Durante décadas he oído y leído la misma cantinela: «Los Caballos de Troya son fruto de la imaginación del autor».

Al principio me apresuraba a desmentirlo.

Y repetía, hasta el aburrimiento: «La información que aparece en los Caballos procede de una fuente capital que no debo desvelar».

No sé si me creyeron…

Ahora ya no polemizo.

Que cada cual piense lo que quiera o lo que pueda…[140]

Pues bien, en el presente bloque daré cuenta de algunos hechos que vienen a confirmar lo que he repetido tantas veces: los Caballos son mágicos. Ni en mil años podría conseguir una bellinte así…

Veamos.

En marzo de 1984, durante la Semana Santa[141], se publicó el Caballo de Troya 1.

Al poco, alguien llamó a la puerta de mi domicilio, en Negurigane (entonces vivía en Lejona, Vizcaya, España).

Ese «alguien» preguntó por mí.

Yo no estaba…

Y el «mensajero» entregó un paquete.

Después se esfumó…

Nadie firmó nada.

Cuando regresé inspeccioné el paquete (en realidad se trataba de un cilindro de cartón, muy liviano).

No presentaba remitente, ni franqueo. Nada.

Lo abrí, intrigado.

Contenía una cartulina.

No aparecía nota alguna…

Miré en el interior del cilindro.

Negativo.

En la cartulina se distinguía una imagen de Jesús de Nazaret. Eso creí…

Era la foto de un retrato al carbón.

Por más vueltas que le di no hallé el nombre del autor.

Nada de nada. Ni una sola pista…

La imagen era (es) espléndida.

Me cautivó desde el primer instante en que la vi.

La mirada del Maestro es dulce y misericordiosa. Tiene algo especial y enigmático.

Supuse que lo enviaba algún lector agradecido. El Caballo 1, como digo, acababa de aparecer.

Interrogué a mis hijos.

Nadie sabía nada, salvo Lara. Ella abrió la puerta y se hizo con el cartucho.

Lara, entonces, tenía nueve años.

—Era un hombre —explicó—. Preguntó por ti… Le dije que estabas de viaje.

—¿Lo conocías?

Lara negó con la cabeza.

—¿Era el cartero?

Volvió a negar.

—¿Era joven o mayor?

—Como tú, más o menos…

Yo, en esa época, tenía treinta y siete años.

Tras no pocas preguntas conseguí reconstruir, en parte, el aspecto del «mensajero»: moreno, sonriente, joven y guapo. Según mi hija hablaba castellano. No era muy alto. Vestía cazadora negra con unas alas en el pecho. Junto a las alas aparecían unas letras, pero Lara no recordaba cuáles.

La imagen que llegó al domicilio de J. J. Benítez.

Pensé en el emblema o logotipo de alguna empresa de mensajería.

La conversación, siempre en la puerta, fue breve.

El hombre entregó el cartucho y desapareció, escaleras abajo.

El resto de la familia no vio nada.

Quedé extrañado.

¿Por qué el «mensajero» no preguntó por un adulto?

¿Por qué no dejó un justificante? ¿Por qué nadie firmó nada?[142] ¿Cómo sabía la dirección?

Inspeccioné la imagen detenidamente.

Mide 18 por 31 centímetros[143].

Aparentemente es el busto del Maestro. Está delicadamente trazado. Yo diría que fue dibujado al carbón.

Durante años traté de averiguar quién era el pintor.

No lo conseguí.

Tampoco hallé una pintura que se le pareciese.

Pero un día, en Noruega, surgió la sorpresa…

«Alguien» me entregó «algo».

Ese «algo» contenía una información preciosa y una copia —exacta— del retrato que llegó a mi casa en marzo de 1984 (!).

Ese «alguien» era Eliseo, el compañero del mayor norteamericano.

La imagen, en efecto, es el único retrato conocido del Hombre-Dios.

Pero ésa es otra historia…

La imagen de Jesús de Nazaret acompaña a J. J. Benítez en su despacho. (Foto: Blanca).

Pactos y señales
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