Para mí hay tres grandes pintores: Miguel Ángel, Leonardo y Fernando Calderón.

Autorretrato de Fernando Calderón López de Arroyabe. Él dijo en cierta ocasión: «Lo que nos obstinamos en llamar realidad no es más que una diminuta parcela del caos que hemos vallado y colonizado para no sucumbir al vértigo de un universo cuya magnitud y complejidad nos desbordan».

La última vez que conversé con Fernando Calderón fue un domingo, 6 de octubre de 2002. Quedamos en Villaverde de Pontones, en el bar Stop, en Cantabria (España). Después almorzamos en la playa de Isla.

Conversamos como si estuviéramos sedientos de palabras.

No había tiempo.

Él lo sabía y yo lo sabía… Fernando se moría.

«Un “alien” —se reía de sí mismo— me devora por dentro».

Calderón no estaba satisfecho con su trabajo, aunque ha sido uno de los grandes muralistas del mundo. En realidad, la fama y la gloria lo dejaban indiferente. Buscaba la sencillez y las cosas pequeñas y las coleccionaba en su casa y en el corazón. Lo conocía todo el mundo, pero él se desconocía. Era lento, pero seguro; en especial con los amigos (tenía, al menos, cinco). Un día le sugerí que ilustrara los Caballos de Troya. Casi lo hizo. Le encantaba investigar, leer y, sobre todo, pensar. Y en su mente mezclaba los colores de los pensamientos. Pura deformación profesional. Creía en el más allá, y mucho más que en el más acá. Fue un espectador de la vida, y aprovechó para pintarla con sus propios colores. Se moría por la belleza; es decir, por lo femenino. Abrazaba a los árboles y les cantaba. La mar no le gustaba. Le parecía mal peinada. Nadie es perfecto…

Cuadro pintado por Fernando Calderón. En la parte superior, retrato de la bella Ricky. A la derecha, el anillo de plata.

Fernando Calderón (izquierda) y J. J. Benítez, el día del pacto. (Foto: Blanca).

Y en los postres, tras desnudar a Dios y a los hombres, hicimos el pacto.

Fue un trato al que ingresé temblando.

Yo sabía —él sabía— que no le quedaba mucho tiempo de vida.

Pero aceptó, feliz.

Nos dimos la mano y escribí: «El primero de los dos que muera, si hay algo al otro lado, hará llegar un “|0|” al que se quede»[66].

Fin del protocolo. No establecimos un plazo.

Nos despedimos con un «hasta luego»…

En aquel abrazo se llevó parte de mi alma. No sé cómo pudo ser.

Y el 3 de abril del año siguiente (2003) recibimos malas noticias: Fernando empeoraba por momentos.

Sólo supe rezar…

Nueve días después, en la tarde del 12 de abril, Blanca y yo acudimos a una novillada benéfica en Zahara de los Atunes, en Cádiz (España).

Nos sentamos en las gradas de sol.

El día era luminoso y azul, como pintado por Fernando Calderón.

A las 18.15 horas dio comienzo la novillada: paseíllo, fotos…

El primer novillo hizo acto de presencia a la 18.20.

Lo recibió José Rivera, Riverita, y empezó a trastearlo, arrastrándolo hacia la zona de sol. Y empezó a torearlo a nuestros pies.

Fue entonces cuando Blanca, mi mujer, se percató de algo:

—¿Has visto?

—¿Qué?

—El toro…

—¿Qué le pasa al toro?

Blanca señaló al animal y puntualizó:

—En el costillar…

Al descubrirlo me quedé frío.

—¡Dios mío!

Y supe que Fernando Calderón había muerto.

Saladillo, de la ganadería de Manuel Sánchez, con el «101» en el costillar. Pesó 520 kilos. Nació en Aracena (Huelva). Su padre se llamaba Flor de jara. La madre, Saladilla. Nació el 11 de noviembre de 1999. El «101» ha sido retocado, para una más fácil identificación. (Foto: Blanca).

