VII
A Doyle Brandon ya lo conocía. A pesar de ello no dejó de apreciar su apostura. Peter Brandon resultaba impactante. ¿Enfermo infeccioso?, ¡un rábano! Era sin duda uno de los hombres más llamativos que había conocido en su vida. Costaba apartar la mirada de esos ojos negros como pozos. Tenía gracia, pero los hermanos no se parecían ni en lo más mínimo. Y no era la única a la que causaba tal impresión. Julia lo recorría con la mirada de forma descarada, haciendo que el hermano mayor frunciera el entrecejo; y Jules, obviamente, miraba a todas partes menos al centro de atención del momento.
Buenas tardes, señoras. Señores saludó con una breve inclinación el mayor de los hermanos. Estos estrecharon afectuosamente la mano de Norris como si lo conocieran y les agradara.
Siéntense, por favor les indicó John y si les parece, lo mejor es que evitemos andarnos por las ramas. Entiendo que a todos nos interesa el asunto que nos ha traído aquí, pero si te parece, Doyle, primero nos agradaría conocer el motivo por el que tu hermano ha acudido a la cita.
Los hermanos cruzaron una mirada que dio a entender muchas cosas. Para sorpresa de los presentes no fue Doyle, sino Peter quien comenzó a hablar. Su voz era tan profunda como sus ojos.
Desconozco lo que hayan podido oír sobre mí, pero no soy un ermitaño, al menos no por propia voluntad. Hace un par de semanas cumplí veintinueve años y hace exactamente cuatro fui secuestrado por un grupo de personas que, si no nos equivocamos, son las mismas sobre las que ustedes están indagando.
Eso los dejó boquiabiertos. El primero en reaccionar fue John.
Sigue, por favor.
Por aquel entonces no teníamos tantos medios como ahora así que para sacar a la familia adelante Doyle y yo trabajábamos en la fábrica Saxton, en interminables turnos de casi catorce horas. Apenas coincidíamos en el trabajo.
¿En la fábrica textil propiedad del duque de Saxton, la que se encuentra a las afueras de la ciudad?
Ahí mismo. Imagino que conocerán las condiciones en las que se trabaja en las fábricas por un momento dudó si continuar, dada la presencia de mujeres, pero prosiguió parecen prisiones. Son lugares sombríos y malsanos. La enfermedad abunda y no es infrecuente que los empresarios empleen a criaturas menores de diez años. Ocasionalmente llegan a trabajar hasta críos de seis o siete años, incansablemente, en condiciones inhumanas, en turnos sin descanso. No aspiran aire puro sino el polvo que emana de las materias que manejan a diario. Por ello enferman y muchos jamás logran recuperarse. Y no reciben ni las gracias a cambio de dar la vida en esos malditos lugares...
¡Por Dios! exclamó Jules. Mere supo que le habían tocado su punto flaco, los niños.
Peter Brandon la miró fijamente inclinando la cabeza.
No es eso lo peor. De tanto en tanto los hospicios venden grupos de niños a las empresas para que hagan de mano de obra, pero comenzaron a correr rumores de que no los empleaban únicamente para trabajos manuales de fábrica, sino que los adiestraban para otros fines. Al llegar ese día a casa se lo comenté a Doyle y decidimos que valía la pena indagar. Tan solo logré averiguar que el matasanos que solía cuidar de los críos enfermos los hacía desaparecer. Como si se esfumaran junto con los humos de la fábrica.
Se giró levemente hacia su hermano.
No pude pasar la información a Doyle ya que esa misma noche, de camino a casa, fui asaltado por tres hombres. Lo siguiente que recuerdo fue encontrarme preso en mi infierno particular.
A nadie se le pasó por la mente indagar más allá.
Y ¿por qué creéis que tu secuestro tiene que ver con lo que nosotros estamos investigando? preguntó Norris.
Porque al matasanos, se le conocía como “el dulce Cecil”.
Las exclamaciones se sucedieron en la habitación.
Hemos ido hilando los retales poco a poco. Hasta hace unos días en que Doyle escuchó a Cecil Worthington balbucear algo sobre unos huérfanos no cayó en la cuenta. ¿Y si “el dulce Cecil” era nuestro insípido y, aparentemente desvalido, Cecil Worthington? se miró brevemente las manos, que temblaban algo. Sé lo que me ocurrió a mí, pero todavía desconozco para qué adiestraban a los niños, si eran ciertos los rumores que circulaban por la fábrica. Lo que me quedó claro es que algo podrido ocurría y que nadie estaba dispuesto a hablar.
Se hizo un silencio sepulcral, quizá por la necesidad que tenían todos de asimilar la información recibida.
Peter, ¿recuerda cómo se llamaba el capataz de la fábrica?
No, lo lamento, pero podría describirlo. Era un hombre corpulento, de pelo canoso, cejas frondosas y ojos castaños. Sin rasgos llamativos, salvo su crueldad titubeó ¡un momento! Le faltaba el meñique de la mano izquierda..., sí, de la izquierda.
