II
Mientras subía por la escalinata, tras el último vistazo a los Norris, la furia que había estado intentando acallar mientras habían permanecido reunidos se iba incrementando exponencialmente. Con un pensamiento malicioso que sabía que ningún marido debería tener hacia su mujer, caviló que no le gustaría estar en el suave pellejo de su linda esposa. Se relamió planeando lo que a continuación iba a hacer. Desde luego, el pequeño demonio se iba a llevar el susto de su vida. Había llegado el momento de que escarmentara de una vez por todas.
Por los clavos de Cristo, nada más entrar en la habitación se dio cuenta de que la brujilla iba a utilizar el sistema de la súplica. Que lo intentara, que en esta ocasión no le iba a servir de nada. Tocaba ser brutal.
Se dirigió hacia el armario mientras comenzaba a deshacer el lazo del cuello. La imagen que le había ofrecido su pequeña liante, envuelta en su pudoroso camisón, tapada desde el cuello hasta los tobillos y con las sábanas arremolinadas a su alrededor, le puso como una piedra. Ya esperaba encenderse en cuanto la viera, por cómo reaccionaba su cuerpo a su cercanía, y además le venía como anillo al dedo para lo que tenía pensado.
Desnúdate, Meredith.
Incluso desde donde estaba escuchó el sonido sorpresivo que hizo. Bien, la había sobresaltado. La observó brevemente.
Desnúdate, no lo repetiré de nuevo.
Jamás había visto a su mujer tan colorada. Claro que no tanto como lo iba a estar al finalizar la noche.