuñado la mirada de John se desvió de Mere a la ventanilla del coche de caballos, desde la que se disfrutaba de una visión directa y perfecta de la puerta de entrada a su muy apetecible casa hasta hacía brevísimos momentos. ¿Y si nos quedamos aquí un ratito, hasta que Jar agote sus fuerzas?
Pobrecillo marido suyo, después de tantos años y todavía abrigaba esperanzas de que su hermano se civilizara.
Sería inútil, cariño, y lo sabes. Le doy diez segundos para salir hecho una furia de la casa en mi busca.
Ni dos segundos habían pasado cuando la inmensa puerta de la casa se abrió, saliéndose casi de sus goznes, dejando a la vista del asombrado espectador la pequeña figura de Rosie con los brazos en cruz tratando de impedir la salida de todo un hombretón, con el enrojecido y perfecto rostro desfigurado por la ira. Esa hermosa boca iba a lanzar un improperio, con todas las de la ley, pero antes de iniciarlo su mirada pasó por encima de la canosa coronilla de la mujer que intentaba contener a una fuerza incontenible, clavándose con ansiedad en el carruaje que acababa de parar frente a la mansión.
Con suma facilidad volteó a la mujer de edad que le impedía el paso, dejándola suavemente en el suelo, bajó las escalinatas de tres en tres y poco faltó para que arrancara de cuajo la puerta del coche de caballos.
Mierda, Mere, ¡es que no se te puede dejar sola! ¿Quieres matarme antes de llegar a los treinta? Eso no lo hace una amorosa hermana ¿sabes? Eso lo hace...
Le conocía tan bien..., y estaba aterrado.
Su hermano solo chillaba y farfullaba si algo había logrado traspasar su gruesa piel hasta el punto de angustiarle y este era uno de esos momentos. Le brillaban los ojos y resoplaba entre palabras. O le tranquilizaba o le daría un patatús.
Con la palma de la mano empujó el amplio pecho de su marido en dos ocasiones para que aflojara los brazos, una tercera vez hasta que finalmente la soltó, se apoyó en sus temblorosas piernas y se dejó caer en los adorados brazos de su hermano mayor, nacido con una ventaja de doce tontos meses.
La abrazó como si quisiera soldar sus huesos a los suyos para evitar perderla de vista de nuevo, y las manos de Mere frotaron esa enorme y agarrotada espalda, intentando que paulatinamente fuera desapareciendo el temblor de su cuerpo. Mientras permanecía pegada a su hermano, colgando sus pies a una buena distancia del suelo, a su espalda escuchó el rápido descenso de John del carruaje y la despedida de los Brandon, mientras Rob seguía parloteando, sin cesar, con esa rasgada voz, pese a los gruñidos, órdenes de que callara e incluso imaginativas amenazas de los hermanos.
Con su inmensa manaza Jar empujó la cara de Mere hacía atrás para observarla con claridad. El reflejo de la luz que se filtraba por la puerta de entrada de la mansión lo permitía y gracias a ello, por encima del tenso hombro de su hermano, avistó en los escalones de entrada agolpados a todos, callados, sin atreverse a soltar ni un ligero suspiro, como si no creyeran que la tenían de vuelta donde debía estar. Entre los suyos.