Aquel 19 de marzo de 2002, martes, hizo frío en Jerusalén. Mucho frío…

Me hallaba en Israel, empeñado en el rodaje de varios documentales para la serie de televisión Planeta encantado.

Al día siguiente estaba previsto que grabásemos en la llamada «tumba del inglés», un cuidado jardín, en la Ciudad Santa, en el que, supuestamente, fue sepultado el cadáver de Jesús de Nazaret[85].

Yo estaba inquieto, pero por otras razones.

Desde hacía meses, en mi mente burbujeaba un asunto delicado.

Había llegado con fuerza y no dejaba de latir. Lo llamé la «ley del contrato».

La idea (?) se presentó, como digo, con intensidad inusitada, y por diferentes canales.

En esencia, y según entendí, se trata de lo siguiente: según esta «ley» (?), la mayoría de los humanos nace con un «contrato» previamente aceptado y «firmado».

Si esto fuera así (está por ver), el libre albedrío, en la Tierra, sería un bello sueño. Sólo eso…

«Tumba del inglés», en Jerusalén. (Foto: Iván Benítez).

Cada persona llegaría al mundo con una misión. A saber: experimentar el tiempo y el espacio. En otras palabras: experimentar la materia (la imperfección).

Si la «ley de contrato» fuera verdad, todo estaría «pactado»: riqueza, enfermedad, soledad, anonimato, dolor, miseria, guerras, momentos felices, oscuridad, etc. Todo. Incluso la forma y el momento de la muerte[86].

Y la información recibida concluía así: «Al nacer, todo queda borrado. No sabemos quiénes somos ni de dónde procedemos».

La noticia, de ser cierta, desequilibraría muchas de las creencias religiosas, incluida la teoría de la reencarnación.

Obviamente me cansé de solicitar pruebas.

«Aquello» era tan grave como revolucionario…

Todas las señales solicitadas resultaron positivas.

Y ese 19 de marzo —movido quizá por el lugar en el que me encontraba— me propuse pedir la penúltima señal.

Esa noche, antes de acostarme, escribí en el cuaderno de campo: «Si la “ley del contrato” es cierta, si al nacer olvidamos quiénes somos en realidad y por qué estamos aquí, mañana, en la “tumba del inglés”, encontraré o recibiré una rosa».

Dudé.

No era temporada de rosas, y menos con aquel frío.

Pero mantuve el protocolo.

Me encanta poner las cosas difíciles a Dios…

A la mañana siguiente, temprano, desembarcamos en el jardín.

Llovía mansamente. Era una lluvia aburrida.

Dejé a los muchachos preparando las cámaras y los equipos y me alejé, perdiéndome en el recinto.

Caminé en solitario, pendiente. Por supuesto, nadie sabía nada.

El jardín es grande.

Necesité tiempo para inspeccionarlo.

Negativo…

No vi una sola rosa… Era lógico[87].

Y me dispuse a regresar a la pequeña plazoleta en la que se levanta la supuesta tumba del Maestro.

Fue entonces cuando percibí un reflejo…

Llegó del fondo del huerto.

Me detuve y creí ver algo…

Me adentré entre los árboles y la maleza y, finalmente, quedé clavado al suelo.

¡Dios bendito!

¡Era una rosa blanca!

Me hacía señas desde un rincón.

Algunas tímidas gotas de agua se habían posado entre los pétalos.

Sentí una intensa emoción.

No podía ser…

La rosa blanca. (Foto: Iván Benítez).

Recorrido desde la tumba hasta el lugar en el que apareció la rosa blanca. Cuaderno de campo de J. J. Benítez.

Testigos de la rosa blanca. De izquierda a derecha: Marta Guerrikabeitia (producción), Piru Vaquera (sonido), Blanca, Rafa Carvajal (realizador; detrás de Blanca), J. J. Benítez, Rafa Bolaños (director de fotografía; detrás de J. J. Benítez) y Tomie Ferreras (cámara). (Foto: Iván Benítez).

Volví a recorrer el jardín, pero no hallé ninguna otra rosa.

¡Era la única!

Pregunté a los guardas.

«No es tiempo de rosas», declararon.

Y allí mismo arrodillé el alma y agradecí al Padre Azul el delicado regalo[88].

Para mí, naturalmente, la «ley del contrato» es cierta.

Pactos y señales
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