De golpe, Norris se levantó y se dirigió al lugar donde se encontraba colocada una silla decorativa junto a la puerta. Asió un portapapeles depositado encima y tras abrirlo rebuscó en su interior. Sacó lo que se asemejaba a una hoja de periódico, con la reseña de un fallecimiento. Volvió sobre sus pasos y extendió el papel para que Peter Brandon lo observara con detenimiento.
Dios, es él susurró Peter con la voz ronca. ¿De dónde habéis sacado esto?
Norris tomó de nuevo asiento, aferrando en la mano el pequeño trozo de papel.
Como ya conocéis, hace muchos años que regento una librería con una clientela selecta y supongo que en el barrio es un secreto a voces mi afición por echar una mano a la policía en sus pesquisas. Pues bien, esta primavera se acercó un día a la tienda un hombre que actuaba de forma extraña. Ese hombre era Jonah Abrahams. La impresión que me dio fue la de un hombre acorralado. No sé, fue una sensación. Volvió en varias ocasiones y actuaba como un náufrago que de repente ve tierra a lo lejos, expectante, pero resultaba difícil sonsacarle información con un pequeño gesto de disculpa dirigido a John, continuó con su relato hasta que en su última visita habló con Mere.
¿Qué?
Ya estaba, de nuevo ese sonido atronador. ¡Ja!, como si le importara un ápice. Por el momento era una mujer libre. Mere decidió acallarle con una mirada portentosa, pero no funcionó. Así que cambió de táctica. Tomó las riendas de la situación e inició su propio relato, dirigiéndose a los hermanos.
Me pareció un hombre agradable, aunque la conversación resultó de lo más extraña. Meneaba la cabeza constantemente y se giraba hacia su espalda, así que al final logró que estuviera más atenta a la puerta que a lo que decía. Lo siento. Sabía que Norris había llegado al extremo de intentar sobornarle y tan solo había obtenido pequeños datos e información al azar, así que poco tenía que perder. Le pregunté, con mi natural sutileza, qué le tenía tan asustado y contestó una frase incoherente para mí. Literalmente dijo: “Están desapareciendo demasiados..., demasiados niños. Al final alguien indagará, aparte del joven obrero”. Traté de tranquilizarle pero no surtió efecto; y lo cierto es que me preocupaba que se fuera y le ocurriera algo, así que se me ocurrió la gran idea de seguirle, de forma sigilosa, por supuesto, cuando abandonó la tienda antes de escuchar de nuevo esa atronadora voz, se adelantó lo sé, lo sé, ¿cómo se te ocurrió tal inconsciencia, Mere? ¿Estás chalada, Mere? intentó incluso imitar la voz de John dirigiéndole una mirada retadora.
¿Era posible que hubiera emitido un gruñido el sinvergüenza? ¡Qué se atreviera a reñirle delante de todos! Que osara hacerlo... ¡Así le soltaría unas cuantas y merecidas verdades! Mere dio un sosegado repaso a los asistentes con la mirada y esperó un poquito. Nada. Simplemente la miraban, con asombro unos, enfurecido el troll, y con sumo interés los hermanos Brandon, como si ella se asemejara a un ¿pájaro exótico? Bueno, al menos estos no le lanzaban miraditas piadosas. Cuestión aparte eran John y su hermano. Jared estaba pálido y John..., John estaba color escarlata. Por supuesto, al ogro le faltó tiempo para intervenir.
Tú y yo, al finalizar esta reunión, vamos a hablar largo y tendido, cariño.
Evidentemente la mirada portentosa no había surtido efecto. Le daba igual, iba a escaparse en cuanto terminara la reunión, veloz como un conejo. ¿Sonaba eso a cobardía? ¡Bah! Optó por continuar.
Tras casi perderle de vista en un par de ocasiones, observé que un carruaje comenzaba a perseguirle y que ¡el lerdo de él no se daba cuenta! Más tarde intenté dibujar el coche de caballos pero me salió un triste garabato. Lo siento. ¡Por Dios!, no hago más que decir que lo siento.
Con razón se escuchó una voz masculina plagada de sorna que pertenecía a su futuro ex prometido. Mere escogió ignorarla y continuó.
El vehículo se le acercó y el señor Abrahams terminó por subirse a él. En ese mismo momento me di cuenta de que nos habíamos adentrado en una zona un tanto peculiar de la ciudad, lo que se confirmó cuando dos ¿caballeros? se me acercaron y, bien, cómo decirlo, me hicieron una extraña proposición. Bueno, en resumidas cuentas, les golpeé con mi bolso, apareció una multitud, entre ella numerosas mujeres llamativas y muy escotadas, enseguida la policía, y terminé, no sé cómo, en prisión, con la didáctica, por decirlo de alguna manera, compañía de esas vaporosas señoras. Fue lo último que supimos del capataz hasta que leímos en los periódicos la noticia de su fallecimiento.
En el saloncito se hizo un silencio sepulcral.
Muy bien, y ¿qué hacemos ahora?