XVI

Mañana me ayudarás de nuevo a enmomiarme?

Sí, cielo, aunque podríamos probar con otras vendas más elásticas. Ayer se te quedaron marcados todos los bordes.

Ya. Pero es que hay mucho que apachurrar.

Las comisuras de los dulces labios de su marido se alzaron. Ya desnudo, su estado habitual en cuanto se adentraba en la privacidad de su habitación, estaba sentado en medio del lecho mientras ella se desnudaba lentamente, quejándose cada vez que se movía. Por todos los santos, la sesión de pelea la había dejado hecha unos zorros.

¿Ocurre algo entre Peter y Rob? preguntó el grandullón. Mere intuía que algo llevaba danzando en su cerebro desde la práctica de lucha por la tarde. Peter había sido brusco y en ocasiones, hasta brutal con su amigo, sobre todo, al final cuando Rob había intentado imitar la técnica del cuello de Gong, Ganguan, Gingon, ¡no había manera! No lo retenía, y había terminado en el suelo, mirando al techo, con Peter sentado a horcajadas sobre él.

La forma en que había reaccionado este, levantándose como un rayo y saliendo espiritado de la habitación, como trastornado o furioso, y enrojecido como jamás le habían visto con anterioridad, le había chocado. Pero se le había olvidado, al reír con ganas, cuando Rob despatarrado aun en el suelo había anunciado que su contrincante se había replegado antes de que él lo hubiera destrozado con su inagotable fuerza y técnica de lucha para después lanzar un tembloroso quejido. No podía ni moverse del golpetazo recibido.

Creo que sí.

¿Qué?

Tendrán que descubrirlo ellos solitos.

Mere, otra vez con el idioma chino.

Sí, cariño. ¡Auh!

A su espalda escuchó el inmediato revolver de sábanas y al volverse quedó parada con las manos en las medias al ver a su señor esposo a cuatro patas al borde del colchón al pie de la cama.

¿Te duele?

Como si me pincharan agujas por todo el cuerpo.

Ven aquí, mi amor que yo te voy a aliviar su gruñón daba palmaditas junto a él, en medio del esponjoso y hundido lecho.

No se haría de rogar. Se acercó de inmediato, tras quitarse la segunda media, y se dejó caer, boca abajo, en el exacto lugar marcado por esa manaza.

A su pituitaria llegó un aroma floral y elevó suavemente la cabeza en dirección a su marido. Tenía un tarro transparente en las manos a cuyo alrededor se centraba el intenso olor.

¿Qué haces?

Vas a recibir un relajante masaje, cariño.

No pudo retener la risa en su interior aunque la palmadita en el trasero la cortó de golpe.

¿De qué se ríe usted, señora Aitor?

De nuestras intentonas previas de darnos mutuamente masajes.

Oh, sí, la manaza acarició su glúteo derecho, con las yemas de los dedos siempre terminan en sexo salvaje, del que a mí tanto me gusta. Bien pensado, siempre podemos dejar el masaje para otro día.

No me tientes, marido. Pero te juro que si me das ese masaje y me dejas totalmente relajada, cuando pase lo de los muchachos y estemos de nuevo en casa inevitablemente se tensó y su gruñón le acarició los muslos hacia arriba y hacia abajo. ¿Había comenzado ya el masaje? haré, te haré, todo lo que quieras.

¿Todo?

Hum.

¿Absolutamente todo?

Ajá.

Eso es tortura china.

¿El qué?

Tener que esperar.

Ahora sí que se rió.

¿No sabes que las cosas buenas de la vida a veces se hacen de rogar?

Como tú, mi enana, con lo que me costó cazarte.

Hum.

Diantre, qué placer, esas manos, suaves, fuertes, delicadas, codiciosas, la tocaban por todas partes y eran mágicas. Iba a terminar como un flan, siempre que no toquetearan donde no debían en pleno masaje, claro que con su salvaje nunca se sabía.

Sin duda, su gruñón había tenido que recibir lecciones de algún tipo porque lo que esas manos estaban logrando no era normal, comenzaba a pesarle el cuerpo, sentía languidez. Le estaba presionando determinados puntos en los pies y parecía como si lo estuviera haciendo en el resto de cuerpo. Tenía que saber.

Cariño...

Dime seguía subiendo por la pantorrilla, con movimientos circulares a veces y rítmicos otras.

¿Dónde aprendiste a dar masajes? se le ocurrió una nefasta idea ¿no sería en los baños esos a los que me encantaría ir? del azote en el culo no se libraba, seguro. Qué bien conocía a su marido. Llevando la mano a su espalda se frotó donde había caído la palmada, riéndose.

Dios, enana, qué peligro tienes.

¿Y bien?

En la guerra.

Sabía que odiaba hablar del tema. Partió joven, con ideales y volvió marcado, agrio, y jamás habló de su estancia en la guerra, jamás, o al menos nunca cuando ella estaba presente. Esperó a que él decidiera seguir.

El médico del regimiento, me enseñó. El estimado señor Harry Palmer por la forma en que lo dijo Mere supo que le apreciaba mucho juerguista y pendenciero, pero un gran médico y mejor hombre. Salvó muchas vidas, cariño. Y tenía una forma de ver la vida que hacía que me acordara de ti.

¿Qué es de él?

Pasaron unos segundos y Mere intuyó la respuesta.

