Nada es casual y, mucho menos, el final de Pactos y señales.
Del orden de los capítulos, como dije, se ocupó «Alguien» más notable que yo…
Si el lector ha llegado hasta aquí comprenderá por qué un día, en Etiopía, frente a las cataratas del Nilo Azul, decidí renovar mi consagración a Ab-bā.
Aquella tarde del martes, 20 de noviembre de 2001, llegamos a Baliar Dat.
Las cataratas están a treinta kilómetros.
Me habían hablado de su belleza pero, al verlas, comprendí: se habían quedado cortos.
Y a las 16 horas me vi caminando hacia otra bellinte…
Toneladas de agua y espuma se volvían locas y se suicidaban, de pronto, entre los verdes y los azules de la sabana.
El rugido se perdía en un cielo casi transparente.
Y el «agua de vida», pulverizada, al verme, me empapó, feliz.
Me sentí transportado.
Cerré los ojos y dejé hacer a mi alma.
Ella se arrodilló en mi interior y proclamó:
Permite, Padre Azul,
que renueve mi consagración
a tu voluntad…
Te lo suplico: para siempre…
Te lo suplico: aquí y allí…
Y ahora, mientras experimento la
imperfección, llévame de la mano.

Cuaderno de campo de J. J. Benítez.
Sentí cómo el Padre la acariciaba…
Y se hizo el prodigio: el «principio Omega» se materializó y, al regalar mi voluntad al Padre Azul, la energía infinita de la creación se colocó de nuestro lado, a nuestro servicio[171].
Ya no fui el mismo…
Al regresar a España, mi hijo Iván, que nos había acompañado a Etiopía, me hizo un regalo muy especial: la secuencia fotográfica de mi consagración a Ab-bā, frente a la bellinte del Nilo Azul.
No la había visto.
En una de las fotografías —a mi espalda— aparece un bello y oportuno arco iris.
Fue la señal…
Él estaba allí.
Lo sé: el Padre Azul me ama y yo, a veces, también le amo.
Pero todo se andará…

Consagración a la voluntad del Padre (Nilo Azul). (Foto: Iván Benítez).