VIII

Si no fuera porque sus propios oídos habían sido el recipiente de la noticia, jamás se lo hubiera creído, ni por todo el oro del mundo. ¡La enana iba a acudir a una sesión de espiritismo! No es que se lo hubiera contado ella, sino la abuela Allison, pero aun así le costaba asimilarlo. La expresión de Jar, antes de salir hacia la campiña en busca de sus padres, había resultado igual de cómica que la suya, o al menos eso suponía por la expresión en la cara de la abuela.

La enana quería hablar con los muertos. ¡Ja! Estaba deseando escuchar de esos preciosos labios el resultado de la experiencia, pero eso sería al volver de la fiesta de los Saxton.

Recorrían las callejas de Londres, llenas de viandantes a esas horas pese al poco apacible tiempo. La cita con Saxton había sido concertada a las siete menos cuarto de la tarde y había mostrado sumo interés en que acudiera acompañado de tan ilustres caballeros, como había plasmado efusivamente en su nota. Ello de por sí ya les causaba grima.

Estaban preparados para las contingencias que pudieran surgir, armados hasta los dientes y con una oferta sensacional de negocios que abriera desmesuradamente el apetito insaciable del duque de Saxton y les franqueara las puertas de su sucio imperio. John intuía lo que le interesaba de sus empresas de ingeniería, y si no había tratado anteriormente con el duque, se debía más a la mala fama de las condiciones laborales de sus fábricas que al previsible lucro a obtener del potencial negocio que pudieran sellar. Ya estaban llegando y cada uno de los cuatro hombres que llenaban el lujoso carruaje enviado para recogerles se afanaba tanto en poner en orden las armas que guardaban ocultas en su ropa como en sopesar las posibles salidas de la boca del lobo en la que voluntariamente estaban metiéndose.

¿Llevas el cuchillo bien oculto? preguntó Peter a su compañero de asiento.

Sí, madre, los dos que me has dado.

¿La pistola?

No, Peter. Hubiera resultado un tanto raro semejante bulto en la cintura ¿no crees? Rob dudó un momento ¿Tú llevas?

Sí.

¡No fastidies! ¿Dónde diablos la llevas?

Asida al pecho las miradas de todos se clavaron en la zona indicada.

No se nota.

La satisfacción brillaba en la sonrisa exhibida. El carruaje se detuvo y con ello desapareció la sonrisa de esos labios de nuevo ligeramente crispados.

La mansión reflejaba todo aquello que les desagradaba. Apariencia en su estado más puro, para asombrar e incluso amedrentar a aquellos que traspasaban las puertas de forjado hierro. Frías e inaccesibles.

El interior rezumaba riqueza tanto por los extensos tapices con motivos cinegéticos, de origen italiano y francés, colgados de las paredes, como por las lámparas de Murano en forma de araña que alumbraban la mansión, las alfombras persas en tonos pastel con un brillo satinado y los suntuosos y tallados muebles que invadían hasta el más mínimo rincón del salón al que un lacayo vestido de librea les condujo con presteza.

El salón se encontraba repleto de gente vestida con sus mejores galas, engalanada con sus preciadas joyas, y por el volumen de las risas y conversaciones, el alcohol no paraba de circular.

Tan pronto cruzaron las dobles puertas que daban acceso al salón de baile, las curiosas e intrigantes miradas de numerosas personas, si no de la totalidad, les examinaron con avidez. John había imaginado que ocurriría lo de siempre, lo que en ese mismo momento estaba viviendo, pero pese a ello, la sensación de ser un muñeco de exhibición se aposentó en el centro del estómago.

Siempre le había desagradado la forma en que la mayor parte de las mujeres, y no pocos hombres, le miraban, sin disimulo ni pudor alguno, recorriendo la extensión de su cuerpo y rostro como si en su mente lo imaginaran desnudo. Sabía que debía haberse acostumbrado hacía tiempo, pero le incomodaba tanto...

En esta ocasión la impresión degradante se acrecentó debido a la curiosidad que generaban sus compañeros a los que observaban con el mismo interés. Imaginaba que la sensación de estoss no se alejaría demasiado de la suya, aunque también barruntaba que estarían habituados a ello.

