I
Se sentía apasionada y ¿por qué no?, provocadora. Decidió aletear las pestañas, como tantas veces había observado en otras experimentadas mujeres, pero se contuvo ya que de reojillo notó que John se había quedado como un témpano y el color del rostro comenzaba a parecerse al budín de acelgas que a ella tanta aversión le causaba ¡Decididamente, algo no iba bien!
Con brusquedad se incorporó, tras deshacerse a empujones del otro botín, y a cuatro patas se acercó al pie de la cama donde John seguía anclado, con los labios apretados. Eso sí, con los ojos no perdía detalle de su ¿provocativo? avance hasta situarse a su altura.
La virgen eres tú, no yo farfulló John entre dientes, sin sentido.
Vaaale... ¿Había perdido la cabeza? Quizá lo mejor era tratarlo como a una frágil porcelana. Por un momento Mere se dio cuenta de la idiotez que acababa de pensar, pero siguió el rumbo que se le había ocurrido ya que no ideaba otra forma de afrontar la situación. Al fin y al cabo, ella tan solo quería achucharse con él, no que se le quedara petrificado en plena faena. Decidió seguirle, por el momento, la corriente.
Cariño, no lo soy, al menos eso me dijiste. Lo tuyo, ejem, ya no podría asegurarlo.
Sí, lo eres y yo no.
Mere arqueó las cejas y los ojos se le agrandaron más de lo habitual.
Bien por descontado, algo iba rotundamente mal. Muy bien, no eres virgen y me ha quedado muy claro. Más que claro, prístino observó atentamente a John pero el verdor seguía asentado en su cara. No pudo aguantar el ansía por más tiempo John, ¿me vas a decir qué te pasa? Me estás asustando.
El retroceso fue inmediato. Con pasos vacilantes el grandullón se desplazó hasta que la parte trasera de sus piernas golpearon su diván, ese que a ella le gustaba tanto para leer en los fríos días de invierno asomada al ventanal del segundo piso. Como si el cuerpo le pesara una tonelada, John se dejó arrastrar por la gravedad. Se sentó apoyando los codos en sus rodillas y se cubrió su hermoso y petrificado rostro con las manos. Moviéndolas tan solo un poquito liberó la presión sus labios para permitirse hablar.
Quieres hacer el amor ¿verdad?
Directo al grano, sí señor. Podía estar tranquila, se iba a casar con un hombre que no se andaba por las ramas. La cuestión era si ella iba a actuar como una tonta remilgada o si, siguiendo la estela de su vida, iba a dejar que su boca dijera exactamente lo que sentía. Sentada en el borde de la cama, donde había quedado tras la ligera espantada de él, lo tuvo tan claro... Habló sin vergüenza, sin medias tintas.
Sí sonrió. Quiero hacerte las mismas cosas que tú me haces, quiero lamerte y chuparte. Morderte ¿se estaría sobrepasando? John se estaba poniendo, si cabía, aun más tieso y estaba empezando a resollar. Le dio igual. Quiero recorrer tu cuerpo y preguntarte todo lo que se me ocurra y quiero descubrir cómo es esa cosa enorme que siempre noto entre tus piernas... ¿Podría tocarla? del otro lado de la habitación surgió un gemido ahogado. Mere no pudo evitar sonreír. Todo estaba bien, estupendamente bien. Quiero seguir haciendo esas cosas maravillosas entre los dos y todo aquello que queramos. Madre me ha dado permiso.
Eso hizo reaccionar a John.
¿Qué?
Ajá, pero a papá no lo podemos hacer desmayar, así que lo que ocurra deberá quedar entre tú y yo. ¿Querrás amarme esta noche?
Lo miró fijamente con la necesidad de que entendiera que su respuesta le podía destrozar el corazón. Necesitaba que le contestara lo que ella quería, ni más ni menos, que le dijera que le amaría no solo esta noche, sino la siguiente y la siguiente, hasta que uno de ellos no pudiera hacerlo más por razones ajenas a su corazón o a su cuerpo. Lo necesitaba tanto...
Dios, sí, toda la noche y la siguiente, hasta que muera.
Fue como si los trozos de un puzzle encajaran en su lugar por arte de magia, sin ayuda externa, como si se atrajeran con una fuerza más fuerte que la propia naturaleza. Se sintió llena, completa.
