IV
Recostada en la cama calibró el estado de su cuerpo y lo sintió ajeno, descubriendo músculos y lugares que jamás había utilizado y otros cuyo uso había aprovechado, como jamás antes, en las últimas horas. Su expresión se volvió soñadora y pícara. Menudas horas... A media noche se despertó desorientada sintiéndose incomoda y llena, le costó darse cuenta de lo que era, hasta que un gran peso se acomodó entre sus piernas. Si horas antes la había agotado, en esta segunda ocasión la dejó para el matarife. Dios santo, las cosas que le había hecho con esa boca, esas manos y ese grueso miembro. Se permitió rememorar lo ocurrido entre los dos hasta que la parte pragmática de su cerebro le hizo espabilar y recordar que esa misma tarde estaba convocada la reunión del Club, en la que intervendría Doyle Brandon.
Sentía una tremenda curiosidad sobre la razón de que le acompañara su hermano pequeño. Mere intentó recopilar la información que le venía a la mente pero logró poco. Le sonaba haber escuchado rumores de que este vivía como un ermitaño, hasta el punto de achacársele que sufría una deformidad o incluso alguna enfermedad infecciosa. Bueno, pronto saldrían de dudas. Eso sí, primero tendrían que distraer a sus padres.
Vestida y aseada se encaminó hacia la escalera, pero decidió desviarse ligeramente para hacer una breve visita a la alcoba de invitados por si John seguía allí. Después de todo era una forma de agradecer su sumamente agradable visita nocturna. A punto estuvo de abrir la puerta de golpe, pero por las voces que se filtraban a través de la rendija que había ocasionado el leve impulso dado, percibió que en el cuarto estaban, aparte de su futuro marido, sus hermanos Jared y Thomas, y si no le engañaba el tono que empleaban, conversaban acaloradamente.
¡Mierda!, John, iba a ser una maldita pantomima. Tan solo tenías que distraerla, controlarla y después romper el compromiso Mere escuchó el típico gruñido que solía lanzar su hermano cuando las cosas no salían como había planeado. Era tan sencillo como obnubilarla con un simplón cortejo, en el que era evidente que iba a caer sin mayores complicaciones.
Por el pequeño espacio que le permitía vislumbrar la habitación, Mere observó que John únicamente llevaba puestos los pantalones, como si se acabara de refrescar, y sostenía su vaporosa camisa en la mano. La luz resaltaba los músculos de su espalda, esos mismos que ella había acariciado y aferrado la pasada noche. Su mente sabía que estaban conversando de algo que ella no quería conocer. Lo intuía por la frase que acababa de escuchar, por la mención a la pantomima. En ese mismo momento rogó para que no se refirieran a ella, que estuvieran hablando de cualquier otra cosa, pero, por favor, no de ella.
¿Crees que no lo sé, que lo que ocurrió anoche se me fue de las manos? ¡Maldita sea! con un furioso gesto John lanzó la camisa al suelo y se pasó ambas manos por el espeso cabello, desordenándolo. ¿Qué diablos queríais que hiciera? ¿que permitiera que se sintiera no deseada, un desecho al que nadie quiere ni querrá jamás porque da más problemas que los que cualquiera quiere manejar? No me vengáis con esas porque, además, sois perfectamente conscientes de que...
Su mente, simplemente, fue incapaz de asimilar el resto de sus palabras, como si una barrera se hubiera erigido contra su voluntad para defenderla, para mantenerla sana. Pero por mucho que no quisiera escuchar más, ya había oído lo suficiente. No deseada... El sentimiento de vergüenza, de humillación, fue tal que por un momento sintió que se iba a desmayar, ella que raras veces caía enferma. Por favor, por favor, que lo de anoche haya sido un dulce sueño, un hermoso sueño ocurrido únicamente en mi mente. Podía repetirlo hasta la saciedad, pero sabía que era real, que la había visto desnuda, que él mismo la había desnudado y observado tal cual nació. Dios mío, desnuda... y rellena. Tenía gracia, pero ni tan siquiera se había dado cuenta de que las lágrimas corrían por sus mejillas. Se sentía insensible, como si fuera un sueño y ella observara desde una lejana esquina.
Lentamente se alejó de la puerta, sin ruidos, ni sobresaltos ni recriminaciones. Se sentía muerta.
No le costó demasiado refugiarse en su habitación, pero era chocante, no recordaba haber caminado los pasos necesarios hasta llegar a ella. Para cuando se dio cuenta estaba en sus aposentos y notaba que lo que hasta ese momento había definido como vergüenza y angustia se estaba transformando a marchas forzadas en ira, una ira tan profunda que le quemaba el pecho. Y quizá también en asco por las cosas que habían hecho hacía poco en ese mismo habitáculo, que ella había creído nacidas del amor y que él había fingido haciéndole creer que sentía lo mismo. No deseada...
Lo odiaba. Con lentitud, encogida y acurrucada, sentada en el suelo con la espalda contra la puerta de su alcoba, comenzó a rememorar las frases que había escuchado. Distraerla ¿de qué? ¿Controlarla? Solo una maldita cosa se le ocurría y era la reunión convocada por el Club del Crimen. Pues bien, si creían que la iban a desviar con sus maquinaciones, habían errado a fondo. John se podía olvidar de tener una prometida complaciente. Es más, lo que iba a encontrar era a una versión femenina de Lucifer, pequeña y endemoniada, a la que, por supuesto, no iba a poner una zarpa encima. Estaba más decidida que nunca a resolver el misterio de la muerte de Abrahams e iba a lograr que sintiera en sus propias carnes la sensación de no poderla manejar. Quizá así rompiera el compromiso. Lo que Mere tenía claro es que no le iba a facilitar la tarea al sinvergüenza ese. Eso sin olvidar a sus queridos hermanos, por supuesto.