Desde la zona del salón en la que se ubicaron alcanzó a ver a su anfitrión. Apenas había envejecido desde su último contacto. Se trataba de un hombre gallardo para su edad, de porte distinguido, pelo espeso, canoso, y un bigote y cuidada barba encanecida, poco acorde con los dictados de la moda. Sus ojos despiertos y vivos, eran de un color azul cálido, de mirada directa. Seguía sin parecer el cabecilla de una organización criminal, pero eso no significaba que no la dirigiera o que ellos fueran a lanzar sus precauciones al aire.

Se acercó a ellos con paso firme.

Caballeros, bienvenidos. Me alegro de que al fin hayamos logrado apartar nuestras diferencias para tratar de negocios que podrían resultar muy lucrativos mientras hablaba había ido estrechando la mano de todos con un apretón firme. Si les parece, y mientras los invitados disfrutan de la velada, podríamos reunirnos en un apartado para estar más cómodos. En breves momentos se nos unirán mis hijos. Asintieron sin hablar por tratarse de lo esperado ya que no era infrecuente que este tipo de reuniones se gestaran en medio de fiestas organizadas con dicha finalidad.

El despacho al que accedieron parecía ser el del propio anfitrión; una habitación que despedía cierta impresión de uso diario por la forma en que estaba distribuida. Los cómodos muebles desprendían a gritos haber acomodado a demasiadas personas, si se tenía en cuenta la desgastada piel que lucían, aunque no daban sensación de pobreza o abandono.

Antes de comenzar, le felicito, Aitor. Si no me equivocó ha contraído matrimonio recientemente con una preciosa damisela.

¡Maldita sea! La reunión comenzaba de culo y cuesta abajo, como solía decirse. Tan pronto esos labios mentaron a Mere, sintió un vuelco en el pecho y toda la sensación de tranquilidad se tornó aprensión. Tenía que controlarse, tenía que hacerlo, y en cierto modo, las miradas de sus amigos lo lograron.

Gracias, Saxton. ¿Cómo lo supo?

El duque mostró una ligera sorpresa y duda, como si no pudiera detallar el origen de la noticia y no hubiera esperado semejante pregunta.

Lo cierto es que me cuesta precisarlo, pero si no me equivoco, fue mi mujer o mi preciosa nuera.

Claro, las mujeres no pierden detalle de esas cuestiones.

Cierto, cierto...

John decidió que era mejor comenzar antes de que se abalanzara sobre el capullo e intentara sonsacarle toda la información que habían ido a buscar.

Imagino que seguirá interesado en la maquinaria para facilitar la producción de su telar.

Los ojos que le enfrentaban brillaron de avaricia.

Nunca mejor dicho, amigo mío, facilitar la producción. Así evitaríamos recurrir a una mano de obra vaga y debilitada por el hambre.

Efectivamente, aunque no le voy a engañar, Saxton, no han desaparecido del todo las reservas que tuve en su día acerca de los rumores sobre el no excesivo buen trato dispensado a sus trabajadores o incluso la temprana edad de algunos de ellos.

Estupideces extendidas por la competencia. Le puedo asegurar que no es cierto, ya que mis hijos así me lo han asegurado.

Pese a sus palabras comprenderá que si voy a tratar con usted y mis socios van a invertir en su empresa, queremos disponer de acceso libre a las plantas de producción.

A la espera estaban de la contestación cuando la puerta lateral del despacho se abrió dando paso a un hombre que por su aspecto físico, gritaba a los cuatro vientos que era hijo del hombre con el que estaban reunidos. El mismo aspecto con treinta años de diferencia.

Señores, permítanme presentarles a mi hijo mayor, Laurence. Hijo, estos son el señor Aitor, al que ya conociste en la última reunión, los señores Brandon, Doyle y Peter, y el señor Norris.

Nada más entrar el primogénito en la estancia la noción de acogida descendió varios grados. Donde el padre había sido agradable y llano, el hijo mostraba una patente actitud de rechazo. Resultaba no tanto insultante como desagradable.