No podría llegar a asegurar quién se movió primero, tan solo supo que se encontraron en medio de la habitación, uno frente al otro. La mirada de él ardía mientras le recorría el rostro. Alzó una mano y retiró un rebelde rizo que caía sobre su mejilla mientras se inclinaba hasta rozar los labios de ella, con los suyos, más llenos.
Mere decidió que había llegado el momento de explorar. Deslizando las manos por sus pectorales alcanzó el cuello de su camisa. El lazo que lo solía rodear no era un obstáculo. Mere imaginó que se lo habría quitado al llegar a casa. Lentamente le desabrochó los botones de la camisa mientras la respiración de John se aceleraba, y se la abrió deslizando su mirada por ese musculoso pecho y ese vientre plano, rígido, en el que se marcaban las caderas. Madre mía, pero era hermoso, como las estatuas esas que le gustaban tanto a Julia. Sus manos toparon con el cinto del pantalón pero por el momento no le interesaba. Lo que le llamaba a gritos era el tremendo bulto que asomaba bajo ese cinturón. Presionó la palma sobre él..., era enorme.
¿Puedo?
John no llegó a contestar, tragó saliva y asintió. Soltó el cinturón sin prisas, lo desechó y con una lentitud que sabía estaba impacientando a John, deslizó su mano derecha por la zona de la bragueta hasta adentrarse bajo la tela. Ahora fue ella quien tragó saliva en abundancia. Dios mío, era largo, muy largo y ancho. Apenas podía abarcarlo con la mano. Suavemente apretó e intentó sopesarlo. Estaba realmente duro, cálido y era terso, rodeado en su base de rizado bello oscuro. Decidió arrodillarse y besarlo.
La madre de... ¡Por favor!
Mere sonrió al escuchar los sonidos que salían del gruñón y decidió copiar lo que a él le encantaba hacerle en sus pechos. Empujó con su lengua y abarcó la ancha punta con su boca. Succionó levemente.
¡Dios!
Repitió, con más fuerza.
¡Joder!
Mere sintió el miembro convulsionarse en su boca. Le agradaba el sabor, mucho, así que decidió jugar con su lengua e intentar... No pudo continuar. John no le dio opción.
Es mi turno, ¡por todos los diablos! antes de terminar la frase ya la estaba envolviendo en sus brazos y alzando como si fuera una pluma. Se aproximó a la cama y se sentó al borde, colocando a Mere, erguida frente a él, entre sus musculosas piernas. Cariño, si no paras con esa dulce boca, te aseguro que no voy a durar más que unos pocos minutos y esta primera vez es nuestra, ni tuya ni mía, sino nuestra y quiero saborearla sus labios golpearon los suyos y le mordisqueó el labio inferior. Toca desvestirnos.
Sus manos se deslizaron alrededor de su cintura hasta alcanzar su espalda y con una habilidad pasmosa fue deshaciendo la hilera de botones que cerraba el vestido. Al tiempo comenzó a lamerle entre sus pechos. Abierta la prenda, la bajó por los brazos hasta que quedó enmarañada en el suelo. Desprendió el resto de la ropa interior y la dejó en camisola y enaguas. La mirada que le recorrió los pechos y las caderas la encendió. Repitió el proceso con la camisola hasta dejar su busto con sus llenos pechos a la vista. Sin poder controlarse Mere intentó taparse con sus manos.
¡No!, no. Son un regalo para los ojos. Son mi regalo. Nunca los ocultes estando conmigo porque son hermosos comenzó a masajearlos con sendas manos, pellizcando con lentitud las aureolas del centro.
Son grandes y pesados gruñó Mere
Ajá, como a mí me gustan, cielo. Hechos para mí, para mis manos John sonrió con picardía y los apretujó lo suficiente para causar a Mere una pequeña aceleración en el ritmo de su corazón y sentir, una vez más, tensión en sus partes bajas.
Demonios, ¿por qué noto tensión ahí abajo en cuanto me tocas los pechos?
La risa resonó en su oído izquierdo.
Porque sientes necesidad de que te llene y te aseguro que esta noche vas a terminar llena a rebosar, amor. Déjame desnudarte con parsimonia continuó lamiéndola, raspando suavemente su mentón por sus pechos.
Dios, eres tan suave y llena. Me vuelves loco.
Con un ligero sobresalto Mere sintió las yemas, endurecidas, rozar su entrepierna sobre la fina enagua. No conseguía concentrarse entre el estímulo que percibía por el roce áspero y erótico de la barba ya crecida en el mentón de John y esos dedos que comenzaban su lento avance. Mientras se retorcía contra los dedos que ya estaban presionando y acariciando su hendidura, en aquel lugar que si insistía en las caricias le generaba un inmenso placer, y él seguía succionando y lamiendo los pezones. Mere apreció que su otra mano tiraba de la enagua hacia abajo siguiendo el camino del vestido y la camisola, dejándola totalmente desnuda ante sus ojos.
