VII
Solo había una habitación separando la del fondo y la que le había tocado en suerte. Su mirada se plantó de inmediato en la fina y endeble puerta de separación con el cuarto que le distanciaba de los Saxton. Palmeó el bolsillo superior del chaleco para sentir el estuche con el par de ganzúas en su interior.
Solo quedaba distraer a la mujer que lo había sobado por todo el cuerpo mientras lo arrastraba escaleras arriba y le había deshecho la cola de caballo, dejando libre su endemoniado cabello rojizo. Si algo odiaba era que le toquetearan el pelo sin su permiso. Algo tenía su melena que a las mujeres atraía como la miel a las moscas.
Cualquier día se lo raparía completamente.
Se volvió hacia la mujer que con ansiedad había cerrado de un golpetazo la puerta a su espalda, para dar inicio a una conversación a modo de preliminar.
¡Ya estaba casi desnuda! ¿y la sutileza?
Diablos, ni que fuera un pedazo de carne para catar. Siempre le ocurría igual. Aquí te pillo, aquí te mato. Si las damas supieran que le pirraban los mimos, las caricias, y que era el mayor besucón del mundo, lo atormentarían sin descanso. Aunque bien pensado, mejor que nadie, absolutamente nadie, salvo la familia cercana, supiera ese vergonzoso secretillo.
De nuevo se centró en la mujer que le recorría con la vista desde el revuelto cabello hasta los torpes pies, con avidez, casi cayéndose despanzurrada, de morros, al intentar deshacerse de la voluminosa falda.
Debía pararla como fuera.
¡Quieta!
La mirada de extrañeza e intensa impaciencia que recibió le dejó en blanco el cerebro. Si que estaba ansiosa la mujer, se relamía los brillantes y rosados labios como si fuera a darse un jugoso banquete.
Por un momento brotó fugaz por su mente una imagen de sí mismo atado como un rechoncho lechón sobre una plateada fuente con una manzana reineta en la boca.
Un espanto espeluznante.
Vale, tranquilidad. Se jugaban demasiado como para dejarse arrastrar por una situación en la que se encontraba inmerso por razones ajenas a su voluntad. Debía ocurrírsele algo ¡pero ya! Se le iluminó el cerebro.
Me encanta que me bailen.
El horror que asomó a esos rasgados ojos marrones le indicó que había dado en el blanco. No tenía la más remota idea de cómo bailar. Descubierto el punto flaco, lo bombardeó sin piedad.
Danzas orientales son las que más me agradan. Descalza, ondulante, contoneante, sutil, y si a ello se añade un bonito cántico, me pongo a cien.
Notaba la sonrisa de oreja a oreja aparecer en su rostro, mientras en el de la mujer asomaba una mueca horripilante.
Por supuesto, lo que gustéis.
Lo siguiente que presenció formaría parte de sus pesadillas por décadas.
Una sucesión de monstruosos graznidos y chillidos acompañados de esperpénticos movimientos anquilosados y erráticos. Abrió los ojos como platos y a puntito estuvo de taparse los oídos con las palmas de sus enormes manos. Pero no pudo. Eso hubiera sido humillante para la preciosa mujer que seguía moviéndose como un envarado tronco, y eso nunca lo haría, nunca sería capaz de humillar a voluntad a una señora de la clase o condición que fuera. Iba contra su naturaleza de Don Juan.
Pese a ello jamás en toda su vida había presenciado algo semejante. Lo que tenía delante parecía una oxidada marioneta de madera en toda la extensión de la palabra, en mayúsculas.
Incluso él, como sorprendido espectador, comenzó a angustiarse. Debía liberar a la pobre mujer de su tormento. Y claro, con muy buen criterio, seguro de que ella se sentiría lo suficientemente agradecida como para hacer lo que le pidiera. Gran plan.