Señores se acomodó junto a la butaca en la que estaba sentado su padre, manteniendo respecto de los demás su posición de pie. Imagino que padre les habrá indicado que no soy partidario de un incremento en la producción mediante maquinaria especializada. Verán, no soy amigo de las máquinas, considero que el hombre realiza perfectamente esa labor.

Claro, sobre todo, los menores de edad, que disponen de dedos ágiles y escasa protección en caso de accidentes las palabras habían surgido de Rob y nada más decirlas la mirada que recibió del destinatario de las mismas fue una de las más envenenadas de las que John había sido testigo en toda su vida.

¿Algún problema con las condiciones laborales de nuestros trabajadores, señor Norris?

Si usted no lo tiene, quizá debería replantearse...

Señores, señores, por favor intervino el duque hijo, sabes lo que opino. Señor Norris, esos rumores, como les he indicado anteriormente, han sido divulgados por la competencia y son falsos. Mis hijos controlan de forma exhaustiva el estado de salud de los trabajadores e incluso la fábrica dispone de un médico dedicado a su asistencia.

Claro, claro. ¿No era el Señor Worthington ese médico al que se refiere?

Las cejas del duque se fruncieron.

¿Por qué dice era?

Porque hace unos pocos días fue asesinado, si no me equivoco, junto a otra persona, en una librería.

El hijo intervino.

Y si no me equivoco y nos atenemos al informe policial fue en el curso de un atraco a la tienda. Una pura y simple desgracia, si me permiten decirlo...

Y si me lo permite, ciertamente extraño ¿no cree?, en medio de tantos rumores... apuntilló Doyle.

¡Ya es suficiente, Laurence! al anciano duque no parecía agradarle desconocer ciertos datos relacionados con la fábrica y, al parecer, nada sabía de la muerte de Worthington. ¿Dónde está Martin?

Ha habido un pequeño problema del que le han avisado hace unos minutos y no podrá unirse a nosotros. Me ha pedido que le disculpen por el imprevisto.

El duque se volvió hacia sus invitados.

Martin es mi segundo hijo y el amor de Celeste, mi actual mujer. Lamentablemente su madre murió hace unos años y a mi hijo le costó superarlo. Lamento su ausencia ya que me hubiera agradado que le conocieran. Es un buen hombre, sí, un buen hombre.

La frase le resultó extraña a John, ya que por su propia experiencia, un hombre no menta cuestiones, en cierto modo familiares, ante desconocidos. Quizá la intención del duque fuera simplemente distender el ambiente, agriado por la llegada de su estúpido hijo. Puede que la intención fuera otra, pero no iba a pararse a pensar sobre ello, no con tanta tensión en el aire.

Decidió ayudar a aligerar la tensión.

Entonces, Saxton, ¿está dispuesto a iniciar un fructífero negocio con nosotros o lo dejamos, por el momento, para que lo hable con sus hijos?

El duque apenas parpadeó.

Hacemos negocios, señores. Tan pronto sentemos las bases del mismo, nuestros abogados se encargarán de redactar el papeleo la sonrisa de satisfacción en el rostro del anciano no podía ocultarse. En cuanto a lo que ha solicitado antes, de tener acceso a las plantas textiles, mis letrados se pondrán en contacto con ustedes para indicarles los trámites necesarios para ello y entregarles los pases de acceso libre, sin restricciones...

¡Padre! ¿No crees que Martin debería tener conocimiento de esto?

La mirada del padre fulminó al hijo y con ella sus fútiles protestas.

El día que las empresas os pertenezcan podréis hablar y decidir cuanto queráis, hasta entonces, la decisión está tomada se giró hacía sus invitados. Disculpen las formas de mi hijo, caballeros. En ocasiones la juventud y la sobreprotección están reñidas con la visión de una buena oportunidad.

John suspiró para sí con alivio. Quizá la reunión no había resultado como esperaban, pero habían logrado lo que andaban buscando: acceso a la fábrica para indagar. Tan solo esperaba que los trámites no se extendieran tanto como para que se pudiera enterrar toda la porquería que se ocultaba allí.

Amor entre acertijos
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