Acariciando su delicado y curvo vientre prosiguió hacia abajo y se deslizó entre sus muslos, presionándolos para que los separara hasta que se encontraron en su camino con las piernas dobladas de John. Con su mano izquierda aferró la rodilla de Mere, la dobló y la maniobró con delicadeza hasta situarla en la parte exterior del muslo masculino. De seguido hizo lo mismo con la otra. Estaba totalmente expuesta a sus manos, con los muslos abiertos de par en par y él entre ellos. Mere notó que la postura facilitaba el avance de su dedo ya humedecido. En el siguiente impulso le metió dos dedos, llenándola aun más, haciendo que se sintiera presionada desde dentro. Era una sensación tan extraña y placentera. Sentía la necesidad cada vez más fuerte de retorcerse e incluso de alejarse de esos dedos porque notaba con los golpecitos y caricias, que iban incrementando en intensidad y esos fuertes dedos que entraban y salían, entraban y se retraían con mayor velocidad, que iba a explotar. Su respiración estaba desbocada y el sudor comenzaba a aparecer. Y así ocurrió. Unas cuantas embestidas más y en la siguiente sintió que su interior era invadido por algo mayor, por Dios, había deslizado un tercer dedo hasta el fondo, bien hondo. Casi dolía, pero al dolor lo tapaba el placer. Sus nudillos llegaban a sobrepasar el vello del pubis y ese maldito pulgar seguía con sus movimientos ondulados, ágiles. Fue la sensación más subyugante que había sentido en sus veinticuatro años de vida, en parte porque se la había causado él y en parte por haberla compartido. Sintió su interior contraerse en espasmos incontrolables hasta el punto de dolerle al sentir aun dentro esos diabólicos dedos que seguía a un ritmo más suave. Se dio cuenta de que sus rodillas habían cedido y que era John quien la sostenía rodeándole la cintura con el otro brazo. Sus piernas poco a poco dejaron de temblar. Ya se sentía capaz de hablar y de respirar. Se enderezó e intentó alejarse algo de él, pero apretó el brazo que la enlazaba, así que optó por sentarse en sus muslos sin darse cuenta que sus largos dedos seguían en su interior.
Aspiró con brusquedad ya que al aposentarse los impulsó más adentro. Decidió que estaban bien donde estaban, y además, aun sufría esos pequeños espasmos, más leves, eso sí, pero la sensación de esos dedos en su interior la volvía loca. John, al parecer, parecía tener poca intención de sacarlos. Había sido algo glorioso. Y si semejante placer era parte del matrimonio, sin duda, le iba a gustar a rabiar. Soltó una risilla apenas perceptible. De repente se le ocurrió.
¿Ya hemos acabado?
Quien reía ahora era él. Suavemente sacó los dedos de su interior dejándole una tremenda sensación de vacío y con un portentoso descaro, mirándole retador, se los chupó con lentitud, como si saboreara un manjar. A Mere los calores se le extendieron por todo el cuerpo.
Eres sabrosa, y no.
¿No, qué? no podía apartar la vista de esos labios carnosos chupeteando esos largos dedos. ¿Acaso la quería matar?
No hemos acabado. Es más, apenas hemos empezado, mi enana con suavidad dejo sus dedos en paz y se recostó de espaldas en la cama arrastrándola con él, recostada ella sobre su fornido pecho, los muslos apoyados a ambos lados de sus caderas. Sus manos aferraron su cara y la acercaron a él. El beso que le dio la dejó atontada. Su lengua recorrió su cavidad como si fuera incapaz de saciarse, los dientes, el paladar, mordisqueaba su lengua y jugueteaba con ella, la succionaba y daba lametones. En un momento parecía como si sus lenguas pelearan y al siguiente, se acariciaban. Mere no supo cuánto duró, si mucho o poco, le dio igual. Su cuerpo comenzaba de nuevo a sentirse tenso y por el monstruoso bulto bajo el pantalón que sentía apretar contra su hendidura, John estaba llegando a los límites del aguante. Mere intuía que esa presión, al igual que la suya hacía unos minutos, debía explotar por algún sitio. Y qué demonios, esperaba estar en primera fila para verlo.