Miré el reloj.

Eran las 18 horas y 45 minutos.

El novillo lucía en el costado un número: ¡101!

Al regresar a casa llamamos a los hijos de Fernando. Bianca confirmó la noticia: su padre murió a las 18.40. Su otra hija, Bruna, ratificó también el fallecimiento.

Curioso: Fernando Calderón falleció cinco minutos antes de que viéramos el «101».

Había cumplido el pacto.

Al día siguiente viajamos a Bilbao y, desde allí, a Cantabria.

No es muy habitual en mí, pero deseaba asistir al funeral de Calderón.

Y fue durante esas horas, en el viaje, cuando insistí e insistí: «Dame otra prueba. Sé que estás vivo, pero dame otra señal…».

El lunes, 14 de abril, partimos de Bilbao a las nueve y media. Blanca compró dos rosas rojas.

Llegamos a El Bosque, a la casa de una de las hijas, a las once de la mañana. Allí se hallaban Marly, la ex mujer, y los hijos.

Me aproximé al cuerpo.

Fernando se había consumido. Parecía un maniquí. Alguien, sensible y amoroso, fue a colocar un pincel entre los dedos.

Fernando presentaba una leve sonrisa, como diciendo: «Que os zurzan…».

Depositamos las rosas junto al cadáver y abandonamos el lugar.

Necesitaba aire.

El funeral se ofició en Borleña, en la iglesia de Antonio, Abad[67].

Y allí sucedieron algunas cosas extrañas…

Yo seguía empeñado en lo de la segunda señal y fui todo oídos.

El cura habló y, de pronto, hizo alusión a un pasaje del evangelio de Juan (14, 1): «No se turbe vuestro corazón —dijo Jesús—. Creéis en Dios; creed en mí también… En la casa de mi Padre hay muchas mansiones».

Estuve seguro. Esa frase —«en la casa de mi Padre hay muchas mansiones o moradas»— iba dirigida a mí. Fue otra señal de Fernando.

Y un segundo sacerdote se dirigió a los asistentes y dijo: «Estad tranquilos. Fernando, ahora, ha vuelto a la casa de Ab-bā…».

Tercera señal.

Fue en esos instantes cuando lo vi, o creí verlo…

¡Era Fernando Calderón!

Se hallaba en mitad de la capilla, entre la gente.

Me froté los ojos.

Seguía allí, flotando.

Era más alto, bastante más alto.

Vestía una larga túnica blanca.

Y, de pronto, comenzó a bailar.

Al llegar cerca de mí me miró con dulzura y exclamó: «¡Es fantástico!… ¡Fantástico!… Mejor de lo que imaginas».

Parecía muy alegre y divertido. No sé explicarme.

Beatriz, otra de las hijas, cerró la ceremonia con la lectura de los célebres versos de Teresa: «muero porque no muero».

Fernando continuaba danzando, aparentemente ajeno a todo.

«Vivo sin vivir en mí, y en tan alta vida espero, que muero porque no muero…».

¡Dios bendito! Nadie parecía ver al genio.

«… Aquella vida de arriba —prosiguió Bea— es la vida verdadera: hasta que esta vida muera, no se goza estando viva; muerte no seas esquiva; vivo muriendo primero, que muero porque no muero».

Al terminar, en mitad de un emocionante silencio, Fernando dejó de bailar y se aproximó a su hija.

Ella no se percató de nada. ¿O sí?

Y el pintor se inclinó sobre la muchacha, besándola con amor.

Ahí dejé de verlo.

Después acompañamos al féretro hasta una pequeña colina.

Una de las coronas de flores rezaba: «Tu compañera y amiga, la pintura».

Todos regresaron tristes. Yo no.

Fernando Calderón sigue vivo.

Y mi relación con el «palo-cero-palo» se fue estrechando.

Pactos y señales
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