Resultó malherido hacia el final de la contienda, intentando salvar a un joven cabo, un muchacho que jamás debió ser reclutado.

Lo siento, cariño.

Se escuchó un suspiro.

Yo también, enana, yo también. Con la guerra murieron hombres buenos. Algún día que sienta añoranza de lo poco bueno que aquello tuvo, te lo contaré.

El masaje había ascendido hacia las caderas. Escuchó y sintió como vertía algo más de aceite aromático en su trasero y posaba ambas manos en cada glúteo. Presionó en círculos, con suavidad, como si más que masajear estuviera acariciando.

Tienes el trasero más apetitoso del mundo, enana.

Mere sonrió.

¿Qué? preguntó su grandullón mientras le daba un suave pellizco en uno de los papos.

Cada vez que hablas de mi cuerpo, lo asocias con comida.

No, cariño, es que cada vez que te veo desnuda, te comería entera y mi mente se obsesiona con ello y ya no digamos mi cuerpo esas cálidas manos presionaron. Mírame, Mere.

Se apoyó sobre los antebrazos, se giró y entendió lo que quería decir. Estaba impresionante con las rodillas a ambos lados de sus muslos, las amplias manos cubiertas de un brillo aceitoso y también parte de su torso, caderas e incluso rostro, como si nervioso, se hubiera restregado a sí mismo con esas manos, de forma inconsciente. Una figura imposible de describir de lo hermoso que era. Y destacando, rígido entre ellos, estaba ese inmenso miembro que la volvía loca. Ya empezaba a calentarse. Al carajo con el masaje.

Prefería hacer otras cosas y se incorporó saliendo de entre las piernas de su marido, volviéndose y quedando arrodillada frente a él, ocasionando que John lanzara un gemido.

¡Uy! ¿Le habría dado sin querer con los pies en la pilila?

Lanzó una pícara risa que por lo visto ponía a cien a su marido si se atenía a la repentina convulsión que observó en su pene, que aumentó en grosor y largura; rábanos, cada día parecía más grande. Se le ocurrió algo.

¿Sigue creciendo?

Los ojos de su marido estaban algo nublados mirando fijamente sus pechos.

¿Creciendo?

Sí, a lo largo de tu vida.

Parecía que le costaba entender.

¿El qué?

La pilila.

Su marido sonrió.

Me temo que ya la has bautizado ¿verdad cariño? preguntó con resignación.

Mere se encogió de hombros haciendo que los ojos de su gruñón se dirigieran como flechas a sus pechos, como un imán.

Enana, como sigas haciendo eso, estamos apañados.

Vale, me estaré quieta.

¡No!

Vale, me moveré.

¡Ahora no!

Vale, pues ya me dirás intentó cruzarse de brazos.

¡Por Dios! Eso sí que no parecía una extraña súplica en boca de su marido, así que dejó caer los brazos y le observó expectante.

Su marido le miró fijamente a los ojos, entrecerrándolos, como sopesando si le estaba tomando el pelo, hasta que habló.

Crece cuando me excito, hasta cierto punto; y cariño, espero haber llegado al máximo de mi tamaño, porque si no tendríamos un grave problema, salvo que tú siguieras creciendo también, claro.

Lo dudo mucho.

Era una situación tan erótica. Ya no permanecían de rodillas sino ubicados ambos uno frente al otro, ella de espaldas a la cabecera, casi rozándose, sentados sobre sus talones, transpirando, tensos, hablando con las voces entrecortadas, sabiendo que en cuanto cualquiera de ellos diera el primer paso iban a tener lo anunciado por John, sexo totalmente salvaje.

Extendió la mano, aferró el sexo de su marido, y juraría que se agrandó de nuevo, enorme. ¿Le habría engañado? Era tan suave y resbaladizo tras extender el cálido líquido que surgía de la punta por su extensión. Lo acarició con suavidad, lento, arañando con el pulgar las venas que sobresalían.

Observó a su marido y la respiración se le congeló en la garganta, totalmente. Inmenso, con los músculos del cuerpo contrayéndose, los puños abriéndose y cerrándose, los verdes ojos cerrados y los dientes apretados, respirando a un ritmo vertiginoso, se humedeció entera.

Dios, te quiero tanto.

Esos ojos verdes, brillantes, vidriosos se abrieron de golpe y miraron los suyos, la boca relajándose se adelantó hacia ella obligándola, por la posición, a soltar ese miembro que tan bien se sentía en su mano, para posar sus carnosos labios sobre los de ella, humedeciéndolos con esa endemoniada lengua hasta que Mere cayó contra las almohadas con las rodillas dobladas.

Su John no titubeó, aprovechando el impulso y sin apartar esos sensuales labios colocó su cintura entre sus muslos, apartándolos con delicadeza con esas amorosas manos. Separó solo un momento los labios para decir “yo también te amo, enana” que contrajo el corazón de Mere, y ambos se dejaron llevar por lo que sentían.

Mere supo que iba a ser diferente porque tenían que soltar todo el miedo que sentían por lo que iba a ocurrir mañana, la aprensión y la tensión de saber que iban a correr peligro, que iban a aprovechar el momento como si fuera el último. Y así fue. Se amaron sin cortapisas, salvajes, rodando por la cama, entrelazada la pasión y el dolor, el ansia por amarse y no perderse. Las sensaciones eran maravillosas, agotadoras y profundas, demasiado profundas como para expresarlas de otra forma.

Amor entre acertijos
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